Publicado: 11 de diciembre de 2006

Por Hugo Lara Chávez

En diciembre de 1982 tomó posesión de la presidencia Miguel de la Madrid Hurtado. Hombre tibio y discreto, de la Madrid tuvo la encomienda de dirigir a una sociedad que desconfiaba, con justa razón, de sus gobernantes. De la Madrid no pudo conducir la nave a buen puerto y su período de gobierno, de principio a fin, estuvo colmado de desastres, atropellos y calamidades. Ni siquiera el Campeonato Mundial de Futbol, organizado en 86, pudo apaciguar la inconformidad y la inquietud que fermentaba en todo el país, a causa de sucesos como las manifestaciones estudiantiles organizadas por el CEU; el terremoto de 1985; el asesinato del periodista Manuel Buendía; la escisión priista que encabezaron Cuauhtémoc Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo, y las ardientes elecciones presidenciales del 88, todo ello en el marco de la crisis económica.

En cuanto al cine, la ruina fue completa y la basura abundante. En esta década, sin embargo, un novedoso protagonista se popularizó rápidamente dentro del panorama de los medios audiovisuales: el videocasete doméstico. Inventado desde 1971, el videocasete llegó a México a principios de los años 80 y su influencia se extiendió como una plaga, de tal modo que para fines de la década prácticamente todos los hogares de las poblaciones urbanas contaban ya con su videocasetera y su membresía en diversos videoclubes.

El videocassette revolucionó la manera de consumir cine y aunque en principio se temió que acabaría por reemplazarlo a la larga se convirtió en otra salida de comercialización que sigue dejando buenos dividendos a los productores cinematográficos. Las grandes ventajas que ofrece el videocassette (fácil manejo, bajo costo) permitieron, también, que los videoastas pioneros pudieran dirigir sus propias producciones al margen de las franjas industriales, y eso favoreció la realización de las primeras videocintas experimentales que hubieran sido imposibles de realizar en formatos de cine. El videocasete se convirtió muy pronto en una herramienta alternativa de los cineastas y videoastas en ciernes, pero igualmente los mercachifles cinematográficos, los seguidores de la doctrina del abaratamiento de costos, vieron en él un gran aliado que les permitiría alumbrar un nuevo tipo de producciones realizadas especialmente para la comercialización en videoclubes: los videohomes. Esta clase de producciones fue y sigue siendo -aunque cada vez menos ya pasada la euforia inicial- un jugoso negocio que los videoproductores han explotado hasta la saciedad, particularmente en el mercado hispanoparlante de los Estados Unidos.

No obstante que la irrupción del videocasete en la escena audiovisual de los 80 fue motivo de una metamorfosis en la producción, comercialización y exhibición, su aparición no alteró en gran medida el derrotero amargo que llevó el cine mexicano en esa época. Las medidas oficiales tomadas a principios del sexenio fueron más de forma que de fondo. En 1983 se creó por decreto el Instituto Mexicano de Cinematografía (IMCINE), que dependía de RTC y, por lo tanto de la Secretaría de Gobernación. Este nuevo organismo coordinaría las acciones de las principales empresas fílmicas del estado (Churubusco, Procinemex, Conacine y Conacite Dos). El primer director del flamante IMCINE fue Alberto Isaac, hombre de cine que poco pudo hacer por el bien de la industria debido a la inadecuada organización del instituto y a las rémoras que el cine nacional arrastraba de muchos años atrás. En 1985 García Riera escribía al respecto:

“Sin embargo, ni la ubicación administrativa del instituto ni su funcionamiento respondieron a lo que se esperaba. En lugar de hacerlo relativamente autónomo, como un instrumento cultural del estado, fue subordinado a la dirección de RTC, y por lo tanto a la Secretaría de Gobernación. Pudo sorprender, incluso, que RTC no desapareciera, y aun pareció que la creación de los institutos de radio y televisión, junto con el del cine, más atendían a un prurito de simetría burocrática que a una necesidad real. Por otra parte, el instituto de cine prescindió de un cuerpo consultivo que, según se esperaba, debía guiar en gran medida su funcionamiento.

“Todo ello se ha traducido en la aún no vencida dificultad de estabecer una política cultural del estado en el manejo del cine”.[1]

Este orden cinematográfico era la hidra de las mil cabezas burocráticas, cuya inoperatividad se perpetraba desde las cúpulas oficiales.

“El poder de la impotencia ya no estará en manos exclusivas, sino se repartiría entre un Director de RTC (Jesús Hernández Torres), el director General de Cinematografía (Fernando Macotela) y el Director de un flamante Instituto Nacional de Cinematografía (Alberto Isaac) sin funciones  bien deslindadas o sin funciones a secas. El poder de un nuevo inmovilismo, pero ahora en la extinción paulatina. El poder de impedir acciones y arrebatar palabras. Tres membretes indistintos y una sola inutilidad verdadera. En vista de la ineptitud de Alberto Isaac, es sustituido a mitad de sexenio por Enrique Soto Izquierdo (febrero de 1986), pues el cine estatal ha caído tan bajo que cualquier políitico priista puede regir sus destinos”.[2]

La gestión de Alberto Isaac al frente del IMCINE fue poco fructífera en términos de producción. Esgrimiendo el argumento de la crisis financiera, al parecer el Estado intentaba comprobar una vez más que el cine era un mal negocio y que, además, en ese duro trance financiero, debía quedar fuera de la lista de prioridades. Fue entonces que el grueso de la producción nacional, en poder de los productores privados, se saturó con la fabricación de productos baratos, que garantizaban una recuperación rápida, como lo eran las películas de ficheras, de mojados y de narcotraficantes. “A principios de los ochenta -comenta Carlos Monsiváis-, el cine nacional (o lo que haga sus veces) toca fondo. Atrás han quedado la credulidad, la credibilidad, el apasionamiento por el cine de autor, las sucesivas promociones de actores por así decirlo inconclusos, las películas de calidad sepultadas por la falta de atmósferas propicias. Y delante, y muy ubicuos, se halla la plétore de falsos trhillers, ficheras al borde de la jubilación, pulquerías donde unos y otros anotan con disimulo los hallazgos lexicológios, tramas colmadas de crímenes en serie en residencias que hacen maluso de la playa”.[3]

 

En este ámbito fue donde florecieron figuras taquillerísimas como Rosa Gloria Chagoyán con Lola la trailera; la India María con Ni de aquí ni de allá y Víctor Manuel el Güero Castro, el campeón de los bodrios, con La pulquería y 28 películas más que dirigió a lo largo de los 80 (Ripstein dirigió cuatro en el mismo tiempo).

Aún así, fue el cine oficial el que ofreció cierta calidad, con producciones como El diablo y la dama (83), de Ariel Zúñiga; Vidas errantes (84), de Juan Antonio de la Riva; El otro (1984), de Ripstein; Mariana, Mariana (86), de Alberto Isaac, y Los motivos de Luz (85), de Cazals. Mención aparte merece el cine independiente, quizá lo más fértil en terminos creativos durante esa época: Nocaut, de José Luis García Agraz; Motel (83), de Luis Mandoki; De veras me atrapaste (83), de Gerardo Pardo; Frida (83), de Leduc; Nocturno amor que te vas, de Marcela Fernández Violante; Redondo (84), de Raúl Busteros

Por lo demás, en la cartelera cinematográfica del país predominaban las cintas hollywoodenses, que eran las consentidas de una gran parte de la población, sobre todo de las clases medias y altas, las cuales se ufanaban con orgullo de no ver cine mexicano. Así este cine (no siempre bueno pero generalmente mejor que cualquier boñiga fílmica nacional), se llevó carretadas de dinero con cintas como Mad Max, Tootsie, Aliens, Atracción Fatal, Arma mortal, Loca academia de policías, Pelotón, Negocio riesgoso, Porkis o Fama.

Por esos años, la industria cinematográfica se afianzó como maquiladora de Hollywood, cuyos productores habían sido atraídos desde la era de Margarita López Portillo por los bajos costos y la mano de obra barata. Dentro de esta dinámica, se rodaron en México cintas como Dunas, una secuela de Rambo y Dos bribones tras la esmeralda perdida, entre varias más.

Para 1985, el IMCINE, a través de Alberto Isaac, y el STPC, por medio de su secretario general, Sergio Véjar, convocan al Tercer Concurso de Cine Experimental, una secuela tardía de los certámenes de 1965 y 1967. Se recibieron cuarenta y dos guiones, de los cuales fueron aprobados veinticuatro y realizados únicamente diez. En orden de importancia los tres primeros premios, entregados en abril de 1986 (ya con Soto Izquierdo al frente del IMCINE), fueron los siguientes: Amor a la vuelta de la esquina, de Alberto Cortés; Crónica de familia, de Diego López, y La banda de los Panchitos, de Arturo Velazco.

La euforia que provocó este concurso en las esferas oficiales indujo al nuevo director de IMCINE, Enrique Soto Izquierdo, a hacer alarde de su talento demagógico, y así, en marzo de ese año, oficialmente anunció que el cine experimental quedaría institucionalizado a partir de ese momento. Esto quería decir que el estado se comprometería a financiar anualmente entre el 50 y el 80% de diez películas experimentales, y a colaborar en la distribución y exhibición de las mismas.

Sin embargo, las dulces intenciones oficiales fueron incapaces de frenar la avalancha de problemas de la industria cinematográfica. Para 1985, una notable caída del número de espectadores tanto del interior del país como de su mercado más importante en el extranjero, el sur de los Estados Unidos, vino a profundizar la ya para entonces perpetua crisis del cine nacional. Por supuesto, la parte más afectada fue la de producción, obligada a reducir aún más sus costos*. Nuevamente los productores pusieron al día el debate sobre los derechos del 50% de pantalla para las películas mexicanas, mientras los exhibidores se quejaron del congelamiento de precios de las localidades en las salas de cine. En fin, otra vez se puso a discusión la imperiosa necesidad de reformar la alicaída industria fílmica nacional.

En respuesta a ello, el gobierno organizó consultas y foros entre las distintas partes del medio cinematográfico para confeccionar una nueva táctica de salvamento, esta vez titulado Plan de Renovación Cinematográfica, que fue dado a conocer el 13 de octubre de 1986, en los Estudios Churubusco, por el director general de RTC, Jesús Hernández Torres. Este plan constaba de los siguientes puntos:

1. Política de precios. Los creadores del plan propusieron que a cambio de la liberación de precios de entrada de los cines se lograría lo siguiente: a, proteger los intereses del público mediante la prestación de un servicio adecuado; b, la producción de películas de mayor calidad; c, conservar la presencia del público; d, estimular la reparación y el mantenimiento de las salas; e, fomentar la construcción de nuevas salas; f, eliminar la reventa.

2. Fondo de Fomento a la Calidad Cinematográfica. Los exhibidores aportarían un porcentaje (5%) de sus ganancias para la formación de dicho fondo, cuyos objetivos eran: a, mejorar la calidad del cine mexicano; b, promover el cine mexicano en el territorio nacional y extranjero; c, incrementar y preservar el acrevo de la Cineteca Nacional; y d, fomentar el desarrollo tecnológico y de nuevos valores.

3. Tiempo en pantalla. Los exhibidores debían comprometerse a cumplir con lo estipulado en la Ley Cinematográfica, la cual concedía el 50% de pantalla al cine nacional.

4. Campaña de apoyo para el cine mexicano. Sus objetivos: a, mantener la presencia del público que acude a los cines; b, aumentar la asistencia de los espectadores para el cine mexicano; c, reducir los prejuicios y frenos de quines actualmente no aprecian el cine nacional; y d, integrar a las nuevas generaciones al cine mexicano.

5. Capacitación. a, para el sector de la producción, que incluiría al personal técnico, sonidista, tramoyistas, maquillistas, iluminadores, etcétera; b, artística, a través de cursos de apoyo a actrices y actores en coordinación con la ANDA y la ANDI; c, para la exhibición, para el personal que opera en las salas cinematográficas.

6. Importación de equipos. Se garantizaban facilidades fiscales para modernizar equipos de producción, postproducción y exhibición.

7. Importación temporal de película virgen.

8. Intercambio con otros países. Se facilitaría la impiortación de películas con ciertoas cualidades artísticas.

9. Cortometraje. Se buscaba estimular la formación de nuevos cineatastas, apoyándolos según los siguientes puntos: a, la exhibición masiva de cortometrajes ganadores de premios; b, el apoyo con exhibiciones permanentes en los canales de televisión 11 y 7; c, la disminución del número de cortes comerciales para dar más espacio a las noticias y reportajes en los noticiarios cinematográficos; y d, su consideración como tiempo de pantalla del cine nacional.

10. Concurso de proyectos cinematográficos. Consistía en buscar nuevos valores para nutrir los cuadros técnicos y creativos de la industria (guionistas, realizadores, investigadores, etcétera).

11. Promoción en el extranjero. Se trataba de organizar semanas, retrospectivas y homenajes a lo más destacado de la cinematografía mexicana, aí como elaborar material subtitulado, catálogos, folletos y demás artículos de promoción para impulsar internacionalmente al cine nacional.

12. Apoyo al fondo de jubilados.[1]

No obstante, este plan se ejecutó muy tímidamente y con ganas de no cumplirlo. En realidad estas estrategias fueron un ejercicio de gatopardización poco sutil: los precios de entrada a los cines se aumentaron efectivamente e incluso algunos de éstos, ya reacondicionados, empezaron a funcionar con el mote de Cines Plus, que supuestamente ofrecían mayores comodidades a los espectadores (la farsa fue llevada al colmo cuando, al poco tiempo, cualquier cochinero hacía gala de esta categoría). Con todo y el aumento concedido, los exhibidores escatimaron la contribución que les correspondía para la formación del Fondo para el Fomento a la Calidad Cinematográfica, hasta el grado que éste tuvo que trabajar con un presupuesto mucho menor al estimado en principio. De igual manera, los exhibidores faltaron a su promesa y siguieron ninguneando a la Ley Cinematográfica, pues jamás concedieron al cine nacional el 50% de pantalla que ésta establecía (argumentaban, con cierto sentido y más astucia, que la producción nacional era tan poca que no podía cubrir la demanda que exigía ese porcentaje).

En cuanto a las acciones para la promoción del cine nacional en el extranjero y en el país, los resultados fueron prácticamente nulos en el primer caso, y casi inexistente en el segundo, si se toma en serio una campaña que afirmaba que el cine se ve mejor en el cine, unos spots de tevé que remataban con vea cine mexicano y una serie que se titulaba Jueves de estreno. Por lo que respecta a la producción de cortometrajes, parece ser que lo más afortunado ocurrió con una serie, producida por el Centro de Producción de Cortometrajes, que se tituló Biografías del poder, aunque bien a bien su realización había comenzado cuatro años antes. No pasó nada digno de mención con los concursos de proyectos cinematográficos ni con el punto referente a la capacitación. Por lo demás, fue muy poco lo que se cumplió cabalmente, salvo, claro, en los apartados que beneficiaban a los manda-más de la industria (importación de equipo y película).

Sin embargo, fue en el vértice cultural donde se generó un clima benigno en torno al desvencijado cine mexicano. Quizá el hecho más importante fue la creación, a principios de los 80, del Centro de Investigación y Enseñanza Cinematográfica (CIEC) de la Universidad de Guadalajara. Esta institución sería en el futuro un frente desde donde comenzaría una nueva avanzada de renovación, sino para toda la industria al menos para el quehacer cultural cinematográfico mexicano. Desde ahí, y en coordinación con otras instancias afines, se ha venido organizando, desde 1985, la Muestra de Cine Mexicano de Guadalajara, y del mismo modo se ha estimulado la publicación de investigaciones diversas sobre el cine nacional, así como también se ha emprendido, cada vez en aumento, la producción de películas de largo y cortometraje. Esta labor ha sido capitaneada por Emilio García Riera, artífice también de la creación, en 1983, de la revista DICINE, la cual, junto a Nitrato de Plata e Intolerancia, ha representado para el cinéfilo la opción más seria de análisis cinematográfico (ciertamente muchas otras lo han hecho también, lo insólito de estos dos casos es que parecen haber superado ya los pronósticos de corta vida que generalmente condenan a este tipo de publicaciones).

Para 1987 ningún funcionario quería queso sino salir de la administración de la madridista. A fines de ese año fue destapado el nuevo candidato presidencial, Carlos Salinas de Gortari, otrora Secretario de Programación y Presupuesto, quien resultó electo el verano de 1988 en unas elecciones sospechosamente fraudulentas, justo cuando el país se encontraba inmerso en una crisis política causada por una naciente y fogosa oposición del régimen: el Frente Democrático Nacional y su líder Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano.

El cine mexicano, como el resto del país, había sobrevivido a un sexenio más. Entonces la interrogante era saber cuál sería la tónica de un nuevo gobierno, de un nuevo presidente en el que nadie confiaba y al que podía imaginarse poco interesado en las bagatelas de una industria no prioritaria (como era el cine), porque como estaban las cosas primero tendría que entendérselas con una sociedad ya no sólo demolida por la miseria, sino perturbada por un cisma político que no sucedía desde hacía muchos años. El panorama era, pues, desolador, pero esto ya es materia del siguiente capítulo.



*    Es de notarse que en este periodo la industria no reduce su producción cuantitativamente sino cualitativamente, si se compara con los dos sexenios anteriores. Esto fue causado por la tremenda devaluación del peso, a principios de la década, que estableció la paridad de $22.50 a $2,500 pesos por un dólar. Entonces puede inferirse cuál era la consigna de los productores: bajar el costo a como diera lugar. Así por ejemplo, a fines de los 80, una precaria producción estadunidense, como “Sexo, mentiras y video”, contaba con un capital de por lo menos un millón de dólares, mientras el costo pormedio de las producciones nacionales oscilaba alrededor de los 150 mil dólares.

 

[1] COLECTIVO Alejandro Galindo. EL CINE MEXICANO Y SUS CRISIS Revista Dicine No 21, México 1987, pp. 16, 17 y 18

 


 

[1] GARCÍA Riera, Emilio. CINE MEXICANO: SITUACÓN ACTUAL Y PRESPECTIVAS  Revista Dicine No 12, México 1985, p. 3

 

[2] AYALA Blanco, Jorge. Op. Cit.p. 521 y 522

 

[3] MONSIVAIS, Carlos. ROSTROS DEL CINE MEXICANO.  Américo  Arte Editores,  México, 1993, p.102

 

Por Hugo Lara Chávez

Cineasta e investigador. Licenciado en comunicación por la Universidad Iberoamericana. Director-guionista del largometraje Cuando los hijos regresan (2017). Productor del largometraje Ojos que no ven (2022), entre otros. Director del portal Correcamara.com y autor de los libros “Pancho Villa en el cine” (2023) y “Zapata en el cine” (2019), ambos con Eduardo de la Vega Alfaro; “Dos amantes furtivos. Cine y teatro mexicanos” (coordinador) (2015), “Luces, cámara, acción: cinefotógrafos del cine mexicano 1931-201” (2011) con Elisa Lozano, “Ciudad de cine” (2010) y"Una ciudad inventada por el cine (2006), entre otros.