Blade Runner: los 30 años. Parte 1 de 2

Por Pedro Paunero

Para Adriana C. Pedroza Méndez,  la chica de Blade Runner y   Mario A. Gutierrez Zamora.

“Yo he visto cosas que vosotros no creeríais. Naves de ataque en llamas sobre el hombro de Orión. He visto Rayos-C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir.”

Dice la Biblia que Moisés, quien mantenía conversaciones con Yahveh (Dios) y podía mantenerse erguido ante su presencia (la Shekhiná), en un momento dado rogó verle el rostro. La respuesta de Yahveh fue contundente: “Ningún hombre podrá ver mi rostro y seguir viviendo”.

La frase antológica con que se abre este artículo pertenece a una de las mejores cintas de la historia que, como dijera Jonathan Rosenbaum, crítico de cine del Chicago Reader en relación a la “Juana de Arco” de Carl Theodor Dreyer (1928): “Como todas las grandes películas, reinventa el mundo desde sus cimientos.” Es la historia de un grupo de androides (denominados “replicantes”) que ansían ver a su creador para pedirle lo que todo ser vivo anhela: un poco más de vida.

Y con ello van las frases: ¿de dónde vengo, a dónde voy, cuánto tiempo tengo? que servían de epílogo a la versión con final feliz de este filme.

“Blade Runner”. Cinta de Ciencia Ficción pero también Cinema Noir, que combina vestuarios a lo Sam Spade (Humprey Bogart en “El halcón maltés”) con ropas al más puro estilo punk (la estética de la revista francesa Heavy Metal en la cual el artista Moebius colaboraba y cuyos dibujos fueron referencia para la cinta), anunció la llegada de un nuevo género, el Cyber Punk, a tal grado que William Gibson, el escritor a quien se le atribuye su creación (con su novela “Neuromante” de 1984) al mirar los primeros cinco minutos optó por abandonar la sala del cine perturbado por la fuerza de sus escenas, tan cercanas a la imaginería que estaba creando.

La premisa: se trata de una revisión del mito de Prometeo, del “quintaesencial mito –literario- de la Era Industrial” (frase de Isaac Asimov): el del Doctor “Frankenstein” (1818), novela escrita por Mary Shelley subtitulada, precisamente, “El moderno Prometeo” (el titán que robó el fuego –símbolo del conocimiento-, a los dioses para entregarlo a los hombres). Obra determinante para la cultura en la cual, inmersos en el capitalismo a ultranza, cada vez nos sorprende menos la creación de nuevos seres transgénicos, híbridos o recombinantes. En esta cinta los androides son llamados por sus nombres (Rachael, Roy, León… es decir, carecen de apellido paterno y de progenitores), los humanos por su apellido (Deckard, Tyrrel… es decir, tienen padres). En la novela original su autora hace hablar al monstruo, cada vez que se dirige a su creador, Víctor Frankenstein, usando el antiguo pronombre mayestático “thou” en inglés, que equivale al “usted” o mejor dicho, al “vos”, en español.

Se trata del respeto al Padre, al engendrador al cual hasta los robots deben obediencia y respeto como en la escena en la cual Roy (el líder de los androides escapados de una colonia espacial y llegados a la Tierra) la tiene difícil para conocer a Tyrell, el genio diseñador de la mente de estos seres y accede, por fin, ante su presencia, para espetarle:

– No es fácil conocer a tu creador.
– ¿En qué puede servirte el tuyo?
– ¿El Creador puede reparar su creación?
– (…) ¿Cuál es el problema?
– La muerte.
– Me temo que eso está un poco fuera de mi jurisdicción.
– Quiero más vida, Padre.
– (…) Te hicimos lo mejor que pudimos.
– Pero no para durar.
– Cuánto más brilla una luz menos dura. Y tú has sido muy brillante, Roy. Mírate, eres el Hijo Pródigo.
– He hecho cosas cuestionables.
– También cosas extraordinarias. Deléitate en tu vida.
– Nada por lo que el dios de la biomecánica te impida entrar al cielo.

(Se elevan coros de fondo, Roy sonríe, toma entre sus manos la cabeza de Tyrell, le besa en los labios mientras constriñe entre sus manos su cráneo y hunde los pulgares en los ojos). De hecho, se presume que es el ojo de Tyrell el que vemos al principio de la cinta, como si de una figura divina, vigilante y omnipresente, se tratara.

Sí, “hay que matar al padre –por supuesto, de manera metafórica-, para ser nosotros”, como dijera Freud. Y, una vez más, desde la novela Frankenstein, irónicamente escrita por una mujer, es el hombre quien es capaz de otorgar vida, capaz de erigirse en Creador, emulo de Dios, en este tipo de obras. No la mujer que sólo aparece como figura asombrada, usurpada, en un telón de fondo.

La premier: El día 5 de marzo de 1982 fue estrenada una primera versión de “Blade Runner” (versión denominada “The Workprint”) en el Continental Theater de Denver. La versión comercial sería exhibida el 25 de junio de ese año.

Fue también el año de la melosa “E.T.” el filme más infantiloide de Steven Spielberg y el mundo decidió ignorar la profundidad de “Blade Runner” (por lo menos una década) y decantarse por la fábula fácil al estilo Disney.  

A la cinta que comenzaría su aventura cinematográfica como una obra incomprendida tuve la oportunidad de verla, a principio de los años noventa, en la televisión. Mirando atrás cabe hacer, pues, una pregunta: ¿Cómo puede ser abordada una cinta tan compleja y –hoy-, tan venerada? La respuesta parece obvia pero se sustenta en lo subjetivo, es decir, penetra en el terreno de aquello que tiene significado para nosotros en un contexto determinado solo válido para cada quien, para cada uno. Pero ¿no es ese el objetivo del arte? Se debe abordar como una experiencia personal, como un elemento del recuerdo y del tiempo al que pertenece el recuerdo. La belleza de las imágenes de esta cinta, la música de Vangelis (que para mí sostiene, apoya la película convirtiéndola en una experiencia plena), la lluvia eterna y la oscuridad que anuncian un futuro degradado (la novela en la que se basa habla de un planeta destruido por el polvo radiactivo y está cargada de escenas de entropía como la basura que se multiplica sin cesar), los edificios neo clásicos y los personajes que deambulan entre estos, vistiendo ropas de cuero, látex, pelucas, junto a otros que llevan vestuarios conservadores; las luces que caen continuamente de naves y aeroautos (los “spinners”) que se elevan sobre viejos modelos de los años cincuenta del siglo XX, las calles recorridas por personas llevando animales que tienen la marca del fabricante en forma de números seriados en las células de pelos o escamas (recuerdo haber caminado por un tianguis chilango, comprando libros de viejo y bebiendo cerveza a la vez que veía pasar vendedores de loros, seguramente ilegales, sostenidos en sus hombros a la manera de “Blade Runner”), formaron a aquél adolescente que fui, que comenzó escribiendo Ciencia Ficción y ha continuado escribiendo sobre cine, erotismo extremo y mitos griegos.

Una sola vez me bastó ver esta película para aprenderme citas completas, incluidas aquella en la cual Deckard encierra a Rachael en su apartamento, la sostiene violentamente contra la pared y le obliga a pronunciar: “bésame” que me sirvió para soltarle la frase a una novia cuyo recuerdo no ha podido perderse como lágrima bajo la lluvia…

Cinta que me llevó a suponer, a creer de verdad, que el entonces lejano año 2019 podía ser así (los chicos hablábamos de “elevación total del futurismo visual”). Desde aquellos años se han escrito muchos libros, ensayos y artículos, analizando la película, se le han dedicado sesudos sitios web que analizan cada escena, cada posible significado, que atienden a los errores y a las varias versiones tanto de la película como de la banda sonora. Mucho ha llovido sobre las ciudades del mundo, aún pálidos reflejos de aquellos “Los Ángeles de 2019”  que, si no mejores, continúan siendo más ricos en significado que la anodina vida cotidiana que nos ha envuelto desde que se exhibiera por primera vez.

También, en lo personal, he recorrido el camino solitario del escritor, el desasosiego, las ansias de mirar el futuro, de escudriñar sus devenires. Las novias han venido y se han ido, me hube casado y me hube divorciado, haciendo eco de aquella frase de Philip K. Dick, el autor genial de la genial novela en la cual este filme portentoso está basado:

“Las novias vienen y van, las esposas vienen y van, los escritores nos quedamos juntos hasta que, literalmente, morimos”     

Prólogo y apertura: la cinta abre con un prólogo en el cual se aclara que la fabricación de los robots a principios del Siglo XXI había logrado llegar a la Serie Nexus 6 (Replicantes), usados en la colonización de otros planetas para tareas que iban desde los trabajos pesados hasta la prostitución. Androides esclavos, estos seres podían ser tan inteligentes o más, tan fuertes (o más) que los diseñadores genéticos que los habían creado. En la Tierra estaban prohibidos, bajo pena de muerte, a raíz de cierto motín sangriento en una de las colonias exteriores. A la ingrata tarea de perseguir y cazar androides ilegales se encargaban los agentes denominados Blade Runners, que mataban a los replicantes en un acto no de ejecución sino de “retiro” (¿acaso no eran los androides un producto de usar y tirar y, por lo tanto, de ser retirados del mercado?).

La apertura es una serie de imágenes poéticas encadenadas en una narrativa urbana que habla de soledad, decadencia y gélida belleza. Cuatro chimeneas industriales arrojan fuego al cielo nocturno de una ciudad poblada de luces, abajo; un aeroauto se acerca volando hacia nosotros desde el fondo de la pantalla. Un rayo parte el horizonte. Hay un acercamiento hacia las chimeneas llameantes. Otro aeroauto se aleja y en un primerísimo plano, sobre la curvatura de un ojo, se reflejan las llamas de las chimeneas. Es el ojo de dios. El ojo que todo lo ve y vigila. Estamos en Los Ángeles, en Noviembre de 2019.

El origen del título: “Blade Runner, a movie”, es el título de una novela de William S. Burroughs publicada en 1979. Se trata de una adaptación literaria (un guion de clóset) para realizar una película basada en otra novela, “The Bladerunner”, de Alan E. Nourse. Ambas obras tratan sobre un contrabandista de suministros médicos con una trama de virus mutantes de fondo. El cineasta Ridley Scott compró los derechos del título en 1982 y hasta ahora no se ha rodado la obra original.  

El autor: a Philip K. Dick, el autor de la novela que sirvió de guion para esta película, se le llamó alguna vez “genio alterado”. “Profeta menor” (no en el sentido bíblico sino en el del argot de la ciencia ficción como dijera alguna vez Isaac Asimov), a quien acosaban extrañas visiones del futuro o de otros mundos (como él mismo confesó en su última conferencia), sobreviviente de un  parto gemelar en el cual perdió a su hermana, Dick no abandonaría la imagen del doble, así, un personaje de su novela “El Doctor Moneda Sangrienta” (1965) lleva a su hermano en el vientre. ¿Recuerdan “El vengador del futuro” con su préstamo (pues el guion está basado en un cuento corto dónde no existe tal personaje) del súper dotado mental gemelo que brota del estómago de su hermano?

Geoff, el policía cojo (el chicano Edward James Olmos), vendría siendo ese doble, esa consciencia gemelar que acompaña a Deckard a lo largo de la cinta. Obsesión de autor, obsesión de ausencia que se vuelve elemento, arquetipo. P. K. Dick, moriría el 2 de marzo de 1982, tres días antes del estreno de la película que Ridley Scott, su director, terminaría por dedicar a su memoria.

Philip K. Dick se casó 5 veces y otras tantas se divorció. Tuvo 3 hijos y está sepultado en la misma tumba dónde yaciera su hermana gemela. En 2002, a veinte años de la muerte del autor, la Ciencia Ficción mexicana le rindió un tributo a través de Gerardo Horacio Porcayo, digno representante del Cyberpunk en este país, quien recopiló los cuentos que varios amigos míos y colegas, como la mexico-catalana Blanca Mart (quien me obsequió el libro), BEF (Bernardo Fernández), Libia Brenda Castro y José Luis Zárate escribieron para tal homenaje al lado de otros autores también prestigiados pero a quienes no conozco personalmente, como Alberto Chimal, Héctor Chavarría o Ricardo Guzmán Wolffer. La antología es de colección y lleva por título “El hombre en las dos puertas” (Lectorum, 2002).      

En “Blade Runner” hay varias escenas dónde los habitantes del Barrio Chino llevan animales con ellos. Hace falta haber leído la novela antes para entender que esos animales son artificiales.

-¿Le gusta nuestro búho?
-¿Es artificial?
-Por supuesto.
-Debe de ser caro.
-Mucho.

Es la conversación que Deckard sostiene con Rachael, un androide hembra, al acceder a la Tyrell Corporation. Como bien señalara David Pringle, estudioso de la Ciencia Ficción y editor de las prestigiadas revistas británicas “Foundation” e “Interzone”, sobre la novela “¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?” en la cual se basa “Blade Runner”:  

“El impreciso límite entre lo natural y lo artificial es el tema principal de este libro, como de gran parte de la obra de Dick”. (David Pringle, Ciencia Ficción, Las 100 mejores novelas, edit. Minotauro).  

Rachael ignora que es un replicante de un modelo aún más avanzado que los Nexus 6, sus recuerdos son implantados, falsos, y Deckard tendrá, en el devenir de la obra y la película, la perturbadora experiencia de enamorarse de ella, cumpliendo así con el sueño no concluido del pobre monstruo de Frankenstein que le pidió a su creador fabricarle una compañera que antes de vivir fue destrozada a hachazos.

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Por Pedro Paunero

Pedro Paunero. Tuxpan, Veracruz, 1973. Cuentista, novelista, ensayista y crítico de cine. Pionero del Steampunk y Weird West. Colabora con diversos medios nacionales e internacionales. Votante extranjero de los Golden Globe Awards desde 2022.