Por Javier González Rubio I.
Por lo general suelo escribir sobre películas que me agradan; esta vez (me) hago una excepción para hablar sobre una cinta bastante celebrada y que me parece malograda: “Blue Jasmine”, la más reciente cinta de Woody Allen.
Entre otras cosas, el director ha sido nominado a los premios ingleses BAFTA como mejor guionista, y Cate Blanchet acumuló otra nominación como mejor actriz. Lo primero es incomprensible y lo segundo muy merecido. La australiana está espléndida en el papel de la neurótica Jasmine, tan inconciente como tonta.
Parece ser que la película quiere ser comedia, pero no lo logra, parece ser un drama, pero Allen no se suelta, así que nos encontramos ante una película que está a medio camino –empantanado- entre Match Point y Deconstructing Harry –que bien podría ser Jasmine.
Además cuenta con la presencia del siempre inefable Alec Baldwin, ahora sobrevalorado por su protagonismo en la serie “30 Rock”.
Jasmine es una mujer de sociedad venida a menos sobre todo por un ataque de celos pues eso la lleva a denunciar las trampas financieras de su marido (Baldwin) de las que ella estaba bien entereda. Se queda en la ruina y se va a vivir con su hermana Ginger (Sally Hawkins) a San Francisco, nuevo espacio fílmico en la carrera de Allen.
El homenaje a San Francisco es más retórico que visual, a diferencia de los hecho con las otras tres ciudades de las películas previas (Barcelona, París, Roma). Allen pone en labios de Ginger una frase que encierra un montón de lugares comunes: “El que no se enamora en San Francisco ya no se enamora”, lo que puede decirse de cualquier ciudad mítica como las ya mencionadas. Pero es lo de menos.
La historia aburre, es reiterativa. Los amantes de Ginger nos remiten obligadamente al Kowalsky de “Un tranvía llamado Deseo”, pero región 4. También Jasmine nos remite a Blanche Dubois del mismo drama-película.
Jasmine niega su realidad con gran facilidad, al igual que su hermana. Ninguna es capaz de aceptar realmente lo que sucede a su alrededor y se aferran a su forma de vida: la una a la grandeza económica y social y la otra a la pequeñez aspiracional y moral.
Paulatinamente esta negación de la realidad, esta incapacidad para sumir plenamente su presente, va llevando a Jasmine a desvaríos. Suponemos, sólo suponemos, que al final, mientras la pantalla oscurece para que entren los créditos, Jasmine se está tirando al mar desde el Golden Gate.
La cinta está llena de diálogos flojos, estereotipados, sin sorpresa ni chispa. Por ahí alguna risa se logra forzadamente, y tampoco nos vemos atrapados en el melodrama que viven dos hermanas con las que jamán generamos empatía, que nos resultan lejanas.
Y me queda claro que a Woody Allen no le gusta San Francisco porque no le saca el menor provecho. Toda su energía creativa está volcada en Jasmine; quizá por lo mismo, ella tampoco es capaz de sostener la película.
En fin. Pero hay personas a las que sí les ha gustado. Así es el cine.
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