Por Manuel Cruz
Philip Seymour Hoffman era un camaleón. No es algo que pueda decirse de muchos actores ahora. Es fácil no tener presencia, y más fácil aún tener un sólo lugar para ser reconocido (Vin Diesel, Sylvester Stallone y compañía serán eternamente asociados con “Rambo” y “Rápido y Furioso”, porque está es la labor de su vida). Pero luego existen múltiples personajes en la misma persona. Llegar a ese nivel usualmente implica una tendencia a través de los años, y los frutos salen con lentitud. Pero llega un momento en que es obvio: el genio detrás de Meryl Streep, Dustin Hoffman, Johnny Depp, Helen Mirren y muchos más yace en su habilidad por no quedarse quietos. Su nombre resuena con orgullo, porque junto a él siempre veremos algo distinto. De eso se trata actuar. Philip Seymour Hoffman pertenecía a esa pequeña escuela, y ayer la abandonó de la forma más idiota y trágica.
Pero me interesa hablar de los pocos ejemplos que tengo, como un fan de su presencia en esa unión de magníficos actores. Ya se dirá suficiente sobre su repentina muerte. Hoffman me impresionó por primera vez en “Magnolia”, donde junto a Philip Baker Hall y John C. Reilly hacía uno de los papeles más complicados: mientras la gran Julianne Moore arañaba al planeta en un continuo ataque de desesperación, Phil Pharma tenía que luchar con su mundo viniéndose abajo sin perder la discreción. Enfermero de un adolorido Jason Robards en su película final, lo ayuda a encontrar a su hijo T.J. Mackey (Tom Cruise, demostrando al mundo que si puede actuar, y bastante bien). En “Magnolia”, Hoffman expresó una tendencia que vería repetida – aunque con distintas variaciones – en otras películas: es fácil llorar o reír en pantalla. El extremo emocional es común para muchos actores, pero la tristeza y la melancolía como un estado constante presenta un desafío distinto.
Hoffman hizo lo mismo años antes en “Boogie Nights”, como el torpe asistente de sonido homosexual secretamente enamorado de Mark Whalberg mientras filma escenas porno. Lo expandió a niveles de furia cómica contra el increíble Adam Sander en “Punch-Drunk Love”, y en “Charlie Wilson’s War”.
En “Doubt” interpretó al mal alegando por su inocencia como el Padre Flynn, quien aparentemente abusó de alumnos en una pequeña escuela católica. Junto a Meryl Streep, participó en escenas de notable tensión, aún así excluyendo explosiones dramáticas. Ambos actores son conscientes del método, y el poder tras las emociones internas. En “Moneyball” interpretó al seco entrenador de los Atléticos de Oakland, solidario con Brad Pitt y sus extraños métodos para encontrar el éxito.
Pero la actuación que le dio más reconocimiento global, merecidamente, fue en “Capote”. En esa cinta, el ya conocido Hoffman de voz grave y mirada seria se transformó por completo en un elegante personaje de alta sociedad (algunos dirían pre-hipster), enfrentándose a los horrores que producirían su trabajo mejor reconocido. Es una actuación que aún reside en mi mente, y la de muchos más, por ser tan radicalmente distinta a todo lo que le vimos antes. Es el momento y la película que selló su carrera como un camaleón.
Queda mucho por ver de Philip Seymour Hoffman, pero lo triste es que llega a un final. Uno verdaderamente incompleto: pese a los notables puntos de su carrera mencionados aquí, y todos los demás, ha terminado. Y para los nuevos cineastas, nace la espina más dolorosa: armar un proyecto, imaginar posibles actores, entablar discusiones con producción y llegando a decir: “¿que tal si escogemos a Philip Seymour Hoffman?”.
El resto es silencio.
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