Por Sergio Raúl Bárcenas Huidobro

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(selección del concurso)

A partir de un fondo tenue (la novela de iniciación La vida de Marianne, de Pierre de Marivaux, sobre el despertar de una quinceañera en el siglo XVIII), “La vida de Adèle” (La vie d´Adèle, 2013) inicia el trayecto con una joven de esa misma edad que abre una puerta y camina sola hacia un liceo de la provincia francesa; tres horas más tarde nos despedimos de esta niña, convertida en mujer, quien se aleja caminando de espaldas a nosotros. Lo que hay entre estos dos planos simétricos es un relato sobre el descubrimiento del amor y la amarga construcción de un mundo propio, una identidad y un futuro que se hacen y deshacen a voluntad del deseo. A partir del motiv diáfano y sencillo de dos mujeres que sonríen, conversan, se encuentran y caminan hasta un parque, Abdellatiff Kechiche (Túnez, 1960) despliega un fresco épico, libre y cristalino acerca del peso irreversible de las decisiones y la búsqueda agridulce de una felicidad y una libertad reales, cotidianas, posibles.

Épica intimista con la que Kechiche conquistó Cannes, Adèle pone punto y aparte a su primera etapa creativa —otros cuatro largometrajes y un mediometraje— al reunir sus búsquedas habituales (la exploración de márgenes socioculturales, la integración desde la óptica adolescente, el peso de las decisiones y la búsqueda de identidades bajo un entorno adverso) bajo una mirada fermentada y transparente que, a diferencia de su obra anterior, está varios pasos más cerca de la vida que del discurso.

Mientras Adèle hace el trayecto hacia el colegio, escuchamos en off a otra alumna leyendo para la clase un fragmento de Marianne: “¿Siempre voy a tener dudas? Eso creo. Las dudas se apoderan de mi. Soy una mujer, y cuento mi historia.”; el profesor la interrumpe: “No leas a Marianne, dilo por ti. En el libro dice “Soy una mujer”, pero cuando lo lees tú, eso es cierto. (…) Hablamos aquí de dos miradas espontáneas que se cruzan en la calle, de eso que podríamos llamar el amor a primera vista”; en ese momento, Adèle llega a clase y el filme arranca: su destino acaba de quedar concentrado en un velado juego meta-fílmico que ni el espectador ni la protagonista podrían advertir hasta que unos minutos más tarde, las miradas se hayan encontrado, fugaces, en un paso peatonal.

El desdoblamiento de este lienzo argumental, que involucra varios años y un arco narrativo amplio, se asemeja al sabio despliegue  de una partida de ajedrez: al tomarse todo el tiempo necesario para dibujar perfiles, desvanecer personajes secundarios o construir y difuminar tramas paralelas, el filme entronca con largas odiseas de la primera juventud como el Balzac de Las ilusiones perdidas, el Flaubert de La educación sentimental o la propia Vida de Marianne, que es leída y comentada por los personajes como tarea escolar y como espejo de sus propias inquietudes.

Tanto la Adèle del título (Adèle Exarchopoulos, perseguida sin tregua por la cámara durante tres horas) como su pareja, Emma (Léa Seydoux) están a cargo de actrices sin fisuras ni tibiezas, que asumen riesgos con una solvencia tal que no los hacen parecer riesgos en absoluto. Fuera de la gastada discusión sobre aquello que sus torrenciales secuencias eróticas provoquen en el espectador, la pareja ofrece un rango amplísimo de registros histriónicos que, al marcar con precisión el camino de la adolescencia hacia la madurez emocional a lo largo de varios años, suplen un montaje algo desaliñado en ese aspecto.

Como personaje, Adèle tampoco es ajena a cierta tradición local: encuentra antecedentes en las inquietas jovencitas de “Pauline en la playa” (Rohmer, 1983), Para nuestros amores (Pialat, 1983) o “Buenos días, tristeza” (Preminger, 1958), pero la comparación termina ahí: para las creaturas de Kechiche, la iniciación sexual no representa un fin en si mismo sino el inicio de un trayecto más amplio y difícil, sin bordes, donde la búsqueda de la vida como promesa y utopía no solo pasa por la cama sino también por la elección de carrera, el esnobismo estudiantil o la participación en manifestaciones civiles.

Así, arriesgado y vencedor en fondo y relato, Kechiche se muestra más discreto y artesanal en la forma: su estética es contemporánea, fluida y bellamente funcional, apoyada en un realismo basado en planos medios y acercamientos faciales, cámaras al hombro, planos discretamente alargados y una paleta de tonos cálidos ajustada a la medida de Lille, la provincia-escenario: naranjas, verdes y rosados tenues que palidecen cuando entra en escena el azul como leit motiv; a veces en el aire, a veces en la luz, en el color del cabello o en el detalle de una falda, el azul viaja a través del relato como una promesa (al inicio), una sensación (en el medio) o un recuerdo (al final), aunque siempre envuelto en deseo.

La de Abdellatiff Kechiche es una empresa que, desde su ópera prima (“La culpa es de Voltaire”, 2000), apuesta por las orillas culturales, sociales e individuales como motor de nuestra época; se ha empeñado en poner los puntos sobre las íes de la integración arábiga en Francia (la mencionada “Voltaire; La graine et la mulet”, 2007), la adolescencia en los suburbios parisinos (La escurridiza, 2003) o el violento choque entre la convención y la otredad.

Durante la primera década del siglo, su cine fluyó como río subterráneo por debajo de la industria francesa que, a su vez, tuvo en el decenio 2000-2009 su periodo más opaco desde la década de 1950. Esta paradoja deja de serlo si atendemos a sus causas: los territorios culturales conquistados por las minorías —árabes, islámicas, africanas, negras— abonaron a la irritación de la cultura académica que, en defensa de tradiciones afianzadas (a saber: Moliére, Abel Gance, Ravel y el foie gras), abogó por una cultura hecha de figuras de cera, modelada al gusto del turismo y la nostalgia. Mientras, en la acera de enfrente, la migración abría restaurantes de alta cocina, llenaba conciertos en el Olympia, ganaba el Goncourt, el César y la Palma de Oro.

La reacción, en ese entorno, ha sido elocuente: teniendo en el menú a dos candidatas de peso completo como la Adèle de Kechiche y El pasado, de Asghar Farhadi, la Academia Francesa eligió como candidata al Oscar la tibia y opaca Renoir. Al mismo tiempo, en las calles, una protesta contra las leyes de matrimonio homosexual marchaba por París y un partido de extrema derecha ganaba más adeptos que nunca entre los votantes. Cada quién sus conclusiones.

Sin tocar directamente ninguno de los tópicos de su cineasta (por primera vez no hay migrantes ni posturas frente al multiculturalismo), la cinta termina hablando de todos los márgenes: sea en su elección de un escenario no parisino, en el respeto mostrado hacia un medio como la novela gráfica (El azul es el color más cálido, de donde el guión está adaptado) o en su férrea defensa de lo frágil, del detalle o de lo individual, la Adèle de Kechiche termina por desbordar los límites del melodrama para erigirse en valiente y honesta exploración del amor humano.


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