Por Sergio Raúl Bárcenas Huidobro
Crítica 2 de 3 (escrita durante el seminario)
La muerte de Jacques Demy, en el otoño de 1990, hizo soplar un viento necesario sobre la obra de vida del autor más desconcertante de la Nueva Ola y uno de los artesanos más atípicos —y rigurosos— de la industria cinematográfica en Francia. Demy moría en un remanso tranquilo de olvido, casi treinta años después de haber sido juzgado y denostado por sus colegas de generación más severos, Jean Luc Godard a la cabeza. Naif, le llamó él.
Junto a su cama, al morir, podemos imaginar a Agnès Varda, su compañera de juegos y cómplice inseparable que a partir de aquel día emprendió uno de los testimonios de amor más genuinos y humildes que registra la historia del cine: la restauración, revaloración y relanzamiento de la filmografía de su marido. Tres años después, la sección Un Certain Regard del Festival de Cannes era el marco de presentación de “Las señoritas cumplen 25” (Las demoiselles ont eu 25 ans, 1993), un documental de Varda que recorría el proceso de creación y legado de un musical dirigido por Demy y protagonizado por Catherine Deneuve: “Las señoritas de Rochefort”.
En 1967, año del estreno de “Las señoritas”, París, más que una fiesta, era una olla de presión: la Sorbona preparaba huelgas, Foucault incendiaba la opinión en cada entrevista y en las páginas de Cahiers du Cinéma y Positif se libraban batallas de fuego en torno al cine del futuro. Demy estrenó una película donde una provincia idílica del litoral atlántico francés (espejo de su natal Pontacheau) era el escenario de una comedia de enredos deliciosos, de vena shakesperiana, imbuida en el espíritu de la comedie française y tributaria apasionada de un género en retirada: el musical americano, que el propio Demy ya había reinventado vía “Los paraguas de Cherburgo” (Les parapluies de Cherbourg, 1964) y al que volvería en seis ocasiones más.
Las señoritas, Delphine y Solange, son hermanas gemelas, maestras de danza y solfeo respectivamente, que viven con la mirada fija en el cielo de Rochefort, evocando un amor soñado y a la espera de que sus ambiciones artísticas se cumplan en París, que más que como capital se evoca como una promesa. A su alrededor se mueven personajes tanto o más poseídos por la añoranza: una madre que dejó ir al amor de las manos, un vendedor de pianos traicionado, un galerista lleno de deseo, un concertista embrujado por el encuentro fugaz con la mujer de sus sueños y un joven militar asignado a esa ciudad que es también pintor y la quintaesencia del poeta en busca del ideal. Todos tienen la vista en el pasado, en el futuro o en lo eterno. Pero cantando, claro. El arco del argumento es básico como telón de fondo: en la plaza del pueblo se prepara un pequeño carnaval. Sabemos, pues, que llegado ese día todos habrán encontrado a sus parejas, y que nuestro papel es disfrutar el proceso.
Testimonio de una destreza formal y un vigor imperecedero en su construcción visual, el segundo musical de Demy es también testimonio de dos genios más: el decano de las canciones para cine Michel Legrand, quien logra algunas de las mejores chansons de su tiempo, y el de Gene Kelly, quien además de coreografiar los números del filme, irrumpe de pronto en el relato como una presencia que hermana a dos tradiciones fílmicas aparentemente disociadas, como una plática fraterna entre Jean Vigo y Vincente Minelli.
La brecha abismal entre Las señoritas y su época pudo ocultar el inquietante río que corre debajo de sus pegadizas chansons: por la soleada Rochefort marchan formaciones militares mientras dos artistas de vaudeville declaran “evitar a la policía, porque prefieren a la gente con corazón”; una mujer abre un periódico y suspira diciendo “una guerra, ¡siempre hay guerras!… ¿por qué nadie deja nunca de pelearse?”; al mismo tiempo, en el mismo restaurante, alguien planea descuartizar a su pareja, aunque eso no podemos saberlo aún. Un giro maestro: el escapismo de Demy terminó por ser un llamado a la necesidad del compromiso y al valor de estar alerta ante el mal circundante.
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