Por Davo Valdés de la Campa
“La Odisea” se asume como la primera representación artística del viaje iniciático del arquetipo de héroe, al menos en la historia de occidente. Quizá ahí se encuentre la semilla más primigenia de la idea de la transformación a través de la experiencia interior. Es decir que no es tanto el desplazamiento geográfico o el retrato del paisaje lo que se vuelve pertinente o importante en la obra, sino el cambio radical e íntimo que sufren los personajes una vez que completan su recorrido. El paisaje es una metáfora de las sensaciones y los pensamientos del protagonista. Usualmente estos personajes deben revelarse a sí mismos capaces o en dado caso forjarse su propio destino y deben completar una misión: aprender, peregrinar y perfeccionar su carácter, según las características de la Bildungsroman o novela de aprendizaje, uno de los géneros literarios que se desprendieron de la estructura inicial del viaje iniciático.
Antes también apareció la novela picaresca y posteriormente —en un salto inmenso en el tiempo— se desarrolló la novela de carretera, popularizada en Estados Unidos por Jack Kerouac con su novela “On the Road” y todavía más adelante, en el cine a través de la infinidad de filmes que se inscriben en el género de la road movie. Estas películas siguen en su gran mayoría el mismo patrón: el protagonista debe recorrer un espacio geográfico no sólo para realizar su destino (y salvar al mundo) sino para modificar su propia personalidad y descubrir una verdad profunda de su propio ser. ¿Pero qué pasa cuando la figura del héroe se trastoca y se perturba, es decir cuando no se ajusta al patrón clásico? ¿Y qué pasa cuando el viaje se construye a partir del error y no del aprendizaje? ¿Se anula la noción iniciática del recorrido? ¿Existen viajes iniciáticos sin héroes, sin lecciones valiosas para la vida? Algo así nos propone, Gabriel Ripstein en su opera prima, “600 millas” (premiada recientemente en la Berlinale y en el Festival Internacional de Cine en Guadalajara) y lo hace a través de una narrativa precisa, sencilla, a ras de suelo, verosímil y compleja.
La película se puede dividir en dos grandes segmentos. En el primero sigue cámara en mano, sin muchos cortes y con un estilo casi documental, los primeros pasos en la actividad ílicita del tráfico de armas de dos jóvenes en la zona fronteriza que divide México de Estados Unidos. Por un lado está un estadunidense, white thrash encargado de comprar los rifles y las pistolas, y por otro, un mexicano ansioso de reconocimiento, frágil en sus decisiones y ambiguo en su preferencia sexual (se insinúa en una sola escena que remite a “Taxi Driver” inevitablemente), interpretado por Kristyan Ferrer, que es encomendado por su tío, un narco poluto para cruzar el armamento a tierras mexicanas. En un segundo momento se introduce el personaje de Hank Harris (un brillante, desordenado y descarnado, Tim Roth), un agente de la ATF que por una mala desición profesional termina como rehen del aprendiz a traficante de armas, en un viaje que retuerce el cliché del camino del heróe y que además toma distancia sana de la caricatura de las películas de acción que han intentado abordar el tema de la violencia generada por el narcotráfico.
Desde un inicio, Ripstein (¡cuánto peso y genética en ese apellido!), establece las reglas de su cine. Fondo y forma se corresponden. El tema de cómo llegan las armas a nuestro país se usa como pretexto para contar el encuentro íntimo de estos dos personajes: Arnulfo Rubio (nombre germánico que significa aguila-lobo), que por supuesto representa estéticamente y en términos de personalidad todo lo contrario; y Hank Harris. Sobre él no puedo evitar pensar en Stan Lee que insiste en llamar a sus personajes con nombre y apellido con la misma letra inicial o en Hank, personaje icónico de la saga de “Rapido y Furioso”, que a su vez inspiró el mote de la fallida operación de mismo nombre que encabezaron agentes estadunidenses, vendedores de armas y carteles de la droga mexicana de 2009 a 2011 y que detonó en palabras del cineasta el argumento de “600 millas”. Los dos personajes se construyen a partir del error, de las malas desiciones, de los tropiezos, de la incapacidad de asumirse bajo ninguna etiqueta moral pero no del gran aparato político sino de sus propias acciones personales. La película no rehuye del discurso de la denuncia, no lo hace explícito y es que sencillamente, Ripstein se ciñe a la narrativa de sus intereses más personales y abstractos, más que en el objetivo de señalar culpables y victimas. El problema en el filme no es tanto el tráfico de armas (que es un síntoma de algo más podrido) sino la inutilidad del viaje, la esterilidad de la confianza, la revelación de que la búsqueda por la supervivencia también puede ser un error fatal.
Según una aplicación de Google Maps, The Shire y Mordor están a 18 kilómetros de distancia. Para seguidores más puntuales y minuciosos de la saga de Tolkien, el recorrido es un poco mayor. Para ser exactos de 922 millas en un viaje que duró un año, un mes, una semana y dos días. Por otra parte en el libro “La resurrección de Homero en el siglo XX”, de Luis Alberto Menafra, se halla un mapa con el itinerario que habría hecho Ulises desde Troya hasta Ítaca a lo largo de 10 años. Si el viaje hubiera sido líneal Ulises hubiera navegado un poco más de 1020 millas. En la ópera prima de Gabriel Ripstein, Arnulfo recorre, como lo dice el título, cerca de “600 millas” (un aproximado de 965 kilómetros), distancia que separa Tucson o Naco, Arizona de Culiacán, Sinaloa. La película retrata una pieza del rompecabezas, lo hace a través de una radiografía sucia de personajes oscuros y complejos que se colorea a partir de la fotografía de Alain Marcoen, colaborador habitual de los hermanos Dardenne. En ese sentido ahí se encuentra el punto único que conecta su trabajo cinematográfico con la herencia de su padre, el cineasta, Arturo Ripstein. Como producto fílmico no puede separarse en cambio de algo que poco a poco comienza a formarse como un proyecto artístico definido que nace de la colaboración con Michel Franco, mente brillante detrás de “Después de Lucía” (2012), “Daniel y Ana” (2009) y “A los ojos” (2013), que asume en esta ocasión el rol de productor de la cinta de Ripstein, quien de la misma forma produce la próxima película de Franco, también protagonizada por Tim Roth.
“600 millas” se trata entonces de un filme que propone una manera distinta de aproximarse al sobreexplotado género de la road movie, como lo hizo “Blue Ruin” (2013) de Jeremy Saulnier con las películas de venganza. La acción en “600 millas” es mínima: sólo hay cinco disparos, nunca aparece un gramo de droga o siquiera una mención al narcotráfico. No. La violencia ya está naturalizada en la trama, pero con sus contrastes. Arnulfo vive dentro de la vorágine pero también es ingenuo, propenso al llanto y Hank es enigmático y sesudo. El primero parece aprender y asumirse como heróe, pero sólo para condenarse, y el segundo sólo perpetúa su propia corrupción. Ripstein con un realismo devastador muestra al final el alcance de la enfermedad humana: la mentira y el error que cuesta la vida.
* Texto publicado en el marco del II Concurso de crítica. Primer lugar (28/03/2015)