Por Gabriel Ramírez*
“La fuga de cerebros empobrece a México. Yo me he quedado para siempre por el simple hecho de que soy fiel”. Emilio Fernández.
Mediados de 1923. Efervescencia por la sucesión presidencial, Calles candidato oficial y Adolfo de la Huerta del poderoso Partido Nacional Cooperatista, opositor del presidente Obregón. En plena campaña, a principios de diciembre del mismo año, Dela Huerta inició sorprendente y exitosa rebelión con miles de hombres sobre las armas en todo el país.
Obregón y Calles se pusieron al frente de las fuerzas gubernamentales para combatirlo. Se libraron batallas. Para marzo de 1924, el ex candidato y caudillo rebelde abandonó México rumbo a los Estados Unidos. De entre los miles de sus seguidores, un egresado del recién abierto Colegio Militar de Popotla, joven coahuilense de veinte años, originario del pueblito minero El Hondo. Su nombre, Emilio Fernández Romo.
La disposición a afrontar el extremismo y sus consecuencias fue desde entonces su rasgo distintivo. La mitomanía, su punto de apoyo más sólido. Es decir, sembrar pistas falsas sobre su origen y contar mentiras como verdades y viceversa. Así, sus primeros veintitantos años resultaron tan excitantes y variados, que quienes han escrudiñado o se han tomado la molestia por comprobar la exactitud de sus versiones han fracasado. El personaje, ajeno a todo género de inquietud moral, se las ingenió para impulsar y promover una leyenda estándar al margen de las consecuencias: allí estaba todo y nada de lo que no estaba allí tenía importancia.
De este tipo sumamente original, muchos exploraron en busca de significados ocultos, algún sentido, motivos confusos, alegorías. Vaya uno a saber las experiencias extrañas (y traumáticas) que sufrió en ciertos momentos de su infancia y que le llevaron a esconderse detrás de una intrincada línea defensiva. De todo eso surgió el perfil particular de alguien que se creó una posición y la creyó casta indestructible, incambiada e incambiable. Afrontó problemas prácticos entretejiendo los hilos del orden y la autoridad hasta convertirlo un apretado sistema de control absoluto: el Emilio Fernández del cine (en última instancia el único que existió), fue un individuo dominante, egocéntrico, vanidoso e implacable.
Entre su desconcertante mezcla de espíritu errante, hechos y prodigios, su llegada a Yucatán con las fuerzas de Alvarado cuando contaba escasos doce años (!), sus filiaciones sucesivas como obregonista, villista y delahuertista con cárcel de por medio: una condena de veinte años de la que apenas cumplió tres gracias a una fuga tan providencial como improbable con destino a Estados Unidos.
En este punto, de nuevo las sombras de una vida hecha de fantasías y mil oficios. ¿No presumió haber enseñado tango a Valentino y salvar de morir ahogada a la amante de “Baby Face” Nelson? ¿De conocer personalmente a Capone? “y a varios de sus secuaces… me tocó vivir un Chicago turbulento en el que abundaban tipazos de temer”. Aquí, un etcétera prudente y largo para resumirlo todo diciendo que el alto y atlético exiliado vivió en la pobreza ganándose malamente el pan, muchas veces como bailarín y en una academia de baile de lo peor.
Vendría su viaje a la costa oeste, a la California del sol y el cine. Era 1926. Merodeó por todos lados, se alquiló como caballista y apareció como stunt en un buen número de westerns ínfimos. De su estancia en el paraíso, una primera adoración: la estrella Dolores del Río. Sólo verla bastó para recibir “una flecha en el corazón. Yo era un simple extra y ella una luminaria. La primera vez que la oí referirse a mí fue cuando, señalándome, le dijo a su secretario: ‘Dile a e ese indio que me traiga mi abrigo’” Cumplió sumiso y en sus adentros se dijo: “A este indio lo vas a admirar”. Dolores, la Musa, terminaría constituyéndose en el vital deus ex machina del proceso de salvación del desarraigado Fernández, quien en 1933 aprovechó la amnistía a los delahuertistas para volver a México luego de siete años de ausencia.
Eran los primeros años del sonoro y el cine mexicano difería poco del propio país: analfabeta, desnutrido y casi desvalido. Las productoras nacían y morían con cada film. Se disponía de poco dinero y ese poco estaba pésimamente administrado. Aprendices y mediocres improvisadores inundaban los estudios intentando (y consiguiendo) un fracaso comercial tras otro. Cuando Fernández llegó a México y a su cine en 1934, lo hizo precedido del mote incómodo de “Indio Bonito” y como tal apareció como actor durante siete años en poco más de veinte películas y una presencia que acusaba rezagos de la apostura militar. Tenía rasgos muy acentuados, cejas espesas y diablescas, el mentón fuerte. Daba ya muestras de su carácter violento y un puritanismo peculiar de macho bien bragado. Exhibicionismo de mexicano recio. Desde luego, una incipiente megalomanía.
De todos aquellos primeros films, un “Janitzio” (1934, Carlos Navarro), heredero de la discursiva y heroica “¡Que viva México!” (1930/31), la bomba de tiempo de Eisenstein cuyas esquirlas de hieratismo preciosista, tono épico y suprahumano dejaron huella en tantísimos directores. Principalmente en Fernández, quien dirigió su primera en 1941, “La isla de la pasión”, panfleto de ortodoxia patriótica y de raza sobrepuesto al cine y que expresaba sus aspiraciones: un fiero y tradicional mexicanismo, la reverencia instantánea a un tema que devino único a lo largo de su carrera: México y la supervivencia de su tradición provinciana.
Casi todo su cine sería de mártires, injusticias y ofensas. La clase, la raza y la nacionalidad estrechando filas. El “décor” y ese rito se repetirá obsesivo en un tiempo mexicano eterno e inmóvil. Composición, motivos y significados representados por un equipo en torno suyo como si se tratara de un santuario. Tal conjunción de fuerzas resultó un fenómeno que abarcó siete años (1943/49) convirtiéndose en un factor poderoso que proyectó luces de renovación sobre el cine mexicano. El rasgo de él y su grupo (y una de las razones de sus indudables éxitos) fue la actitud intencional y sistemática de expresarse con una lengua local de fácil identificación: lo “mexicano” entre comillas quedó establecido por él y Dolores, por Armendáriz, María Félix, María Elena Marqués, Marga López y Columba Domínguez. Por Inclán, López Moctezuma, Cañedo, el guionista y adaptador Mauricio Magdaleno, el fotógrafo Figueroa. Con “Flor Silvestre” y “María Candelaria” (1943); “Las abandonadas” (44); “La perla” (45); “Enamorada” (46); “Río Escondido” y “Maclovia” (47); Salón México (48) y La Malquerida (49).
Fue su gran ciclo de costumbres y de profundo estatismo a la Eisenstein, cuando todo mundo tendió a confundir esencia de lo mexicano con el indigenismo como tema y la plástica solemne como forma. A pesar de su retórica grave y rebuscada, ese cuerpo cinematográfico logró destacar su universalidad, su uniformidad lingüística y cultural. Hizo que México trascendiera geográfica y racialmente. La identidad de propósitos recibió su recompensa: reconocimiento y beneficio de públicos más allá de las fronteras, un entusiasmo nunca equilibrado con la serenidad, avalancha de admiración incondicional. El crítico estalinista Georges Sadoul cayó en éxtasis con “María Candelaria”: “De pronto, el mundo ha sido iluminado por una película que nos viene de México”.
Alentado, acentuó el particularismo local de su cine, sus tomas dramáticas y espléndidas. Lo dotó de una corriente dominante y se autoidentificó con un paraíso campirano poblado por (muy bellos y estéticos) campesinos pobres aterrorizados por agentes de la anarquía y el horror social. Los caciques no sólo quemaban casas y cosechas sino destruían la armonía y las tradiciones rurales en conmemoraciones fílmicas que rondaban constantemente el melodrama peligroso. El Indio se adhirió firmemente en esa postura, se vanaglorió de ella y hubo un determinado momento durante los cuarenta que su obra reflejó fervores de un utópico cine mexicano. En el fondo, un distorsionado México de celuloide hecho de localismo, regionalismo, patriotismo y chovinismo grato a las esferas oficiales. ¿No aparecía ahí la revolución como agente que inducía al campesino a mejorar, incluso a perfeccionarse en un proceso constante hacia la luz?
¿Qué grieta podría existir en estructura semejante? ¿Quiénes los herejes que no creían en él? Al estreno de “Flor Silvestre”, por ejemplo, su cine casi fue visto como una fuerza revolucionaria por Rivera, Orozco, Siqueiros y Rodríguez Lozano, pintores que no solían perder su tiempo valioso viendo películas.
Sin embargo, la unidad se quebró un día. El equilibrio se diluyó por repetitivo y cansino. Los temas demasiado sublimes de la revolución como panacea a todos los males se volvió fórmula de compromiso. De la noche a la mañana, El Indio perdió su vigor. Intentó soluciones honrosas con “La perla” pero no bastó: el film fracasó económicamente y él quedó invalidado y desvalorizado. No se volvió propiamente un fantasma, pero casi. Sus películas posteriores fueron muestras incompatibles con El Indio de otros días. En su camino, ningún otro compromiso significativo y satisfactorio. Si acaso, uno que otro esfuerzo por mantenerse al día con sus abrumados y menos refinados dramas arrabaleros “Salón México” y “Víctimas del pecado” (1950). Astutos y manipuladores, ambientados en campos de batalla menos cómodos y consagrados, su terminología continuó con la misma vía de víctimas y villanos. Ahora prostitutas mártires con auras delicadas de santidad revolcándose en fangos morales, padrotes golpeadores y sádicos. En conjunto, folletones de fantasías repugnantes y bagaje imaginativo de un imposible burgués por pretender que una puta de los Bajos Fondos fuera estatua tan perfecta como la María Candelaria del Edén campirano.
En esos mundos de perdición con males que formaban una gana, sólo El Indio en plan de respetable ciudadano era capaz de la protección eficaz: al final de “Víctimas del pecado”. La convicta Ninón Sevilla, en prisión por asesinar a su explotador, lograba del director del penal un indulto presidencial (sic!). En imagen postrera, ella y su pequeño hijo se alejaban del recinto acompañados de una paternal voz en off: “Sigan juntos adelante hasta que la luz de la bondad los lleve lejos, a pesar de la maldad y la ambición”. ¿Sería posible que el film ocultara más de lo que revelaba? Imposible.
En los cincuenta, el sentimiento popular era ya otro. Diferentes los intereses económicos y sociales. Ahora, el nacionalismo apelaba aspectos inescrupulosos del peor comercialismo y los deslumbramientos imbéciles de una burguesía complaciente y conformista remacharon en definitiva su decadencia. Toda aquella estructura interna de su temática rural, nacional e indigenista fue barrida en poco tiempo. Había cumplido su ciclo, concluido su función que provocó un tiempo el frenesí, pero ya no más. La tendencia específica de repetirse se acentuó todavía en su fracasada etapa final como si arrastrara un peso muerto, hereditario y obligatorio.
La distancia se hizo inmensa. Se sintió inadaptado, quebrado y hostilizado. Expulsado y a punto de sufrir destino peor. No aceptó nunca su aislamiento, ser confinado a su agujero de Coyoacán. Infeliz y amargado, se volvió propenso a la autoparodia, la incongruencia y a una violenta iconoclastia marcada por sus estados de ánimo: “Pero que no venga un hijo de puta a mentarme la madre porque no lo tolero. El mexicano es muy macho y el hombre debe serlo… Macho… esta palabra es muy interesante para mí. El día que le quiten ese espíritu al mexicano, que es lo único que lo hace sobrevivir, será como castrarlo”. Vociferaba a placer contra el país, al que “ya se lo llevó la chingada”; contra “la bola de corruptos” sexenales; contra el cine igualmente “dado a la chingada”. Y no despotricaba así por estar desilusionado porque él nunca había sido un soñador iluso: “Hacía lo que creía saber y lo hice bien pero desde hace muchos años se han dedicado a destruirme… El cine para mí, como director, ya se acabó”.
El Indio, víctima lamentable, acabó en efecto literalmente destrozado. Sometido a permanente presión, con crisis cada vez más frecuentes. Los privilegios perdidos. En 1978, sus propias redes personales cayeron sobre él al intentar apropiarse en Torreón de una adolescente de dieciséis: “Te voy a raptar, pero me voy a casar contigo, porque yo siempre me caso”. Un joven de veintidós que también la pretendía se le enfrentó, discutieron y con la pistola desenfundada El Indio lo ultimó a sangre fría. Comentó cínico: “Haga de cuenta estar dentro de una película, nomás que la palabra ¡corte! no llegó”.
Fue encarcelado en plan de correctivo dócil y necesario pero de la prisión salió como muchos en México. A partir de ese momento, el abismo se profundizó. Acelerada su decadencia, se le veía rondando por los estudios con guiones infumables (e infilmables) bajo el brazo. Ebrio e irritable siempre, con su sempiterno disfraz de mexicanote y previsible paliacate rojo al cuello, todo él extraña mezcla de grosera superstición y sabiduría mundana. Era asediado por espíritus perversos que no dejaban de fastidiarlo y a los que solía gritar con su notorio mal carácter que dejaran de chingarlo, que lo dieran por indio muerto y que “vayan y chinguen a su madre”.
La larga historia de treinta años de infortunios terminó en agosto de 1986 en su casona de Coyoacán a consecuencia de un paro cardiaco. “Es el destino”, sentenció sabia su ex esposa Columba Domínguez, quien agregó haber tenido la esperanza de que El Indio fuera eterno. Tenía al morir ochenta y dos años y, en realidad, la necedad de Columba se cumplió porque El Indio es inmortal. La prensa mexicana, rindiendo cortesías y culto al lugar común, tributó reconocimiento poco usual: “Hasta la muerte fue bueno. Murió el genio del cine mexicano”.
* Gabriel Ramírez Aznar es un reconocido pintor, historiador de cine y escritor nacido en 1938 en Mérida, Yucatán. Ha sido acreedor a diversos premios nacionales e internacionales