Por Gabriel Ramírez

“Por vindicar la dicha arrebatada / la tumba abandoné, de hallar ansiosa / al amante perdido y la caliente / sangre del corazón, sorberle toda.  Luego buscaré otro / corazón juvenil, / y así todos mi sed han de extinguir”. Goethe. La novia de Corinto, 1797.

La imagen, apenas apareció proyectada en la pantalla, quedó inmortalizada, fija para siempre en la memoria. Era una figura de mirada penetrante que sostenía en la mano derecha una vela mientras descendía por la monumental escalera de piedra de su castillo musgoso y abovedado. Su ropaje impecable, sus modales elegantes y gestos mesurados delataban noble cuna. Amable anfitrión, se presentaba a su visitante víctima con tono melifluo, casi melodioso: “I am… Dracula…” 

Esa noche magnífica era la noche negra del miedo del Divino Conde, la de su voz de acento espeso y una como extraña gárgara en el fondo que sonaba a un puro estertor. (Como buen aristócrata, naturalmente, pasó por alto pedir disculpas ante el estado telarañoso, en verdad lamentable, de su castillo). A su convidado, el victoriano Jonathan Harker, lo conducía al salón de huéspedes donde ardía un enorme fuego. Abría una botella polvosa y mientras llenaba una copa, decía una obviedad: “Este vino es muy viejo”. “¿Y usted no bebe?” “Nunca bebo… vino…”, respondía. De nuevo, con esa entonación que se oía anormal y remota por venir de tierras extrañas, más allá de los Cárpatos e incluso del Más Allá.

Esa noche única de 1931, lo que se presenció en la pantalla cinematográfica trascendió la provincia del horror para incorporarse a la tierra del mito: entre todas las criaturas de la noche, ninguna más seductora y aterradora que ese príncipe de los muertos vivientes que salía de su tumba a la puesta del sol para alimentarse de sangre humana.

Ninguna criatura mitológica ha conseguido personificar tan específicamente los principios en apariencia opuestos de atracción y repulsión, placer y odio, sexo y muerte. Ningún vampiro ha sido más seductor y aterrador que el Drácula de todos conocido, el cadáver viviente que camina entre nosotros, especie de antiCristo: si Cristo era capaz de proporcionarse vida eterna a través de su cuerpo y de su sangre; Drácula prolongaba la suya bebiendo la sangre de otros. Ninguna casualidad que utilizar símbolos cristianas fuera una de las maneas más efectivas para repelerlo.

Así como Cristo ofrecía recompensa espiritual a sus discípulos, el conde hematófago concedía a los suyos una eternidad de sensualidad

Mucho más significativa resultaba la fascinación sexual. Así como Cristo ofrecía recompensa espiritual a sus discípulos, el conde hematófago concedía a los suyos una eternidad de sensualidad. De acuerdo con eso, sus nuevos seguidores no se volvían conversos espirituales sino conquistas sexuales a las que seducía con una muy completa imaginería de sadomasoquismo. En lo absoluto un subhumano bestial, el conde era un personaje de intelecto. Jamás mataba al azar y sus crímenes eran minuciosamente premeditados. Dominadas sus víctimas, hacía de ellas sus esclavas. En las fases finales, ya vampirazadas, se unían a él como sus iguales, en nosferatus. Esto es, en no-muertas„ toda la cofradía en un mundo vampírico nunca despoblado.

Toda esta temática sexual estaba implícita en la extensa y complicadísima novela gótica de Bram (Abraham) Stoker, sensación editorial al ver la luz en 1897. Curiosamente, el año mismo que los Lumière dieron a luz el cine y dos después que Freud publicara su primer estudio sobre el inconsciente. De no ser porque el impredecible Stoker agarró la pluma en acto milagroso, el conde nunca habría existido ya que ese oscuro irlandés no era propiamente escritor sino profesor retirado. En aquel momento, secretario y administrador de sir Henry Irving, el célebre actor, a quien se entregó incondicional en plan de “servidor fiel, leal y entusiasta” hasta la muerte del divo en 1905.  

Nacido en 1847, la salud de Stoker había sido siempre muy precaria. Enfermizo infantil, pasó siete años en triste enclaustramiento hasta que un tío le curó a base de sangrías. Libre de dolencias, ingresó al prestigioso Trinity College, se hizo amigo de Wilde y de una belleza prerafaelista, Florence Balcombe, con la que se casó años más tarde. Salió del Trinity en 1871 y vivió un tiempo de oscura y rutinaria mediocridad. Escribía ya historias fantásticas, labor fatigosa y de recompensa incierta a la vez que leía sobre mitos, asuntos de magia y cábala, ocultismo y esoterismo. Victoriano irreprochable y reservado, cuidaba de su salud pero no de suprimir el placer y excitación que le provocaba la ruidosa vulgaridad de los prostíbulos a los que era asiduo.

El húngaro trotamundos Hermann Vámbery le dio a conocer le existencia de Vlad Tepes (1431-1476) y dé él escuchó añejas tradiciones orientales sobre seductoras devoradoras de hombres, las vampiras de los cuadros que Munch y Burne Jones pintaron en 1894 y 1897. Imagen fiel de lo que el cine no tardaría en reflejar: un hombre profundamente dormido, una mujer inclinada sobre él con la boca entreabierta, pronto el inicio de placer anticipado. En el cortinaje del fondo, la siniestra sombra de la mujer proyectada por la luz que iluminaba la escena.

Las asociaciones y fuentes podrían multiplicarse. Así, una ópera de 1800 (“I vampiri”, Silvestro Palma); el folletín por entregas “Varney the Vampir”e (1847, Thomas Preskett Prest); Byron con su poema y la novelita “The Vampire” de su médico y sirviente para todo, John William Polidori. El prolífico Dumas, Sheridan LeFanu, HG Wells, Dion Boucicault y otros más hasta llegar a Emily Gerard y “La  tierra más allá del bosque”, donde muy posiblemente Stoker se basó para su novela comenzada en 1890, siete años antes de ser publicada.

Originalmente llamado conde Wampir, el Drácula definitivo lo articuló con elementos diversos. Todos ellos arcaicos, sombríos y siniestros. La dinastía Draculesti de príncipes transilvanos resultó pieza esencial. La sonoridad y significado de “dracul” (demonio en lenguaje de Valaquia) y las sangrientas hazañas del atroz guerrero Vlad Dracul III, empalador de turcos, sirvieron para los toques finales al personaje de esa obra maestra del horror gótico. Su primera lectora fue la dulce Charlotte, adorada hermana del autor: “El hecho de escribir “Drácula”, le dijo, es ofrecer una obra capaz de romper la falsa tranquilidad de nuestros hogares mentales”. Para Stoker, el vampiro era, sin más, el oculto e insaciable deseo interior de cosas inexplicables. 

La reprimida, impenetrable y discreta cultura burguesa decimonónica recibió el libro con inquietud. Sus páginas estremecieron más de lo tolerable la moral al uso por el margen insospechado descubierto, despertar y explorar ansiedades y conflictos inconscientes. Para Wilde era “una de las mejores novelas escritas” y para Conan Doyle “la mejor historia demoníaca que he leído en muchísimos años”. Todo indicaba que Drácula no sólo iba a permanecer sino que se difundiría.

Después de la novela, el propio Stoker la adaptó al teatro, versión que fracasó estruendosamente. Escribió tres relatos más de terror fantástico y en abril de 1912 murió arruinado y sifilítico. Posteriormente, la viuda vendió todo su archivo por una cantidad ridícula, lo que no le impidió vetar en 1923 la exhibición de “Nosferatu” (1921) por no haber comprado Murnau los derechos de la novela. Aún más: logró una sentencia por la cual todas las copias y negativos del film debían de ser destruidas. “Nosferatu” se desvaneció y fue a partir de 1928, cuando Universal compró los derechos para un nuevo film, que aparecieron aquí y allá copias en mal estado de la obra maestra. En el camino, muy en el trasfondo, una sueca (“Vampyre”n, 1912, Mauritz Stiller) y otra húngara (“Drakula”, 1920, Karóly Lajthay).

Mencionar Universal es hablar de películas de monstruos y del mejor ciclo del horror hollywoodense, el que se inició con un Drácula que no venía de la literatura sino de la muy simplificada versión escénica de Hamilton Deane. Pese a sus reiterados tropiezos de público y taquilla continuó representándose hasta 1941. Al cruzar el Atlántico se le hicieron algunos ajustes antes de mostrarla en Broadway. Después, en toque teatral maestro, se encomendó la personificación del Mal a un actor húngaro casi desconocido. Se hacía llamar Béla Lugosi, tenía antecedentes sólidos en el Teatro Nacional Húngaro de Budapest y cierta presencia en films de su país y Alemania.

Nacido en octubre de 1882 y de nombre verdadero Béla Blaskó, a veces firmó Arisztid Olt pero finalmente, el día mismo que pisó Estados Unidos, adoptó el nombre de su natal Lúgos. De esa manera, al transformarse, estableció para siempre vínculo indisoluble, íntimo y afectivo con Hungría. Al expatriado no le gustó el país: “Como poco y sin alegría”, escribió como si le faltara no sólo apetito sino la tierra debajo de los pies. A Los Angeles llegó en 1923 agregándose a la lista infinita de desocupados hasta en 1927 llegar su momento mágico no frente a las cámaras sino en un escenario. Precisamente para encarnar al descarnado conde. Modificó la imagen de Stoker, se acicaló de pies a cabeza. Ahora, su vestimenta vanidosa y mundana hacía que el tenebroso Béla más pareciera un jefe de meseros rumano de gravedad exquisita que el temible Rey de los Vampiros. Pero fue así (para bien o para mal) que el teatro, el cine y el mundo iban a conocerlo.
En 1930, al decidir Universal invertir 400 mil dólares en una película basada en la pieza, no pensó en Béla sino en Conrad Veidt y Paul Muni. Sin embargo, convencido que el papel le pertenecía por derecho propio y destino natural, Béla decidió sin decirle a nadie, convencer a la viuda Stoker de vender en 40 mil los derechos. La productora agradeció admirada el  descuento y le confió a Béla el Drácula inmortal. Sin pensarlo dos veces, trasladó al cine toda su parafernalia vampírica, el disfraz elegante y clásico, rígido y refinado,.el cabello y calzado brillantes.

La dirección del film recayó en Tod Browning, quien quería a Lon Chaney y muy seguramente así hubiera sido de no morir éste en 1930. “Drácula” sería la única película de horror de Browning en Universal y la convirtió en la más taquillera del ano a pesar de arrastrar penosamente su afectado origen teatral. Técnicamente elemental, pobre y casi risible, el film logró sostener su fascinación gracias al aspecto, la mirada, la dicción suave y rara de Lugosi. A sus ojos hipnóticos. la sonrisa malévola, el aspecto general de una identidad de lo horripilante más allá de lo natural.

Lugosi insistiría en disfrazarse exótica y elegantemente mientras sostenía una patética, carrera de basuras fílmicas, deplorables, autoparodias en las que un Príncipe de las Tinieblas muy venido a menos se agarraba a pastelazos con comicastros de segunda. En 1955, septuagenario, pidió ayuda a las autoridades de Los Angeles. Confesó su adicción a los narcóticos, haber tragado drogas durante veinte años y no tener un dólar de los 500 mil ganados en sus películas de horror. Años después, creyéndose aliviado para siempre, fue dado de alta: el 16 de agosto de 1956, poseído patológicamente por la identidad del vampiro, murió a los setenta y cuatro años.

“Tendrán que explicarme por qué por el simple hecho de creerme el conde Drácula me consideran loco”, observó serio mientras veía por última vez la teve en su cuarto de una clínica de Los Angeles. “Todo lo que se ve en esa caja es mucho más absurdo y más desquiciado de lo que pueda estarlo yo”. Desconectado ya de los patrones mortales, como si fuera inhumano, de otro mundo, lanzó sus últimas palabras: “Yo soy el conde Drácula, el Rey de los Vampiros, soy inmortal”. De acuerdo con sus instrucciones finales, fue sepultado con su capa de Drácula en el Hollywood Cross Cementery.