Por Sergio Huidobro
Morelia, Michoacán.- La paradoja es notable: dos cineastas que no se parecen a nada, que le hablan de tú al futuro, que lamentan la incomprensión de sus contemporáneos -al tiempo que se pavonean de la misma- y que despliegan una imagen iconoclasta de sí mismo, pasean con ochenta años de distancia por las calles pedregosas y adustas de dos ciudades virreinales mexicanas. Algo emparenta a Sergei Eisenstein con Peter Greenaway, más allá de que éste decida filmar a su modo una biografía desternillada sobre un breve episodio en la vida de aquel, y que las tres cosas, el episodio, la película resultante del episodio y la película que recrea el rodaje de la película y del episodio, tienen por escenario al México pos-revolucionario.
A los 33 años, Sergei Eisenstein visita el país por recomendación de una pandilla de izquierdas del viejo Hollywood entre los que se encuentra Charlie Chaplin. El novelista Upton Sinclar, voz pública del socialismo intelectual de los EEUU de ese momento, le ofrece financiamiento y facilidades para el rodaje de su cuarta película, que tentativamente exploraría la Revolución Mexicana. El resultado son diez días en Guanajuato en los que Eisenstein filmó unos 50 kilómetros de cinta de lo que hoy conocemos como “¡Que viva México!”, pero que nunca llegó a montar y que estuvo a medio paso de terminar con su carrera, su vida y su reputación. En el camino, se enamoró de un joven académico mexicano, perdió la virginidad y estuvo a punto de convertirse en blanco del mismísimo Iosif Stalin.
El 13er Festival Internacional de Cine de Morelia (FICM) hospedó al propio Greenaway como gancho para el estreno nacional de “Eisenstein en Guanajuato”, cuya distribución en salas acaba de ser fichada por Piano Films. El polémico director de “Los Falls” desarrolló el proyecto como un homenaje amoroso y desmitificador hacia el único cineasta que Greenaway admira tanto como a sí mismo. Un sector de la sociedad rusa, tan poco afecta a la diversidad sexual, parece encontrar problemas con las libertades que el británico se toma en la cinta al detallar la acomplejada pero hirviente homosexualidad del cineasta eslavo, un tema que solo ha sido puesto en la mesa como posibilidad por varios historiadores, pero que está en el núcleo mismo de la cinta.
“Eisenstein en Guanajuato” quizá sea la cinta más amable con el público promedio que Greenaway haya rodado en un buen tiempo. Aún así, su intrincada erudición, el chirriante historicismo didáctico que derrama y el bacanal de juegos formales, fotográficos y de montaje que presenta alejarán a todo aquel que no esté meticulosamente interesado en el formalismo de alto vuelo. Aunque la irreverencia paródica está siempre a la vuelta de la esquina, Greenaway parece interesado en corregirle la plana a la propia teoría del montaje de su biografiado. Los resultados no siempre dan en el blanco, y en más de un momento estorban y deforman las zonas más logradas de la cinta, como la majestuosa iluminación de Guanajuato o la camaleónica interpretación protagonista del finlandés Elmer Back.
No deja de ser risible el que Greenaway, vocero favorito de la muerte del cine y el ascenso de las nuevas artes, se muestre más competente aquí, al dialogar con su propia disciplina, que cuando emprende cansinas excursiones a terrenos vecinos, como la pintura (“La ronda de noche”, 2007), las artes gráficas (“Goltzius and the Pelican company”, 2012) o las escénicas (“A life in Suitcases”, 2005). “Eisenstein en Guanajuato” merece verse por su condición sui géneris de diálogo, desmadre, homenaje, ejercicio formal y carta de amor, todo servido en el mismo plato.