Lulu no es Lou es Louise

“¿Crees en el pelo corto?
Lo considero inmoral…”
(Berenice se corta el pelo)
F. Scott Fitzgerald.

Por Gabriel Ramírez*
(Texto e ilustración)

A principios del XX se pretendió ofrecer un modelo de tiranía femenina en la persona de Lou Andreas—Salomé, discípula de Freud en 1912 y con fama de mujer fatal. Irresistible física y espiritualmente para quienes la rodeaban (los filósofos Nietzsche y Rée, el poeta Rilke y; claro, su marido Andreas), sería el autor Frank Wedekind (1864—1918)  quien iba a tomar ciertos rasgos suyos para ridiculizarla como la ramera bisexual Lulu de su tragedia “Die Büchse der Pandora”. (La caja de Pandora, 1904).

Adversario jurado y feroz de la burguesía, era un perseguido de toda su vida por la policía, la justicia y la censura. Desde 1891, “Frühlings Erwachen” (Despertar de primavera), manifestó su odio a la hipocresía, su necesidad de libertad, su rechazo a todo prejuicio y la glorificación de la vida sexual. La pieza desencadenó tal escándalo en Alemania, que tuvo que ir a refugiarse a París.

“Lulu”, su obra maestra, fue el resultado de la combinación de dos piezas y es del todo imposible saber en qué momento delineó a esa criatura demoníaca. A esa Lulu fuerza de la naturaleza enfrentada a lo establecido. Wedekind padeció en 1894 un desastroso intento erótico parisino con Lou Andreas—Salomé que varios de sus biógrafos han relatado. HF Peters; por ejemplo, observó que muy probablemente Wedekind “se vengó sutilmente poniéndole Lulu al personaje central de “Der Érdgeist” (“El espíritu de la tierra”); caricatura no muy afortunada ya que a diferencia de Lou, Lulu es una diablesa sexual, fría, insaciable y destructora”. (“Mi hermana, mi esposa”, 1980).

Lou Andreas—Salomé

Las analogías eran tal vez superficiales, pero resultaba casi obvia la correspondencia entre una y otra. Ciertamente Lou Salome, a pesar de su inteligencia y sensibilidad, estaba lejos de poseer ese poder sensual de provocación, la fuerza elemental del sexo y la inocencia perversa que caracterizaba al personaje de “Der Erdgeist” y su escandalosa secuela de 1902, “La caja de Pandora”: dos sordideces que flagelaron tanto al puritanismo burgués que Thomas Mann casi declaró persona non grata a Wedekind: “Se trata del menos popular de los grandes dramaturgos” del siglo XX.

La historia de Lulu previa a la del clásico cinematográfico de Pabst se había filmado ya en cuatro ocasiones, pero el extraordinario donjuan femenino no iba a ser para la historia ninguna estrella europea (Érna Morena, Claire Lotto, Asta Nielsen). Lo sería, sorprendentemente, una antiestrella norteamericana, infinitamente más bella que ninguna y con rostro y gestos que delataban sin ambigüedades erotismo absoluto: Louise Brooks.

Pero, claro, Louise no era Lou ni mucho menos y se llamaba Mary Louise, nacida en noviembre de 1906 en un lugar de lo más arcádico posible: una comunidad perdida del sureste de Kansas de 7 mil habitantes; Cherryvale. Allí, la vida transcurría dulce y candorosa, doméstica y tan parca que rebasaba cualquier fea realidad. Fue por medio de la fantasía que Louise se integró al mundo idílico de su madre, pianista autodidacta que solía tocar a los raros Debussy y Ravel mientras su hija escuchaba soñando en ser bailarina y no música. No una común y corriente, sino alguien especialmente iluminada.

Adolescente, era ya una promesa de la danza, una exigente que avanzaba cada vez más aprisa y por encima de sus maestras provincianas a las que criticaba de manera desagradable. Era así entonces v siempre lo sería: una rebelde con la mala costumbre de decir inesperadamente verdades incómodas, siempre un trato sin prejuicios con los demás, como si percibiera el sentido y misión de su vida.

Los Brooks, padres nada autoritarios; accedieron a sus caprichos y Louise se fue a Nueva York a estudiar con la revolucionaria compañía de danza Denishawn de le que formaba parte Martha Graham. En aquel momento, 1922, dijo adiós para siempre a su provincia polvorienta y dio fin a lo que ella pensó eran unas privaciones demasiado prolongadas. Su permanencia neoyorquina significó el descubrimiento deslumbrante de Broadway, el asombro de las “Zíegfield Follies” y su atención concentrada en una corista en particular, la única seria entre todas: “Decidí entonces que nunca sonreiría en un escenario a menos que lo deseara y lo sintiera”.

Louise Brooks

Incapaz de adaptarse a los chismes y bromas, “permanecía prácticamente siempre en el más absoluto silencio”. (Travis Banton, años más tarde, comentó que cuando la vio en 1925 decidió catalogarla de “guapa pero tonta“, a  lo que Louise agregó con humor sumamente racional que fue esa categoría en la que permaneció hasta el final de su carrera). El lado oscuro de la luna fue que la danza demandaba exigencias opuestas a su naturaleza y a las peculiares circunstancias de la década, los veinte norteamericanos, tan groseramente materialistas, febriles y filisteos como insustanciales y efímeros. Los modélicos Scott Fitzgerald y Edmund Wilson contemplaron con ojos bíblicos el grotesco festín de Baltasar entes de la catástrofe: “Estados Unidos estaba viviendo la principal y más vulgar parranda de la historia”, dijo uno. “Los fuegos artificiales de los veinte tuvieron el carácter de una fiesta de borrachos”, observó el otro.

Louise, a medida que perdía su odiado acento del Medio Oeste, vivió muy de cerca esa fugacidad, la compulsión de la prosperidad vulgar. Conoció a gente de teatro, a “solterones de oro de treinta y tantos años” en cacería sexual diaria, a profesionales expertos y tipos duros como piratas. Perdió poco a poco las innumerables pequeñeces provincianas, pulió sus modales y su pasado se volvió invisible. Después de mucho deambular, “por fin mi querido Nueva York podía admirar a una Louise Brooks que no era de Kansas, ni de Broadway, ni de Hollywood, ni de Park Avenue sino única y personal. A finales de 1924 empecé a trabajar de corista y al año siguiente como bailarina especializada en el ‘Ziesfield Follies’”. El cine estaba al acecho porque en 1925, animada por el productor Walter Wanger, apareció como figurante sin crédito en “The Street of Forgotten Men” (“La calle del olvido”, Herbert Brenon), rodado en los estudios Astoria de Long Island, Wanger, su amante en turno, le había hecho firmar contrato por cinco años con Paramount pero Louise, siempre renuente, no estaba dispuesta a dejarse encandilar por una carrera cinematográfica.

Dos o tres films bastaron para que adquiriera todos los rasgos distintivos de la ‘flapper’ inmortal; el mascarón de proa vagamente masculino de la época, identificado por sus cabellos cortos y ahuecados sobre la nuca, la boquita profana, la ausencia de pecho y caderas; los brazos y rodillas desnudos, el cigarrillo en una mano, el vaso de licor en la otra.

La pura, modosa y educada “Gibson Girl” de principios de siglo, llena de vaporosas curvas, había dejado su espacio a la ‘flapper’ que popularizó primero el caricaturista John Held y que fue para Fitzgerald su heroína más frecuente antes de que el cine se la apropiara para fabricarla en serie como símbolo de belleza y liberación de la mujer moderna.

Louise Brooks tal vez fue el mejor modelo  pero no el único, porque mujeres locamente exuberantes y animadoras del desenfreno existieron docenas y que ganaban muchísimo más que ella. Sólo para mencionar a dos: Colleen Moore y Clara Bow, quienes percibían salarios semanales de 12,500 y 7,500 respectivamente mientras Louise sólo 250. Con ligeras variantes, todas las películas que después protagonizó se amoldaran a crear un personaje con peinado a la “garçonne” y maquillaje invariable.  Código de comportamiento y abanico de deseos y necesidades similares, controladas audacias, situaciones novelescas que respondían a la sensibilidad del momento. Productos que eran un puro sueño norteamericano donde lo licencioso y pesimista no tenía lugar.

Tuvo que hacer catorce películas antes de decidir que Hollywood no era mundo para ella. Varios factores, entre ellos el hartazgo y la curiosidad intelectual, la decidieron a embarcarse en el SS Majestic rumbo a Europa. Se despidió de la “chusma vulgar” de Paramount sin histerias o desaires mayores y menores, únicamente resentida porque no quisieron aumentarle su sueldo, ahora de 750 dólares. En plena transición al sonoro, los contratos se volvieron letra muerta y ella se negó a aceptar los términos leoninos que quisieron imponerle. Abandonó tranquila los estudios y en el camino el productor BP Schulberg le mencionó de pasada una oferta alemana de un tal Pabst que le ofrecía mil dólares a la semana por una película. Sin pensarlo dos veces aceptó y “Schulberg quedó asombrado de mi comportamiento y mi rápida decisión”. Nadie entonces había oído hablar en aquel lugar de Pabst y mucho menos de la pieza de Wedekind adaptada para la película que la haría famosa.

De hecho, ella misma no supo por qué había sido la elegida (y no Marlene Dietrich o Brigitte Helm, las primeras candidatas), para encarnar a “esa auténtica Lulu dotada de una simpleza infantil del vicio… Solamente me conocía gracias a un pequeño papel que había interpretado en ‘A Girl in Every Port’”. (“Una novia en cada puerto”,  1928; Howard Hawks). Marlene sería un año más tarde la Lola Lola de “El Angel Azul”, evidentemente inspirada en la Lulu de Brooks, el rol que Marlene soñaba y perdió por ser, según Pabst, “demasiado mayor y llamativa: el más mínimo matiz sexy hubiera convertido la película en un espectáculo de variedades”.

Así, fue Louise la protagonista de esa obra maestra de tensión erótica y crueldad social, “La caja de Pandora”, que Sigfried Kracauer definió como un film acerca de “una mujer arrastrada por una insaciable lujuria sexual que destruye las vidas que la rodean y la suya propia”. (“De Caligari a Hitler”, 1961). Para Roberto Paolella, Brooks anticipaba a la Marlene de “El Ángel” e ilustraba el mito baudelairiano de la mujer como “muerte del alma”. Era la suya una “presencia demasiado atrevida y excitante con la complicación de amores lesbianos, constantemente amenazados por la policía y la censura”. (Historia del cine mudo, 1967). Por su parte, Louise comentó que “Pabst tuvo la osadía -alcanzando cotos de inmoralidad sin precedentes- de presentar a su Lulu tan dulcemente inocente como las flores que adornaban sus vestidos. Wedekind había comentado que Lulu no era un personaje real sino la personificación de la sexualidad primitiva que inspira el mal sin darse cuenta: su papel es puramente pasivo”. En la película, Lulu terminaba sus días una Nochebuena asesinada en Londres por Jack el Destripador.

Arquetipo erótico como pocos, la imagen de Louise Brooks quedó para siempre fija en esa película y en la otro que hizo para Pabst, la levemente pornográfica “Tres páginas de un diario” (“Das Tagebuch Einer Verlorenen”, 1929), en la que Lulu se transformaba en Thymian, de nuevo una muier—niña, torne e inocentemente provocativa, un ser “inocuo convertido en pupila de prostíbulo” (Paolella); en este caso, de tanto que insistió Pabst en la podredumbre moral de la clase media, “el burdel (parecía)‘ casi un lugar saludable” (Kracauer).

Después de eso, su belleza dejó de seducir hombres al pecado, de causar la muerte de héroes varoniles. Sus hábitos mortíferos se fueron apagando lentamente con una última película europea (“Prix de beauté” | “Premio de belleza”, 1930, Augusto Genina) y otros siete innombrables bodrios que más o menos protagonizó a su regreso a Hollywood. Dos años más tarde, en 1940, desapareció en medio de una indiferencia glacial. Fue esporádicamente desenterrada, redescubierta, exhibida y revalorizada en homenajes de culto a la mujer poderosa y magnífica, al mito que ocupó con una sola película y por brevísimo tiempo el centro del escenario: Louise, “la perfecta aparición, la mujer—sueño, el ser sin el que el cine sería una pobre cosa… ¿Pueden concebirse la fealdad, la religión, la abstinencia, si se ha lanzado una mirada tan sólo sobre ese cuerpo-lira, sobre esos ojos volcanes?”, cantó entusiasmado Ada Kyrou, uno de su: adoradores de tiempo completo. Lotte Eisner, más sosegado, que asistió al rodaje de sus películas alemanas, escribió: “Está presente con una insistencia abrumadora; su imagen permanece enigmáticamente imposible a lo largo de estas dos películas. (¿Se trata realmente de una gran actriz o no es más que una criatura encantadora cuya belleza atrapa al espectador y le lleva a atribuirle complejidades que ella desconoce?)”.

El 8 de agosto de 1985, a sus setenta y ocho, murió en su casa de Rochester. Aislada, malhumorada y gruñona, tenía seis años de vivir absolutamente oculta a todos, excepción hecha del lechero y la señora de la limpieza, los únicos que vieron cómo la enfermedad la devastaba.
(“Se oyen los mismos bramidos que cuando les echan carne a las fieras en sus jaulas”, había escrito Wedekind cuando narraba la entrada de Lulu a escena).

*Gabriel Ramírez es un reconocido historiador y pintor.