Por J. J. Flores Hernández

UNO

De Julián Hernández poco o mucho se sabe acerca de sus motivaciones al momento de decidirse por el cine como medio de expresión. Y, pese a que no importan los porqués, siempre está la tentación de barajar hipótesis como si fueran realidades. Es fácil rastrear sus intenciones musicales como primera aspiración: la ópera es para Julián Hernández (y como para muchas personas afines) la forma en la que solamente se puede hablar en el paraíso. Ante una primera frustración artística, no por falta de constancia sino por falta de talento, la danza surgía como suplencia; si bien no podía cantar sí podría musicalizar con el cuerpo, pero no, ni en la primera (el canto) ni en la segunda (la danza) encontró su propia voz, su certera mirada. Muy probablemente no hubo otro camino para el por entonces joven Julián Hernández: sería el cine el recinto de sus pasiones, la brújula para orientar su deseo. En el cine podría orquestar y hacer convivir sus primeros dos anhelos; de ahí la naturaleza ineludible de sus pulidos planos secuencia y la exposición de los cuerpos. Hay síntomas que sostienen una forma de pensamiento y que, puestos en el lugar indicado, sirven para crear. Como Orson Welles (sin equipararles, no se confunda) Julián Hernández es sobre todo un director musical: edita como si escribiese una partitura. Algo semejante le dijo Welles a Bazin. Hernández trabaja con mucha enjundia desde hace poco más de veinte años en ese raro oficio de crear atmosferas, ambientar emociones, provocar escándalos (para cierto sector de la crítica y el público); su mayor virtud es esta última que, ojalá, siempre le dure.

DOS

Si la crítica cinematográfica (en general, con excepciones) ha excluido al cortometraje no lo ha hecho del todo consciente y es preciso recordarlo. El cortometraje no es un género menor, pero a veces de tanto olvido y silencio parece que sí, que se lo hace a un lado por pura malicia y menosprecio. Lo mismo sucede a ratos con el cómic, la novela gráfica, la animación. Pero no. El cortometraje queda las más de las veces recluido a un compendio, a ser preludio de algún largometraje (el “telonero”) o a un listado porque su duración funge como impedimento. Ahí está el detalle: a veces leer sobre un cortometraje nos podría tomar más tiempo que el cortometraje mismo y eso es ya un abuso, un desacato. Sin ser precisamente una homología cuento-novela y corto-largometraje, el cortometraje atañe a la contundencia porque su tiempo lo enmarca, lo cierne, pero no lo limita. Ha aquí la equivocidad: Julián Hernández ha explorado, quizás mejor que nadie seguro más que cualquiera pero no tanto como Kenneth Anger, que el cortometraje no tiene límites.

TRES

Construido a través del Reto DOCS DF el cortometraje documental “Muchacho en la barra se masturba con rabia y osadía” (2015) fue realizado en cien horas (era el reto) en 2013, su primera versión. Tenía en ese origen una duración de diez minutos; ignoro sí “aquel muchacho” circula o circuló en algún otro momento, sea festival o cualquier otra plataforma. Sin embargo, Julián Hernández suele atesorar momentos, dejarse ir demás por lo que siempre obtiene material extra. De ahí surge esta versión de veinte minutos, la definitiva (¿?): del empeño, de la enjundia.

“Muchacho en la barra…” (2015) alberga-cuenta la historia de Cristhian Rodríguez un ya-no-más-joven emigrado de Sinaloa, de El Roble (aquel lugar que deberíamos recordar por haber sido cuna de la escritura de “el sinaloense”), a la “egregia e inconmensurable Ciudad de México”, quien muy pronto se dio cuenta de sus dos grandes pasiones: el baile y los hombres. Su ambición: ser un bailarían al tiempo que salir de un pueblo que le aprisiona y le señala y le juzga. El director cuenta que a Cristhian lo conoció hace algunos años pero que de aquel encuentro nada logró concretarse. Sus respectivos caracteres (el de Julián y Cristhian) los alejaban. Después vino Bramadero (2007) ese cortometraje con sexo explícito y sin diálogos, aunque sí mucha oralidad. Y finalmente la barra y la rabia. Genuina persistencia, mucha osadía. El teléfono del cuarto junto a la cama suena. La escena es oscura, apenas y hay un poco de luz. Es una escena sin tiempo, no se sabe qué hora es. Al teléfono, alguien en busca de placer. Cristhian es Jonathan. Jonathan se describe, da precios, explica sus medidas. Acepta todo siempre y cuando se le pueda pagar. La escena resume una historia: un bailarían que sin renunciar a su placer debe hacerse pagar por sus servicios con el cuerpo. Entre una y otra profesión no hay mucha diferencia, ¿o sí?

Sin haber trabajado con el habitual cinefotógrafo, Alejandro Cantú, las imágenes de Jerónimo Rodríguez García (Jero Rod-García) gozan del poder habitual en Hernández. Están el grano del celuloide y también el blanco y negro. Están la puesta en escena en una sala o un vestidor y la entrevista en el rincón. Tampoco sé con certeza a quién atribuir la frase “el documental tiene estructura de ficción”, pero la escuché en Roberto Fiesco y la demostró magistralmente en su ópera prima documental “Quebranto” (2013). En Mil Nubes Cine todo es una referencia. Hernández y Fiesco son inseparables y eso les hace bien, nos nutre. “Jonathan & Akram never as deep” es una escena que catapulta lo que de realidad tiene la ficción. Más aún, lo que la realidad hurta de la ficción. El cine dentro del cine. La escena que pudiera ser un guiño a “La mala educación” (2004) de Almodóvar (aquella en donde en la sala, al personaje de Gael, le filman con una super 8) pero que tiene que ver con “La otra virginidad” (1975) de Juan Manuel Torres, el momento en que en el cine el personaje de Valentín Trujillo ve la escena. Una decadente habitación. Jonathan en silla de ruedas recibe un pago por sus servicios. Akram le carga, le posa en la cama, le filma mientras aprovecha los beneficios de su elección y dinero. La referencia entrando en la vida, la referencia como una forma de vivir. Cristhian en un tiempo lo ambicionaba todo y después aceptó sus posibilidades. Decadencia y resignación. Alegría del fracaso. Todo eso cuenta magistralmente el cortometraje.

Último

Si a una crítica como Fernanda Solórzano le incomodan los personajes que dando sus pasos pretenden expresar una insoportable carga o un tremendo dolor no lo es tanto por el tedio sino por lo inverosímil. En el cine de Hernández, más frecuente en sus largometrajes, estas secuencias abundan. En Solórzano se entiende y, sin embargo, a veces el cuerpo sólo se deja hablar, quiere ser leído. El dolor sí tiene un peso. Más claro: si el cuerpo puede ser leído como un recinto de goces es porque este es visto y a través de su reflejo potencia encuentros, identificaciones. Cristhian, el muchacho de la barra que se encuentra con Onán, declara que para permanecer en este franco oficio (por antiguo) de la prostitución hay necesidad o placer, pero para él, ambas. Hacia el final del cortometraje Cristhian corre por el Zócalo del otrora DF. Y de repente la imagen se congela, queda fijo en un instante. La vida deviene una instantánea y los créditos (sólo) llegan después. La nominación al premio Ariel 2016 como mejor cortometraje documental marca también el regreso a la competencia (lo mismo que a la ceremonia) de Julián Hernández. Él y su “Muchacho” no la tienen fácil, pero pregúntenle a su director, cuándo sí.

Una postdata: ¿A quién irán dedicadas cada una de las apostillas que Julián Hernández va dejando en cada uno de sus trabajos? Tal vez no lo sabremos nunca.

@JJFloresHdz
Centro Universitario, Querétaro, Qro.
Tres y cuatro de mayo de dos mil dieciséis