Por Eduardo Serralde
El cine mexicano nunca ha sentido desdén por la prostitución, y la prueba está en que la primera película sonora de nuestro país adaptó la historia de “Santa”, la prostituta de Federico Gamboa interpretada por la centenaria Lupita Tovar. De ahí, otros más hasta el cansancio: Arcady Boytler con su mujer del puerto, Arturo Ripstein con su Japonesita, Jorge Fons con su Almita, y más recientemente David Pablos con sus elegidas.
La realidad es que el tema de la prostitución, desde cualquier ángulo, jamás será insuficiente para nuestro cine porque, precisamente, existen temerarias vertientes desde donde se le puede abordar, y el tijuanense David Pablos lo logra muy bien desde su visión fronteriza y la acomoda en lo que la burocracia y la nota roja llamarían “trata de blancas”.
“Las elegidas”, segundo largometraje de Pablos, arranca con Sofía (Nancy Talamantes) y Ulises (Óscar Torres), quienes con la torpeza adolescente inauguran su amor y cometen el rito pasional. Después, él la presenta a su familia como su novia, y ahí, otro rito bien ensayado: el padre que siempre cumple 54 años, el hermano mayor que llega con la esposa y un niño, la madre que guarda silencio. Y luego la sorpresa: entre todos engatusan a Sofía y la obligan a trabajar para el negocio familiar: una red de prostitución en Tijuana de la que todos —hasta la policía— son testigos omnipresentes y enmudecidos. Pero Ulises ha cometido el pecado adolescente: se enamora de Sofía y haría lo imposible (tal como ensaya en su juramento) por ella.
A partir de aquí Pablos habría podido convertir su relato en un excelente thriller hitchcockiano si hubiésemos visto repetidos y fallidos intentos de escape de la casa de citas, o un plan macabro para acabar con el sistema que las oprime, o si hubieran las elegidas elegido la salida letal y fácil. Pero no: el director es soberbio y desenmaraña a Sofía en su entorno de prostitutas que, a diferencia de muchas del cine mexicano, no disfrutan su trabajo. Mujeres y niñas engañadas están atrapadas dentro y fuera de la casa, no pueden pensar ni mucho menos hablar. Se les obliga a ganar seis mil pesos diarios y si menstrúan están obligadas a aguantarse con tampones de alcohol. Algunas ya acostumbradas, pero que también tras la sonrisa ocultan el sufrimiento por la separación de su origen y la añoranza de la familia.
Ya viéndolo así, pareciera que no hay de otra para las prostitutas en el cine mexicano: su destino es sufrir aun con maquillaje. Piénsese en el cuasirealista documental “Whores’ Glory” (Michael Glawogger, 2011), el cual decide asomarse también a la prostitución en la frontera mexicana y nos cuenta una historia que ya luce distante de Bangladesh y Tailandia (las otras dos locaciones del documental), porque sus prostitutas también sufren en silencio, en el dormitorio que no ocupan para trabajar.
En “Las elegidas”, el único explícito ocurre cuando una de ellas enseña a Sofía, ahora Andrea, a poner un condón masculino y a utilizarlo sabiamente con un cliente. Andrea los observa desde la puerta, y eso es lo más cerca que está el espectador del sexo, porque además los subsecuentes encuentros de Andrea con sus clientes nos los muestra el director recurriendo al sonido extradiegético y a las miradas penetrantes de ella y los hombres, en un campo contra campo.
Es fácil para un director tijuanense asomarse a su entorno inmediato, porque lo realmente difícil es pensarlo con frialdad y solemnidad para no caer en el estupor del cine de protesta, tan escaso de espectadores ya en nuestro tiempo. Y es posible que por ello le haya ido tan bien en Cannes y en las incontrolables nominaciones al Ariel de este año (con serenidad, todo indicaría que David Pablos se alzará con el de Mejor Director y el de Mejor Película).
Por ello, “Las elegidas” es la alternativa principal a la cartelera mexicana de estos días. No vaya a verla, ¡corra!. Y si no quiere, encienda su televisor y sintonícela en Netflix, por tiempo limitado.