Por J. J. Flores Hernández

UNO

No es extraño que Amat Escalante no necesite presentación: “Heli” (2013) le ha dado la notoriedad que le hacía falta y merece. Habiendo debutado en cine con el cortometraje “Amarrados” (2002) que dirigió, escribió, filmó, produjo y editó, lo extraño tampoco es el debut en cortometraje sino sus regresos al género, ambos, podría pensarse, por encargo: “El cura Nicolás Colgado” (2010) que forma parte de la película colectiva “Revolución”, y “Esclava” (2014) surgido como parte de la campaña “Basta México”. Entre su debut y su último regreso están sus tres largometrajes y premios y perfeccionamiento de estilo. “Basta México” integra tres cortos más: “El sándwich de Mariana” de Carlos Cuarón sobre el acoso escolar, “Sombras” de Michael Rowe sobre la violencia social y “Heridas” de Álvaro Curiel sobre la violencia contra las mujeres. El riesgo de asumir un encargo (o colaboración temática) es mostrar tedio o desgano; lo peor: hacer publicidad o panfleto (Cfr. “El sándwich de Mariana”). Con “Esclava”, tercer cortometraje de Escalante también nominado al premio Ariel 2016 en su categoría (que ya se sabe con justicia no ganó), ha sabido asumir una invitación, denunciar un crimen y además preservar un estilo incluyendo sus manías y fallas lindando, a ratos, con una forma explicativa en cine. Tampoco es novedad: el arte por encargo tiene una tradición milenaria.

DOS

Un ejemplo: si Giuseppe Verdi trabajaba, en distintas épocas y por distintos motivos, por encargo no lo hacía de la forma más inocente o descuidada sino todo lo contrario. Verdi por encargo es tan Verdi como él mismo. Estrenada en 1871 en el Teatro de El Cairo la ópera “Aida” es una muestra de compromiso con la obra: el final, se dice, fue gracias al Maestro de la gran barba y el sombrero de copa. Aida siendo una princesa etíope es llevada como esclava a Egipto. Aida sin querer se enamora del comandante egipcio Radamés quien será enviado a combatir una vez más al pueblo etíope, el pueblo de la familia de Aida. El drama se intensifica cuando Amneris, hija del faraón, se muestra enamorada también de Radamés y, la afrenta, se descubre no correspondida. Aida, a sabiendas del riesgo de muerte para los suyos, en un acto de solidaridad con el guerrero y de pena por la familia, le canta Ritorna vincitor! (Regresa vencedor de mi familia, mi pueblo, mi padre). En tales circunstancias se intuye: amor y muerte. La grandeza de Aida es su decisión, ese poder. Escena final: condenado a ser enterrado vivo por traidor (pedir la absolución del padre de Aida prisionero de guerra), Radamés se lamenta no volver a ver a Aida. Ahí, en su tumba, implora amor y felicidad para la amada ¿qué escucho, un fantasma? ¿Aida, cielo, eres tú? Soy yo (Son io!), responde. En ese instante en un abrazo se despiden de la vida augurándose un universo lleno de amor, libertad y complicidad. Si bien Aida no ha decidido a quién amar, porque hay que recordar que el amor nunca es un ejercicio de voluntad, sí decide con quién morir, de quién no estar lejos. Después de ser dos veces esclava (de su reino y del otro reino) se atreve a decidir, se encierra por amor en la tumba. Es radical porque superó sus posibilidades, nadie contaba con  su determinación y temple pese a dar muestras de ambos, fue esclava hasta que dijo basta pero no fue fácil. Habría que tener una imaginación muy chata para creer que encerrarse viva con el hombre que se ama es simple. Suicidarse jamás será una decisión simple ni fácil. Si hay una tradición que liga una historia (otra) de las mujeres es su pugna por el derecho a decidir: Aida “la que regresa”, Aida en todos lados.

TRES

En “Esclava” Ana (Natalia Guzmán, sorpresiva-sorprendida) conoce a Sam (Donovan Torres, acuciante-acuciado) en un parque al salir de la escuela. Amor a primera vista: “ahí estaba él, estaba guapísimo, mis amigas pensaban igual”. Tres meses después se casan y bajo la demanda de ayuda de Sam, lágrimas mediante, Ana termina por engrosar las filas del trabajo sexual forzado: “no me robó a la fuerza, me propuso matrimonio y yo dije que sí”. Sam pertenece al linaje de personas dedicadas al tráfico sexual de mujeres, bajo amenaza de muerte y en total reclusión; así, el título es explicativo. Por entonces Ana tiene catorce años y Sam dieciocho. Homólogos de Sofía y Ulises en “Las Elegidas” (2015) de David Pablos. El corto arranca de una forma horripilante. En un plano general: el llano y un cuerpo. Corte, plano medio: el cuerpo visto a través de un velo de hierbas, sangre y muerte. Corte, plano detalle: una mano sin cuerpo, sin vida, sin nombre. Contado en su totalidad desde una voz en off, la de Ana, y con una duración de trece minutos “Esclava” intenta denunciar la trata de personas, el crimen y sus relaciones internas y sino al menos advertir (ahí la consigna y el encargo) precaución.

Es  llamativo, alarmante y significativo que “Las Elegidas”, poco tiempo después, lo haya hecho también. En ese sentido Lydia Cacho tiene razón: se crea a partir de que un tema tiene cierta notoriedad. La pregunta ¿está mal? ¿Acaso no eso contribuye a darle vigencia, a tenerlo presente, a visibilizarlo? “Lo verdaderamente inexplicable no es el mal sino el bien”, escribió Guadalupe Nettel que decía Imre Kertész. Hay más de un aspecto en los que Pablos y Escalante se dejan llevar por las mismas intuiciones y el mismo modo de leer. En ambos casos con horror: el engaño y la farsa, la fiesta y el círculo del crimen, la repetición del acto y la perpetuación confabulada. Otra muchacha intentó escapar, dice Ana venida de un futuro hecha voz, se llamaba Mari Rosa la encontraron y la mataron, la aventaron en el campo. La voz trae consigo las imágenes, las del inicio, aquel cuerpo en el llano sí tiene nombre. Los errores de Escalante son siempre los mismos: una actuación que se siente en exceso forzada y un sonido que palidece o falla. En “Esclava” hay una fiesta, la boda entre Ana y Sam, que es también una farsa y una tragedia (lo mismo que la celebración de cincuenta y cuatro años del padre de Ulises en “Las Elegidas”) y ahí más de un rostro se nota desubicado, fuera de lugar o, lo que es peor, sabe que está en una película y lo demuestra. Surgido de una idea de Elena García y Gabriel Reyes (que aparecen como personajes en el corto, en el ministerio) y con guión escrito en conjunto además con Amat Escalante, trece minutos alcanzan para señalar tres cosas: las condiciones económicas de Ana (que también se repite en “Las Elegidas” con Sofía y Marta) que son precarias y el maltrato que recibe en casa, la vulnerabilidad de las jóvenes y niñas (los catorce años de Ana y Sofía) y la nominación geográfica (Sam es oriundo de Tanancingo, Tlaxcala).

Aunque, se sabe, el crimen y la trata de personas no tienen una sola ubicación Lydia Cacho lo demostró con su investigación “Esclavas del poder” (2010). El cortometraje de Escalante se puede ver en YouTube, “Las Elegidas” en Netflix, el libro de Lydia Cacho es accesible desde cualquier buscador de Internet y la novela de Jorge Volpi (homónima del filme de Pablos), sin ser muy cara, en cualquier librería (o casi). Ahí el debate: la creación con intenciones de denuncia puede ser también leída como una sumatoria de fuerzas y no sólo como una contraposición o un equivoco o un fallido.

CUATRO

La periodista Lydia Cacho ha acusado de una forma virulenta o, mejor dicho, sumamente visceral a David Pablos con su artículo “Las Elegidas y el cine fallido”. Las acusaciones se centran en falta de compromiso y cobardía empero no se detienen ahí. Incluyen a Pablo Cruz (de Canana) “quien hace películas mediocres y exprés que lo lleven a pasear por los festivales” y a Jorge Volpi “cuya novela está escrita en verso como para huir de las complejidades”. Lydia Cacho arremete de una forma documentada, su investigación (arriba citada) atestigua la profundidad de sus conocimientos, la certeza de su denuncia en relación al crimen y la trata de personas y no obstante se equivoca en algo: a la hora de denunciar, las palabras, como las obras y el arte, no están de más. Lo errado, coincidimos, está en creer que una sola obra, como un solo libro, puede mostrar toda la complejidad del crimen. Escalante, Pablos y Volpi no están haciendo investigación periodística (¿es ese su delito?), lo que sí hacen es insinuar la red en la que se inscribe el esclavismo sexual de las jóvenes mujeres (¿es tan conocido que no hace falta repetirlo?). No dan pruebas, ni tampoco nombres tan sólo lo insinúan o, sea el caso, apenas y lo denuncian. Roberto Saviano mostró  en “Gomorra” (2006) que la estructura del crimen es como un racimo de uvas del cual nunca se podrá llegar al Jefe, porque tal depende de otro que a su vez trabaja con otro, ad infinitum.

Lo más violento en el cometario de Cacho es el juicio sobre quienes han visto, vimos y verán el filme de Pablos (lo mismo que el corto de Escalante puesto que si son semejantes también le queda la acusación de la periodista). El cine es una experiencia subjetiva pero que se enmarca en un espacio colectivo. La pantalla en medio de la oscuridad de una sala se alza como espejo: “un espejo que se pasea: eso es el cine”, escribió Piglia. Fue Lacan quien reiteró que al reconocer la propia imagen en el espejo la reacción es de júbilo, de risas por lo que ante el horror no siempre es descabellada una carcajada, por el contrario, es significativa. Si el cine debe verse en el cine es por aquello que hace estallar en silencio o ruido a una colectividad; más claro: hay que escuchar al público de una sala de cine. Lydia Cacho no lo ha hecho, lo demuestra con sus acusaciones y juicios. Con “Heli” (2013, Escalante) varias salas reían con la escena de tortura y quema de genitales, en “Miss Bala” (2011, Naranjo) las salas rieron cuando Laura “La Miss” se entrega sexualmente al narcotraficante. Por “las salas” me refiero a salas nacionales en las que pude estar. En “Las Elegidas” las salas que he frecuentado son de un silencio aterrador, nada es más cierto que un silencio y una risa en medio de la oscuridad. Cacho parece que vio en Netflix la película de Pablos lo que no estaría mal pero sí la contextualiza en un evento más aislado. Y sí, estoy especulando, lo mismo que las acusaciones de la periodista. Cacho asume que no muestra el machismo ni la complejidad psicológica de los criminales: ¿en serio, no lo hace? Lo que Cacho pide es que “Las Elegidas” sea otra, sea distinta y para eso alguien más que no Pablos la tuvo que haber hecho. “(…) exigir a otro que sea otro/ en verdad es negarle su otredad más genuina…”, escribió en uno de esos poemas atinados que tiene Mario Benedetti. Pablos situó su historia en Tijuana y hasta eso le produce incomodidad a Cacho porque la intención era denunciar el “padrotaje de Tanancingo.” Esa nunca fue la intención en “Las Elegidas” de Pablos y aunque lo fuera ¿que sea en otro estado equivoca o desorienta el crimen, no acaso la trata de personas no conoce fronteras y está, cito, “documentada en 175 naciones”?

Claramente el tema a Lydia Cacho le produce rabia, desasosiego. Cinco años dedicada a la investigación de un tema a través de varias fronteras crea cierta sensibilidad pero ello no implica que sea más o mejor que la de otras personas que apenas e intuyen de qué y cómo va. Más informada sí pero no por ello más sensible. Lydia Cacho no puede ser más sensible que un público que se calla y sufre en una sala de cine; eso sería soberbio y discriminatorio. La valentía de la periodista para hacer algo y alzar la voz no es única puesto que hay otras formas que no desmerecen en intenciones y objetivos. “El poder de la industria internacional del sexo se basa en la mercantilización del cuerpo humano como un bien para ser explotado, comprado y vendido sin consenso por su propietaria”, escribe Cacho en su libro Esclavas del poder y Las Elegidas con un par de escenas muestra esa tesis. Cinco premios Ariel no garantizan nada para el futuro inmediato de Las Elegidas, aún es muy precipitado saber cuál será la respuesta del público en salas comerciales. Lo que es seguro es que no tendrá un fenómeno taquillero como “¿Qué culpa tiene el niño?” (2016, Loza) que no deja de ser alarmante (ésta “también” plagada de clichés, manipuladora y sexista, además de moralista en relación al aborto, las paternidades y maternidades) pero sobre eso Cacho no escribió: lo que molesta a la periodista no es “el cine fallido” sino los temas y no le importan todos y nadie se lo pide. Hay que repetirlo: ni Pablos ni Escalante ni Volpi quieren explicar, la intención es mostrar, provocar curiosidad (periodística, antropológica, detectivesca, lectora). Para cierto arte también importa quién ve y lee y por ello el público siempre merecerá respeto: saldrá con ira y horror, como apunta en su artículo Lydia Cacho, pero tal vez más de una persona quiera ir más lejos. Cacho asume además que ni Volpi ni Pablos (agrego: ni Escalante) dicen nada nuevo y es que “todo mundo” ya sabe de la trata de personas ¿cierto? Tras publicar “Esclavas del poder” ¿algo ha cambiado?

Hay un sector de la población que sigue sin leer (porque no sabe o no quiere o no le interesa), otro que no puede pagarse un boleto de cine o acceso a internet y otro más que no quiere más realidad ¿qué hacer? Crear, seguir denunciando y persistir. Algo sí tengo por cierto: las intenciones de Cacho, Pablos, Escalante y Volpi convergen desde sus respectivos lugares en ensanchar los límites de la realidad. Hay más razones (que no son por las formas creativas elegidas sino por las intenciones) para encontrar entre los libros de Volpi y Cacho y las películas de Escalante y Pablos vasos comunicantes, sumatoria de verdades, colectividades en denuncia que para colocarlas en contra o despreciarlas conminando a una audiencia o no ver o no leer porque está fallado. Haríamos mejor en aceptar que es eso y más: que arroje el primer prejuicio contra una obra quien todo lo abarque con la propia. Freud mostró que lo importante de los actos fallidos estriba en lo contundente del error: equivocarse es otra forma de atinar en decir algo.

CINCO

Ritornello. Una escena más. Ana se asoma por la ventana, está ahí mirando el horizonte por unos segundos, sin un futuro que la ampare o la aliente: en reclusión así y sumida por cierta esclavitud un salto proclama libertad. Al saltar por la venta Ana revitaliza su vida: podría morir pero sería al fin libre. Un salto a través de la ventana es pura valentía y Escalante lo muestra sin cortapisas, en un momento traumático. Lo hizo Virginia Woolf con Septimus Warren Smith y le imitó Gilles Deleuze. ¿Es simple, es fácil? El reto es hacerlo con la misma convicción, porque no hay más. Saltar, como Aida como Ana como tantas, enmarca la última posibilidad de decisión porque después de todo, dice Ana en la cárcel acusada de prostitución, “quisiera ya no estar enamorada de Sam”.

@JJFloresHdz
Nuevo San Juan, San Juan del Río, Qro.
Siete y diez de junio de dos mil dieciséis.