Por Sergio Huidobro

Desde Morelia, Micoacán

Es un vicio que siempre me pone a la defensiva. Alguien me dice que está terminando una película que trata sobre la otredad, o la identidad, o la diversidad, o la inclusión, y alzo la ceja. Me parece más sensato hacer películas que traten de un viaje, dos niños, sobre una tienda o una calle. Sobre personas y lo que le pasa a esas personas; en su modestia infinita, así se cuentan historias. Lo otro suelen ser discursos de panfleto. Por eso, leer las sinopsis que promocionan “El sueño de Mara´akame” y “La caja vacía”, las películas en competencia de este miércoles, no me decían gran cosa: identidad, indigenismo, alteridad, migración, conflicto paterno-filial. Un licuado de tópicos del cine mexicano reciente que, sin embargo, se convirtieron en sorpresa gracias a un tratamiento original de los mismos.

El último de ellos, el del saneamiento de heridas entre padres e hijos, es casi un eje articulador de la selección de este año, y quizá de toda una generación: de “Esa era Dania” a “Tiempo sin pulso” y de “Zeus” a “Minezota”, el fantasma de las maternidades frustradas, la incomunicación, el rechazo paterno y la sublimación o alienación de trastornos familiares aparece una y otra vez. Las películas de esta jornada prolongan el baile sobre estas obsesiones. Lo que es más: las vuelven su tema.

“El sueño de Mara´akame”, primera ficción del documentalista Federico Ceccheti, es un relato de iniciación y adolescencia al interior de una comunidad huichol. La intimidad wixarika no es ningún terreno virgen si se echa un mirada hacia el documental mexicano reciente, posterior a la batalla entre la minería abierta y los habitantes de Wirikuta, hace algunos años. Ingresar a este entorno por la puerta de la ficción narrativa requiere algo más de ambición, y al treintañero Ceccheti no le ha salido mal.

Su estrategia es encadenar una serie de lugares conocidos sobre a la adolescencia: su argumento, el de un muchacho dividido entre la perpetuación de las tradiciones de su entorno (es hijo del sabio de la comunidad, el Mara´akame del título) y el sueño de tocar en la lejana ciudad de México con la banda de sus amigos. Hay comentarios de fondo sobre el oportunismo del activismo, el conflicto entre tradición y modernidad, los usos y costumbres del heteropatriarcado, pero ninguno llega a dominar el factor humano de su relato, que siempre se mantiene en primer plano. En un medio a veces dominado por la corrección política en lo que toca a las representaciones de lo indígena, “El sueño del Mara´akame” es una propuesta distinta, con voz propia.

Otro acercamiento a la inclusión es el que propone “La caja vacía”, el esperado segundo largo de Claudia Sainte-Luce después de “Los insólitos peces gato.” No termina de convencerme su cambio de registro ni su tono. Nunca termina de ser un fracaso, pero la suma de sus varias virtudes tampoco alcanza a ensamblar una película redonda ni tampoco –lo que es más grave- a conectar con ningún tipo de público, ni el público ocasional que se enamoró de su ópera primera, ni el que acepte las condiciones de esta segunda película, fragmentaria, oscura, imprecisa, tosca.

“La caja vacía” sigue las andanzas de Toussaint, un migrante haitiano de edad avanzada y Jazmín, una mujer joven que combina un empleo diurno con una dudosa vocación como dramaturga independiente. En el camino hay flashbacks hacia el pasado de Toussaint en Haití y Nueva York. Fragmentos que revelan poco a poco algo que termina por ser menos interesante que su estructura. Se trata de una cinta en la que Sainte-Luce, a fuerza de evitar repetirse o calcar su primer éxito, termina por hacer una película hermética que, a mi, me lanza hacia fuera y me aleja de esos personajes que atraviesan por un tormentoso embrollo interior que se enfría con el correr de los minutos.