Por Domingo Rojo
Bien podría servir de metáfora referirse a “Kong: La Isla Calavera” (Kong: Skull Island, Jordan Vogt-Roberts, 2017) como un ejemplo de cine transgénico, aludiendo a aquellos alimentos que se producen a partir “de un organismo modificado mediante ingeniería genética y al que se le han incorporado genes de otro organismo para producir las características deseadas”, según lo explica Wikipedia. El gen original, como bien se sabe, procede de “King Kong”, la película de 1933 dirigida por Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack a partir de la historia del mismo Cooper junto a Edgar Wallace.
La trama más o menos es respetada en las dos versiones posteriores que siguieron a la original, las que dirigieron John Guillermin en 1976 y Peter Jackson en 2005, con la principal variante de que en la de Guillermin se refería a una expedición petrolera que llegaba a la misteriosa Isla Calavera, en vez de un crew de filmación que es el pretexto de las versiones de 1933 y de 2005 (cabe decir que hay otros filmes de King Kong que omitimos en este recuento, que siguen otros desarrollos). También, vale la pena recordar que el universo de monstruos colosales en el cine tiene antecedentes notables como “El mundo perdido” (The Lost World), basada en la novela de Arthur Conan Doyle y dirigida por Harry O. Hoyt en 1925, y cuya influencia alcanza a “Gozdilla” y “Jurasic Park”, entre otros.
En cuanto a “Kong: La Isla Calavera” podemos encontrar los mismos genes básicos (la isla misteriosa, una expedición desorientada, la fabulosa criatura protagonista), pero con un planteamiento y un contexto que modifica la trama hasta cierto punto para crear “algo nuevo”, lo que al final es relativo, como veremos. Detalle aparte es que estamos ante un monstruo digital, a diferencia de las versiones de 1933 y 1976 en que eran construidos y funcionaban mecánicamente, cubiertos de peluche que corría el riesgo de llenarse de pulgas, como le ocurrió al de Guillermin, cuya producción debió utilizar muchos galones de insecticida para preservarlo sin la plaga.
Resulta entretenida pero no igual o superior a sus predecesoras
“Kong: La Isla Calavera” está ubicado en la década de 1970, justo al final de la Guerra de Vietnam. Bill Randa (John Goodman), un obsesivo investigador, consigue el apoyo del gobierno de Estados Unidos para visitar la inexplorada Isla Calavera, para lo cual se asigna la compañía de un grupo de científicos y de un comando militar que encabeza el enérgico coronel Packard (Samuel L. Jackson, desperdiciado con su personaje de una sola nota). Al grupo también se unen el aventurero británico James Conrad (Tom Hiddleston) y la fotógrafa Mason Weaver (Brie Larson, quien no será la novia de Kong más recordada). Así, rápidamente se enfrentan al gigantesco gorila, que acaba con buena parte de los exploradores. Diseminado el grupo, algunos se encuentran con la primitiva tribu que habita la isla y que idolatra al simio, a quien consideran su divinidad porque los pone a salvo de otros depredadores feroces y gigantes. Los sobrevivientes tienen que cruzar la isla en medio de sendos peligros, aunque reciben la providencial ayuda del piloto estadounidense Hank Marlow (John C. Reilly, de lo mejor en todo el filme), confinado en la isla desde la Segunda Guerra Mundial.
Como se ve, la trama de “Kong: La Isla Calavera” resulta básicamente un ejercicio de sustitución de los elementos que componen el relato original, aunque en el fondo es el mismo chango pero revolcado (eso sí, aquí se excluye completamente el traslado del monstruo a Nueva York y, algo peor, se elimina la relación erótica con la dama protagonista). Se trata de un filme aventuras, de persecución y de supervivencia, con un puñado de personajes cuyas ambiciones chocan entre sí. Por un lado, las figuras heroicas (los que encarnan Larson, Hiddleston y Reilly), que comprenden la verdadera naturaleza de la criatura, de nobleza y amistad. Por el otro, aquellos que son movidos contra el simio mediante el odio o la codicia. En este choque, otra vez se apela al espíritu humanista de los héroes que son capaces de ver la ternura detrás de la apariencia amenazadora del monstruo (algo que se encuentra en otros filmes de monstruos, como Frankenstein).
En medio de las trepidantes acciones, de algunos simpáticos chascarrillos, de una pegajosa banda sonora, de los espectaculares efectos digitales que son impecables, en general “Kong: La Isla Calavera” (segunda película del joven director estadounidense que antes hizo “The Kings of Summer”, exhibida en Sundance en 2013) resulta entretenida pero no igual o superior a sus predecesoras, como suele pasar con todo lo transgénico como resulta buena parte del cine de Hollywood hoy en día: un cine para consumo masivo, aséptico y sin riesgo de pulgas, pero al que le falta frescura y que, en caso de consumirse, hay que ponerse de inmediato a régimen con una tanda de películas originales y propositivas.