Pedro Paunero

Repasamos, en este segundo listado, siete películas cuyo visionado alternativo se sustenta en su rareza, su antigüedad o en su naturaleza como pieza de culto. Estos títulos hacen hincapié en formar un retrato de la hipocresía, el fanatismo, el exceso, la credulidad y la violencia soterrada en muchos aspectos de la experiencia religiosa y deben de verse, cada uno, en su contexto histórico, ideológico y artístico para participar, como espectadores, de su permanencia como obras cinematográficas.


«Hipócritas» (Hypocrites, Lois Weber, 1915)

La más célebre, y reconocida, directora de la etapa muda, Lois Weber, responsable de importantes melodramas de interés social (cuyas tramas, en el fondo, siguen siendo vigentes), y hoy injustamente olvidada (fue la primera mujer en rodar un largometraje, “El mercader de Venecia” en 1914); escribe, produce y dirige esta cinta, prodigiosa en técnica y narrativa que tiene como fin el señalar la hipocresía religiosa.

Sigue las historias, en paralelo, de un asceta cristiano y un ministro del culto moderno y la gente que lo rodea, sus ambiciones, creencias e hipocresía de que se recubren. Todos los actores interpretan doble papel, acordes a la época en que se sitúan. Gabriel (Courteney Foote), es el monje creyente, en el medievo, y el religioso, en el presente. Weber cuanta la historia valiéndose de dobles exposiciones y desnudos, de planos cenitales (el punto de vista desde el púlpito), primeros planos a los rostros cansados y bocas que murmuran contra las sentencias del párroco y hermosos travellings.

Para Weber la verdad está representada por una mujer desnuda, que recorre el metraje cada tanto tiempo, aquí y allá, levando un espejo de mano que refleja a todos, y cuyo significado aparece cuando esta se descubre, mostrada en la película a través de una doble exposición, que resulta hoy un tanto dulce, pero audaz para su tiempo. En la historia paralela, la del monje medieval, su idealización de la “verdad” lo lleva a esculpir una alegoría, en la que aparece como la escultura de esa mujer desnuda. La verdad, así presentada, es rechazada por el pueblo, supuestamente piadoso y Gabriel martirizado. La escultura, antes de ser destruida, desaparece ante los ojos incrédulos de la gente.

La verdad desnuda, nos señala Weber desde hace más de un siglo, es insoportable de ver y dichas escenas ceden a las de las campañas políticas, las de disolutas fiestas de sociedad, las del amor interesado y corrompido y el propio hogar. Al final, cuando el ministro es encontrado muerto, nos percatamos que todo ha sido el sueño de un hombre religioso verdaderamente convencido de su misión, atacar la hipocresía de sus feligreses.  

No estoy de acuerdo con los entusiastas de la obra de Lois Weber, que la suponen mejor que la mayoría de sus colegas varones (esta película adolece de las exageraciones gestuales y actorales de la época, y participa, así mismo, de sus ingenuidades), pero sí en que el trabajo refinado de esta pionera alcanza y se pone a la par de las mejores realizaciones de aquellos directores, en una época de descubrimiento e invención de un nuevo lenguaje en el arte más reciente, que es el cine.    


«Salomé» (Salome, Charles Bryant, 1923)

En 1923, la ruso-americana Alla Nazimova se había convertido en una de las actrices mejor pagadas del cine. Lesbiana proveniente del mundo del teatro, decidió que era el momento de rendir tributo a Óscar Wilde en la primera producción cinematográfica americana totalmente homosexual.

Produjo, escribió y actúo en la “Salomé” de Wilde, la obra sensualista que tomaba como pretexto la historia de la hija de Herodías, deseada por su poderoso y lascivo padrastro, el rey Herodes, quien le entrega, en un arrebato de placer, la cabeza de Juan el bautista en charola de plata, rindiéndose a sus criminales caprichos. Nazimova encargó a Natacha Rambova, casada con Rodolfo Valentino, el vestuario, pagándole sumas estratosféricas. La Rambova se sintió con total libertad para vestir a los actores. O, mejor dicho, para desvestirlos. Durante el rodaje de la cinta, en los días invernales de enero y febrero, los encargados de la electricidad llegaron al rescate de los actores, que a punto estuvieron de morir de frío. Se las ingeniaron para mantenerlos calientes a través de los equipos de iluminación. Rambova se había basado en los estilizados grabados que Aubrey Beardsley había hecho para la obra original y trasladó a la tela sus ensoñaciones. Ya puesta en escena, detrás de varias de las actuaciones, el travestismo lucía su ingenio: las cortesanas eran, en realidad, hombres disfrazados. Y Nazimova aparecía, cada dos por tres, portando tocados extravagantes, uno de los cuales atrapaba la luz de los reflectores en una extraña visión retro futurista de algún ser extraterrestre cinematográfico.

Visualmente extraordinaria, en esta joya del Avant-Garde, la dirección de Charles Bryant, esposo de Nazimova, quedó sepultada bajo la forma total del film. Alabada y denostada por la crítica, no precisamente a partes iguales, la película fue un fracaso de taquilla que anunció el declive de Nazimova en el cine. Bryant y Nazimova se divorciaron, dando por finalizado un matrimonio por conveniencia, y el resto es la larga andadura, que nos toca, en revisar este film extasiado.


«Lash of the Penitentes» (Roland Price y Harry Revier, 1937)

Bajo el aspecto de un docudrama, o un documental-ficción (a la manera del género Mondo), los realizadores de esta cinta se valieron de material rodado en directo (a cargo de Price) y partes actuadas para acentuar el dramatismo de algunas escenas (a cargo de Revier), que lo adentran en el más puro exploitation. Sigue a un grupo de penitentes y flagelantes laicos, que profesan el catolicismo, Los hermanos de la fraternidad piadosa de Nuestro Padre Jesús Nazareno, en la población de Abiquiu, en el estado americano de Nuevo México, superviviente, desde los tiempos en que dicho territorio formaba parte de la Nueva España. La cinta da cuenta de sus rituales y creencias, aderezado con una dramática y exagerada narración en off.

Tuvo como inspiración el asesinato, en circunstancias poco claras, del fotógrafo Roland Taylor (o Carl, como aparece en algunas versiones), acontecido mientras trabajaba entre la cofradía, documentando sus danzas y ceremonias, por parte de su sirviente, Modesto Trujillo, el día 6 de febrero de 1936. Por aquel entonces Price, que en los títulos aparece como “el vagabundo de la cámara”, rodaba la parte documental de la cinta, a la que Revier añadiría el metraje adicional. Hollywood Reporter publicó el caso de Taylor y dio cuenta de cómo la Oficina Hays, con el pretexto de una posible ofensa de parte del público, o de la congregación religiosa misma, censuró una primera versión, que llevaría el título de “El caso del penitente asesinado”. Pero la película sí fue exhibida, con otros títulos, aún más escandalosos: “La verdad desnuda” y “Escrito con sangre”.

Revier no obtuvo el permiso de exhibición masiva, debido a la violencia y la cantidad de desnudos que contenía. Una supuesta penitente, llamada Raquel, interpretada por Marie DeForrest, aparecía desnuda y flagelada y, la información sensacionalista que de ella ofrecía el cartel de promoción decía: “El precio que ella pagó por amor, fue el látigo”. Fue debido a este motivo que la cinta pasó al terreno de los films ocultos y de culto. Al parecer el metraje completo se perdió y sólo quedan fragmentos que varían mucho en cuanto a duración. Pero lo que ha llegado hasta nosotros es elocuente: el reportero, acompañado de un niño, entrando de manera clandestina en la secta en una sucesión de escenas alternadas, sumamente falsas; los penitentes, vestidos de negro y encapuchados, conduciendo una pequeña muerte de madera, que sostiene un arco con su flecha, sobre un carrito; un grupo de hombres se desnuda el torso, mientras otro descuelga un látigo de un muro; la congregación llevando cruces de madera sobre los hombros, monte arriba (hacia el “Calvario”); la acometida masiva, de parte de varios flagelantes, sobre los que cargan las cruces, cada vez que alguno resbala, a latigazo limpio o la vigilancia, rifle en mano, de los centinelas encapuchados, de pie y sobre pináculos altos y angostos como sitios de observación, hasta el plano final de una cruz envuelta en llamas, en la oscuridad de la noche.

Aunque por momentos es difícil diferenciar las partes que Revier agregó, las escenas tienen algo de “Las Hurdes, tierra sin pan”, aquel crítico documental de corte social, pero sobre todo, artístico, de Luis Buñuel o la esencia plástica y estética de un Eisenstein en “¡Qué viva México!” y sólo por eso, añadido al interés que despierta un shockumental como este, vale la pena verlo. 


«El fuego y la palabra» (“Elmer Gantry”, Richard Brooks, 1960)

Cinta basada en la novela de Sinclair Lewis, autor que rechazó el premio Pulitzer en 1926 pero que, finalmente, ganó y aceptó el Nobel en 1930, siendo el primer estadounidense en ganarlo. Fue llevada a la pantalla por Richard Brooks, varias veces candidato al premio Oscar y que se vio coronado con el mismo debido a esta película.

El film comienza con una advertencia:

“Ciertos aspectos de la evangelización merecen análisis. Creemos que algunos evangelistas se burlan de las creencias tradicionales y prácticas cristianas. Creemos que todo el mundo tiene derecho a la libertad de culto, pero esa libertad no da permiso para abusar de la fe de la gente. No obstante, debido al carácter tan polémico de esta película, le rogamos que evite que la vean los niños”  

Narra la historia de Elmer Gantry (Burt Lancaster), convertido al evangelismo bajo la convencida premisa no de la fe, sino de que puede desplumar fácilmente a los crédulos. Comienza cuando, dicho personaje, vendedor de aspiradoras, se encuentra, por Navidades, contando chistes picantes con sus amigos en un bar. Una mujer entra, pidiendo limosna para los desamparados y Gantry, burlándose de la situación, suelta un sermón sobre Jesús y su fortaleza que convence a una prostituta, por un instante hace callar a sus amigotes y, posteriormente, los hace reírse a carcajadas. Se permite ternuras como llamar a su madre y desearle felices fiestas a la chica del bar, con quien ha pasado la noche, pero, cuando pierde los zapatos en una bronca con vagabundos de tren, se relaciona con la hermana Sharon Falconer (Jean Simmons), de quien se queda prendado. El periodista ateo Jim Lefferts (Arthur Kennedy), les seguirá los pasos, tratando de desenmascararlo: “Todo circo necesita un payaso –le dice-, y usted sería el más exitoso”, tras asistir al espectáculo del sermón inicial de Gantry. Y poco a poco es testigo del nacimiento y desarrollo no sólo de un culto, sino de una industria.

Pero Sharon, aunque enamorada de él, es una convencida y Gantry un aprovechado, quien, aunque la ame, sabe que sus sermones tienen más poder de persuasión que cualquier cadena de venta de electrodomésticos de la que pudiera ser el dueño. Hasta que se mete con una antigua amiguita, una prostituta vengativa, que no duda en acabar con su sucio juego con sus mismas armas.

La película es muy cuidadosa, y evita el buscarse problemas con las comunidades religiosas, pero se permite señalar sus abusos y pone una nota ética en el turbio remolino del devenir de las religiones, al mismo tiempo que se apunta finas ironías, como cuando Lefferts cita a Darwin, Tolstoi, Jefferson y Lincoln, como personas inteligentes que dudaron de la existencia divina. Gantry remata, aludiendo a la diestra forma en que Lefferts usa las palabras: “…aprendió de Sinclair Lewis, entre otros célebres ateos.” 


«El pueblo del espíritu santo» (“Holy Ghost People”, Peter Adair, 1967)

El documental “El pueblo del espíritu santo”, de Peter Adair, mostraba por primera vez al público la existencia de una congregación pentecostal estadounidense en Scrabble Creek, West Virginia, en cuyas ceremonias religiosas la manipulación de serpientes y la histeria colectiva, bajo la forma de bailes frenéticos, rayanos con la epilepsia, fenómenos de glosolalia (que, para efectos religiosos se denomina “hablar en lenguas”) y supuestos actos de curación por la fe, tenían cabida como una de las formas más extremas que reviste la religiosidad americana. Por no decir, de su fanatismo. La cinta sorprende a lo largo de sus poco más de cincuenta minutos de duración. En cierta escena, los oficiantes y sus feligreses cuentan ante las cámaras que, aunque varios de ellos son mordidos por las serpientes no sufren por ello y se niegan a procurarse ayuda médica, pues se suponen imbuidos por el Espíritu Santo, que menciona el título. Vemos los servicios, escuchamos los cantos y algunas tomas de niños dormidos en las bancas debido al aburrimiento, todo envuelto en una atmósfera histérica e irreal. Al final, el sacerdote, que ha sido a esas alturas mordido por una de las serpientes, muestra a la cámara su mano hinchada. Se sabe que, poco después de terminado el documental, esta persona falleció, aunque esto ya quedó como mera anécdota fuera del rodaje.   

Adair, célebre posteriormente por filmar “Word Is Out: Stories of Some of Our Lives” (1977), una de las claves para comprender el movimiento lésbico gay, recibió críticas elogiosas de parte de la respetadísima antropóloga Margaret Mead, que catalogó la cinta de Adair como una de las mejores en materia de etnografía, aunque, posteriormente, se desdijo y lo lanzó al tambo de las películas basura.

El documental se encuentra en la lista de películas de Dominio Público y vale la pena verlo para comprobar –parafraseando a William james-, las variedades de que se recubre la experiencia religiosa o, mejor dicho, de su fanatismo extremo.


«Salomé» (“Salome´s Last Dance”, Ken Russell, 1988)

El excesivo Ken Russell emprendió la labor de volver a filmar la obra de Óscar Wilde, en un homenaje a la cinta Bryant-Nazimova, pero bajo sus propias premisas visuales, a la vez que hace aparecer al mismísimo Wilde (Nickolas Grace), en compañía de su amante –y objeto de su perdición-, Lord Alfred Douglas (Douglas Hodge) en una reunión decadentista y finisecular. La obra, que se desarrolla ante ellos, es interpretada por prostitutas y clientes por igual. El papel de Salomé corre a cargo de Imogen Millais-Scott, Glenda Jackson es Herodía y Herodes, Strattford Johns. Todo lo que en la película de la Nazimova fue hermoso y refulgente, en esta es feísta y oscuro. Y esa es la intención del film.


«El fraile» (Paco Lara, 1990)

Luis Buñuel y Jean-Claude Carrière adaptaron y escribieron el guion de la mítica novela gótica de Matthew Lewis pero no pudieron filmarla por falta de presupuesto. Adonis Kyrou (“Le moine”, Adonis Kyrou, 1972) aprovechó el material y rodó una versión con Franco Nero en el papel del monje Ambrosio que se debate entre la sensual Matilda, enviada por Satán para tentarlo, y la piedad extrema pero caerá, finalmente, cuando seduzca a la virginal huérfana Antonia y firme con su sangre el célebre pacto satánico. La inquisición española, el satanismo, un macho cabrío en plena iglesia, la transgresión temporal y un final asombroso enriquecen esta notable película oscura y sensualista; pero a alguien no le bastó con esa muy buena adaptación y rodó esta otra versión, muy libre por cierto, en una producción hispano-inglesa dirigida por Paco Lara que comienza así:

“Madrid, 1767. Cuando los hombres temían a Dios y al demonio…”