Por Samuel Lagunas
No es difícil encontrar el hilo que une el galardonado cortometraje de Carlos Carrera “El héroe” (1994) con la ya también laureada “Ana y Bruno” (2017). En sus incursiones en la animación, Carrera parece haber encontrado una forma, hasta hace no mucho inusitada en el cine mexicano, para lidiar con la depresión y la locura. Cintas como “Restos de viento” (2017) de Jimena Montemayor o cortometrajes animados como “Cerulia” (2017) de Sofía Carrillo en el último año han indagado en las formas de representar la tristeza y el duelo desde la imaginación y la fantasía arrojando al espectador fuera de su zona de confort entregándole historias tan fascinantes como perturbadoras y amargas. “Ana y Bruno” sigue esa estela.
Estamos en el México de los 40, en un hospital psiquiátrico. No es ése el escenario habitual para nuestra muy poco honorable tradición de animación mexicana, atorada en un folklor trasnochado, que privilegia un paisaje rural idealizado o un universo legendario de casas embrujadas. Ana llega allí con su madre como si se tratara de unas vacaciones de verano. La luminosidad de los colores de los jardines refuerza esa sensación que muy pronto revela su lado tortuoso. De noche, la casa se puebla de personajes descabellados como un inodoro o una elefante rosa con sobrepeso. Son, no tardamos en descubrirlo, seres imaginarios. Ana también tiene el suyo: Bruno (Silverio Palacios) y junto con él se embarcará en una misión de rescate que cambiará su vida.
En “El héroe” Carlos Carrera jugaba en muy pocos minutos con las expectativas y las emociones del espectador llevándolo del suspenso a la ternura y a la rabia, aventándolo en un limbo difícil de definir. En “Ana y Bruno”, las sensaciones son más moderadas -para acercar mucho más al público infantil- gracias a los chistes de un alud de personajes que bien pudo haberse reducido y a las peripecias de un simpático niño ciego, pero los puntos de giro mantienen su intensidad y su enigma.
La compleja representación que Carrera consigue de la infancia y de la maternidad está lejísimos de las aventuras cada vez más deslucidas de otros niños de la animación mexicana (me refiero, desde luego, a los estereotipados protagonistas de la serie de “Las leyendas”), así como su drama es casi antagónico a los burdos y repetidos argumentos de las películas de huevos. No es, entonces, nada arriesgado, afirmar que sí, que “Ana y Bruno” es por mucho el mejor largometraje animado que se ha hecho en México hasta ahora. Sólo resta esperar que con esta cinta de Carlos Carrera, los estudios ya consolidados de animación pongan mayor seriedad en sus trabajos y no se obstinen en repetir sus errores como lo han hecho hasta ahora. También, “Ana y Bruno” debiera considerarse una invitación a otros directores y a las compañías productoras a ver en la animación mucho más que “dibujitos”, como alguna vez Iñarritu se refirió a las películas de HuevoCartoon y explorar sus posibilidades tal y como la ha hecho Carrera.
Muerte, locura, depresión, y sobre todo valor para decir adiós son algunos de los temas que son tratados con enorme responsabilidad por Carrera, pero también con el cuidado necesario para que las y los niños disfruten la historia. Son los temas que, si somos honestos, están presentes en muchas de las grandes cintas animadas de la historia (pensemos en “La tortuga roja” [2016] o “La vida de Calabacín” [2016] por mencionar dos ejemplos cercanos). Es una lástima que apenas hasta ahora nuestra industria se haya fijado en ellos. Es, por otro lado, una gran alegría que haya sido Carlos Carrera quien corrió el riesgo. Y ganó.
Ficha técnica:
Año: 2017. Duración: 112 min. País: México. Dirección: Carlos Carrera. Guion: Daniel
Emil, Flavio González Mello. Música: Victor Hernández. Reparto: Damián Alcázar,
Marina de Tavira, Héctor Bonilla, Silverio Palacios, Mauricio Isaac, Julieta Egurrola,
Regina Orozco, Galia Mayer.