Por Pedro Paunero
Rogério Sganzerla (1946-2004), uno de los pilares del “Cinema marginal” brasileño, había dirigido “El bandido de la luz roja” (O Bandido da Luz Vermelha) en 1968, pieza fundamental del movimiento, inspirada en la vida y hechos delictivos del extravagante ladrón John Acacio Pereira da Costa, cuyos golpes en Sao Paulo iban acompañados del uso de una linterna de luz roja. En esta ficción el criminal, interpretado por Paul Villaça, se relacionaba sentimentalmente con una mujer, Janete Jane, interpretada por la actriz de teatro vanguardista Helena Ignez, ex esposa del cineasta Glauber Rocha, uno de los padres del “Cinema novo”, aquel importantísimo movimiento cinematográfico latinoamericano cuyo lema era “Una cámara en la mano y una idea en la cabeza”, cuyas influencias podían encontrarse en el “Neorrealismo italiano” y la “Nouvelle vague” francesa.
Pronto Helena Ignez, musa de Sganzerla, se convertiría en ícono del “Cinema marginal” a través de la productora clandestina “Bel-Air”, de breve existencia (febrero a mayo de 1970), fundada por Sganzerla, el director Julio Bressane y la misma Ignez, acusada de ser financiada por el terrorismo, es decir, con dinero revolucionario por parte de la dictadura militar, lo que dio al traste con dicha asociación. De esta manera, Bel-Air, de marcada ideología política (contracultural) y que carecía de registro, fundamentaba su existencia subterránea en la creación de películas “anti-artísticas”, que carecieran de valor comercial en el sentido mercantil (y sin verdaderas intenciones de llegar a los circuitos comerciales), y buscaba, a través de una estética feísta, sumamente libre, acceder al público de manera agresiva y corrosiva. Sus integrantes lograron realizar siete títulos que exploraban novedosas formas narrativas y, por ende, de ruptura temporal, divorciándose, pretendidamente, del “Cinema novo” que lo precediera, pero con el cual mantenía nexos indisolubles, como por ejemplo, ser una fuente imaginativa de películas de autor, así como el bajo costo de sus producciones, y de entre cuyos títulos se puede citar ese extravagante homenaje al cine de horror/terror que es “Barão Olavo, o Horrível” (1970), dirigida por Júlio Bressane y filmada en 35 mm (característica de la que se jacta en los títulos iniciales), con su personaje necrófilo, asesino y violador, el Barón venido a menos del título, interpretado por Rodolfo Arena con una de sus dos mujeres lésbicas y salvajes, interpretada por la misma Ignez.
Pero las corrientes subterráneas que la casa “Bel-Air” navegara, ya habían sido recorridas años antes en una docena de títulos, siendo las actuaciones de Helena Ignez las que acaparaban sus escenas con poderosas actuaciones, rayanas en la histeria. Una frase de Sganzerla, publicada en el “Jornal do Brasil” en 1969, reseñaba sus intenciones:
“Estoy en búsqueda de aquello que el pueblo brasileño espera de nosotros desde la época de las “chanchadas” (comedias sucias): hacer del cine brasileño el peor del mundo”.
El término “marginal”, que, como en el caso de los pintores “impresionistas”, no terminaba por agradar a sus autores (Glauber Rocha prefería la denominación de “Cine Udigrúdi”) cobraba conciencia de su propia condición.
“A Mulher de Todos” (La mujer de todos, 1969), cumplía con creces esas expectativas. Situada, irónicamente, en el número 48 de las cien mejores películas brasileñas de todos los tiempos, esta cinta es un cruce “Non Sancto” entre el documental, el clásico Slapstick americano en su versión brasileña más irreverente (la “chanchada”), la áspera locura y abyección de un José Mojica Marins, la violencia equívocamente feminista de “Faster, Pussycat! Kill! Kill!” (Russ Meyer, 1965) con todo y sus tintes eróticos (emparentándola, de una buena vez, con las “pornochanchadas”), el porno softcore sueco tan de moda y tan estudiado por esos años, y el cine experimental más audaz que lo lanzaba de cabeza hacia el kitsch más desvergonzado en aquellas escenas en las que, si nos dejamos llevar por la falsa intelectualidad, los personajes miran a la cámara y hacen comentarios hacia los espectadores, participándoles de sus confesiones (“Dulces drogados. Estos americanos son muy buenos”, dice el gordo y sibarita Doktor Plirtz, marido de Ángela, la protagonista, al convidarle caramelos a Armando, su “amigo genio”, y amante de ella), y las suponemos rompedoras de esa cacareada “Cuarta pared”, y situamos a la película como ejemplo burdo de discurso meta-cinematográfico, cuando en realidad todo es una broma descarada.
Helena Ignez es “Ângela Carne e Osso” (Ángela Carne y Hueso), la “súper poderosa enemiga de los hombres”, que, mientras atraviesa un centro comercial, va acompañada de Flávio Azteca (Stênio Garcia), a quien no cesa de propinarle puntapiés (“¡Rubia falsa!”, “¿Qué quieres de mí, Flávio Maya” “Maya no, Azteca” “Usted sabe, Flávio, no pertenezco a nadie”) al preguntarle si la quiere sólo para él y en Off se escucha la voz de Renato Machado como el narrador: “Las aventuras sexuales de Ángela Carne y Hueso, una de las diez negromaníacas”.
Inmediatamente deja a Flávio y se encuentra con “Vampiro”, el “único negro millonario de Brasil” (Antonio Pitanga), que conduce un Jeep, con quien pasa la noche y pone de pretexto que “tiene un examen de portugués”, por lo que no puede acompañarla a la “Isla del placer”, como es deseo de ella. Por el día, al encuentro de otro amante que se niega a acompañarla, después de morderlo como vampira y quemarle la espalda con un puro, Ángela hace el viaje a esa distópica isla (perseguida por el inútil asesino a sueldo que su marido envió tras ella y con quien, por supuesto, termina teniendo sexo), donde sólo encuentra decepciones y espeta discursos políticos (“no hay libertad individual sin libertad colectiva”), se aburre y va de aquí para acá, sobre la arena, amando ligeramente, sin comprometerse. Se besuquea con Armando (J.C. Cardoso), a quien llama “vampiro”, cuando le deja marcas en el pecho y este se pone nervioso ante el peligroso descaro de ella, al ir en bikini, sin cubrirse las marcas (“¿Es que no respetas ni a tu marido?”).
Una escena en la playa, paródica, deliberada, desfachatada, se burla abiertamente de la legendaria escena del beso caliente, glamoroso y resplandeciente entre los amantes que interpretan Burt Lancaster y Deborah Kerr en “De aquí a la eternidad” (From Here to Eternity, Fred Zinnemann, 1953). En la escena de “La mujer de todos”, el beso se recubre de arena mojada, gorduras y fealdad cuando dos turistas ruedan por ahí, ella pidiéndole una Cuba libre y él deseando no volver a Sao Paulo por el tráfico que es una verdadera lara. Y es que, como bien explica Ángela (“Soy un demonio anti occidental”), todo aquí es una lucha contra el capitalismo y su estética plástica, mediante una técnica burda (planos forzados, contrapicados fuera de foco), y una decidida puesta en escena “Trash”.
“Siempre esperé una puñalada por la espalda de todos mis amantes; yo nací para los ignorantes”: Ángela conoce y desconoce diversos ejemplares de la fauna masculina, entre estos a Ramón (Paulo Villaça), supuesto torero famoso de Madrid, muy varonil, pero que resulta ser un peluquero afeminado de “Bras”, a Zulú Anárquico, un revolucionario “perseguido por la policía mexicana”, que espera un pasaporte para huir a Bolivia (“Voy a seguir tu consejo, Ángela, voy a dejar de ser un trasatlántico en quiebra y convertirme en nudista profesional”), a su marido, el Doktor Plirtz (Jô Soares), que llega a la isla y a quien no parece importarle mucho lo descodado de su mujer (a pesar de aquél intento de asesinato), ya que él lee cómics de “Batman” y “Los 4 fantásticos”, es un “balonmaníaco” que fabrica enormes balones flotantes (tripulados), y que, al final, cuelga de los pies a Ángela y Armando (“Armando siempre dijo que quería subir, que quería tener al mundo a sus pies”) aclarando hacia la cámara (caminando a orillas del mar, mojándose los pies, vestido con uniforme de motociclista salvaje, lo que nos recuerda su pasado fascista) que “antes yo quería dinero, mujeres, hoy los globos tripulados pueden darme todo”. Y lo vemos acercarse a su globo gigante, que rueda lento entre las calmas olas, y besarlo y acariciarlo con las mejillas, boca abierta, con los ojos cerrados, con un rostro lascivo en una escena que se adelanta a la de la teta gigante que repta en la película “Todo lo que siempre quiso saber sobre el sexo y nunca se atrevió a preguntar” (Everything You Always Wanted to Know About Sex But You Were Afraid to Ask, 1972) de Woody Allen.
¿La lección? El mismo movimiento del “Cinema marginal” se queda al margen, en los sótanos de aquella filmografía nacional y nacionalista, un intento más en la noche agrietada de rupturas del celuloide. El capitalismo siempre triunfa. No cabe duda.