Por Sergio Huidobro
Desde Morelia

Monterrey I : lobos y palomas

Precedida por susurros entusiastas y por un premio paralelo al palmarés del Festival de Locarno, el primer largometraje del neoleonés Carlos Lenin sabe y deja claro que lo que hay que hacer con nuestras múltiples violencias nacionales es dejar de replicarlas a través del realismo. En su lugar, hay que formular nuevas propuestas para comunicar los abismos.

En un viaje cercano a las dos horas, “La Paloma y el Lobo” propone un acercamiento oblicuo a la devastación social y económica del Monterrey del siglo XXI. Lo hace a través de cuadros cronometrados, con puntos de fuga exactos, compuestos con regla de tercios y desplazamientos casi coreográficos, algunos tan pausados y latentes que harían ver el reloj a Béla Tarr.

Sin embargo, no hay muchos minutos que queden desperdiciados por la contemplación gratuita en el guión y el montaje firmados por el propio Lenin -el primero en colaboración con Jorge Guerrero Zotano y el segundo, por Alicia Segovia-; cuando hay algo que observar durante tres, cinco o siete minutos fijos, la película se las arregla para convencernos de que vale la pena sostener la mirada.

Los protagonistas, Paloma (Paloma Petra, de inocente, casi infantil voluptuosidad ansiosa) y Lobo (Armando Hernández, contenido, cuarteado, paseando sus pedazos de masculinidad herida por las calles polvosas del norte), son una pareja que mientras se acerca a los treinta años, ve su relación desmoronarse entre los dedos, con el panorama post-industrial de Nuevo León como escenarios: edificios abandonados en obra negra, plantas industriales difuntas o de maquila, urbanizaciones periféricas. Lo más cercano a la vida en comunidad son una serie de oficinas descarapeladas, de vidrios sucios y uñas de acrílico.

De hecho, uno de los momentos más dolorosos y secos de “La Paloma y el Lobo” está despojado de toda poesía audiovisual: es un plano medio de una mujer de 54 años durante una entrevista de trabajo pasivo-agresiva. Toda la película está narrada en cortas viñetas realistas intercaladas con episodios oníricos, entre video-ensayos y video-clips que revelan el mundo interno de los personajes y su relación con la violencia circundante.

En uno de estos, un grupo de obreros observa un narco-video en un celular sin que nosotros lleguemos a ver su contenido. Lo que vemos es una instalación de luz, un grupo escultórico de personajes con luces titilantes detrás de ellos. Igual que en un sueño, efecto es aterrador sin que lleguemos a explicarnos por qué.

Son estas intuiciones audiovisuales, únicas en su tipo, las que elevan a “La Paloma y el Lobo” y la convierten en una de las piezas de autor más intrigantes e interesantes del cine mexicano reciente. Si pensamos, además, que se trata de una ópera prima, se convierte en la promesa efervescente de un camino que habrá que seguir de cerca.


Monterrey II : la odisea de Ulises, el Terko

Más vale decirlo sin descafeinar: terminada ya la competencia de ficción del 17º FICM, “Ya no estoy aquí”, segunda ficción larga de Fernando Frías de la Parra después de “Rezeta” (si, con z; 2012), es la película que más disfruté de este programa y, si me apuran aunque estemos en octubre, bien sería la película mexicana que marca con fuego mi año cinéfilo. Salida la verdad del clóset, seguimos.

Ubicada en el corazón de la cultura kolombia (si, con k) en el extrarradio de Monterrey, así como en su exportación migrante a las calles populosas de Queens, NY, Ya no estoy aquí es un coming-of-age, un cuento pandillero, un musical involuntario y una suave historia de amor, enmarcado todo en las estructuras del cine de gángsters e incluso del western.

Su protagonista tiene 17 años y se llama Ulises -el guiño a Homero y a Joyce es palpable, y lo que es más meritorio, no está fuera de lugar-; lo conocemos a la par mientras vive en las laderas marginadas y sobrepobladas de Monterrey y unos meses después, cuando vive como un migrante fantasma, mudo, melancólico y alienado en un cuarto de azotea de Queens.

La conexión más íntima entre ambos mundos es la identidad cultural de Ulises, que emana casi exclusivamente del baile kolombia, una mezcla contagiosa y estimulante de sonidero, vallenato, movimientos tribales, pelvis en llamas y cumbia a paso lento. A quien recuerde los bailes de fertilidad y matrimonio vistos en “!Los viajes del viento” (2009) o “Pájaros de verano” (2018) le bastará con esa conexión para entender que lo que vemos es una cultura originaria arraigada y trasplantada con violencia al asfalto desnudo de las favelas.

Desarraigado de cualquier estructura tradicional como la familia, la escuela, la idea de lo “regio” o el nacionalismo, Ulises y los suyos han forjado una identidad sólida e indestructible al interior de su pandilla, los Terkos, una de las cinco bandas que habitan la favela neoleonesa. Un acierto mayor es que los personajes no estén desarrollados en función de sus vínculos con el crimen o la droga (aunque probablemente los tengan) sino como una comunidad basada en la amistad, la lealtad y el respaldo mutuo.

El sendero que recorre la película conduce al momento de su migración y al evento fatal que la ocasionó. Basta decir que cuando descubrimos la razón, el impacto es tan frontal que ocasiona que las dos mitades, con todo su baile y su romance, cuajen de pronto como dos espejos trágicos que se reflejan uno en el otro.

Mientras trazo y ordeno las notas de ideas para estos párrafos, descubro que, salvando las distancias y guardando los respetos debidos, esta estructura en dos tiempos podría pagarle un tributo discreto a “El Padrino II” (1974), con su río que corre hacia el pasado y el presente para explicar una educación sentimental forjada en el crimen.

A Fernando Frías, recién conocido a través de la serie “Los Espookys” para HBO, le ha madurado un sentido de la épica que logra enaltecer a los barrios bajos regios al mostrarlos como un paisaje vibrante y como un emocionante retorno a Ítaca en donde la marginación no es tal: el barrio de Ya no estoy aquí es más un hogar, un hábitat y un terruño antes que una zona de peligro observada desde la moral pequeñoburguesa. Al entrar hombro a hombro con los Terkos a su barrio, no nos sentimos observadores de la CNDH: somos uno más de la ganga pandillera. Nos sentimos protegidos. Cobijados. El barrio nos respalda.