Por Pedro Paunero
La “bestia” adolescente
Si Nicholas Ray se había erigido en padre de la juventud cinematográfica (1) a través de un par de películas —“Viven de noche” (They Live by Night, 1948) y “Rebelde sin causa” (Rebel Without a Cause, 1955)—, cuyos maduros guiones no estaban dirigidos a los jóvenes necesariamente, sino a los adultos, tratándoles de explicar las razones de la “brecha generacional” (2), en el terreno de la Ciencia ficción un ansia de paz, de beatitud, erigida sobre el temor a la guerra nuclear, construía guiones ingenuos cuyo vehículo era el niño —único ser con la inocencia necesaria para evitar la catástrofe—, sobre quien descansaba la responsabilidad de mostrar a los adultos el camino errado que se estaba tomando a nivel mundial, y las oscuras posibilidades que se cernían sobre el planeta.
Películas como “Cuando los mundos chocan” —que recogía los anhelos trascendentales de la primera épica del subgénero, debida a un guion inteligente de H. G. Wells, “Lo que vendrá” (3), de William Cameron Menzies—, culminaba con el mensaje de que, aunque el mundo bien podía perecer bajo una catástrofe cósmica, el futuro (forzosamente erigido en otro mundo), sólo pertenecía a los jóvenes.
El cine de terror —cuyos estrenos eran exhibidos, principalmente, a través de los autocinemas—, también explotó la nueva posibilidad taquillera del fin de semana, la matiné, “el domingo” de los chavales, con unos títulos descaradamente dirigidos a los jóvenes: “Yo fui un hombre lobo adolescente” (I Was a Teenage Werewolf, Gene Fowler Jr. 1957), “El hijo de Frankenstein” (aka. Yo fui un Frankenstein adolescente; I Was a Teenage Frankenstein, Herbert L. Strock, 1957) y “La sangre del vampiro” (aka. La sangre de Drácula; Blood of Dracula, Herbert L. Strock, 1957) (4) y otros más vergonzosos, en los que se contrataba a un elenco veinteañero —y aún menor— con el cual pudiera entenderse el público. Fue así que, varias películas, añadieron a sus títulos el mote de “Yo fui [algo] adolescente” como un mero acto publicitario entre la juventud cinéfila.
Jack Arnold dirigió “Monstruo en la noche” (1958), la cual, según esa mala costumbre de cambiar los títulos originales en México, que lleva el original inglés de “Monster on the Campus”, aludía a la posibilidad de que una bestia anduviera suelta en los terrenos de una universidad. Un gancho publicitario para atraer a los chicos al cine, por supuesto. En “Monstruo en la noche” casi no había roles para actores muy jóvenes, pero sí un profesor que, debido a sus investigaciones, se convierte en un antropoide —es decir, involuciona—, y que varios años después, en una de sus producciones más reconocidas, Ken Russell retomará con “Estados alterados” (Altered States, 1980). La trama no era más que una sombra del Dr. Jekyll y el Sr. Hyde (en todo ser humano duerme la maldad, “la sombra” freudiana), pero que se debía al impulso que comenzara con “Yo fui un hombre lobo adolescente”, dejando entrever que todo adolescente lleva dentro de sí a una bestia incontrolable, que sólo necesita un estímulo para surgir con violencia inusitada.
Los niños conquistarán el cielo
“Hijos del espacio” (The Space Children, 1958), del ineludible Jack Arnold —se trata de una de sus películas más flojas, en la que se pierde mucho tiempo y metraje haciendo tomas de los niños yendo y viniendo por la arena de la playa—, se estrenó hacia el final de la primera década cuyo cine se volcó por entero a un público joven. Es una de esas producciones de bajo presupuesto de los años cincuenta, bastante rentables, que contenían un muestrario de personajes entresacados de la adolescencia que experimentaba la post guerra y, a diferencia de los seriales de los años treinta, de entretenimiento puro, como “Flash Gordon”, y los incontables títulos espaciales que le siguieron, con los súper héroes y los súper villanos de turno, pero en las cuales el adolescente no jugaba un rol importante en la trama, no relataba la historia de unos niños venidos de otro mundo, aunque su título así lo sugiriera, pero conformaba ya una de las premisas básicas de la Era de Acuario y la New Age, fenómeno propio de la década de los setenta: el contacto extraterrestre se daría, exclusivamente, a través de los niños. El guion de “The Alien” (1962), una película jamás rodada por el genio indio Satyajit Ray, que acaso inspiraría —acaso sería plagiado por—, el “E.T.” (1982), de Steven Spielberg, presentaba una trama en la cual los alienígenas abandonaban sus ambiciosos planes de conquista en pos de jugar y otorgar dones especiales a los niños humanos. El argumento, a pesar de lo novedoso que podía parecer, había sido la base de “Supersonic Saucer” (1956), una inocentada sin más pretensiones que entretener a los niños, por parte de Guy Fergusson, con un guion de Frank Wells, hijo de H. G. Wells, hecha para una fundación británica privada que tenía, precisamente en la infancia, el porqué de su existencia.
En “Hijos del espacio”, los planes gubernamentales americanos de probar un nuevo misil, capaz de poner en órbita un satélite con una bomba de hidrógeno, se ven frustrados cuando un extraterrestre con forma de cerebro viviente —bastante logrado, cortesía de Ivyl Burks, responsable de los efectos visuales de “La guerra de los mundos” (1953), y “La conquista del espacio” (1955), ambas de Byron Haskin, que usó para ello luces de neón al por mayor—, instalado temporalmente, para cumplir su misión, en una cueva a orillas del mar, se comunica telepáticamente con siete niños, todos hijos del personal militar dedicado al proyecto, que harán de saboteadores, y que revelan que “los niños, en todo el mundo, han hecho lo mismo en todos los países”. Mirar a una pandilla de chavales capaz de dar al traste con los planes de destrucción de los adultos bien podía hacer brotar alguna lágrima, pero pronto sería secada en el cambio de marea que proponía “El pueblo de los malditos” (Village of the Damned, 1960), de Wolf Rilla, magnifica adaptación del clásico literario contemporáneo escrito por el británico John Windham, “Los cuclillos de Midwich” (pub. 1957), con sus niños de cabellos blancos y ojos dorados, implantados el útero de todas las mujeres en edad de concebir, afectadas por un fenómeno extraterrestre en la aldea de Midwich, y que comparten una mente común (el “Homo Gestalt”, según la novela), cuyas intenciones son tomar el control absoluto. Mucho se ha especulado sobre el significado del libro, que funciona a la perfección como una metáfora de la brecha generacional, apelando a sensaciones básicas de temor a aquello que, pareciendo conocido —y controlable—, como son los niños, se vuelve en contra con una apariencia extraña, monstruosa. Su clímax metafórico —si tal era intencional—, no culminará sino con un título de Narciso Ibáñez Serrador, hombre clave de la Fantaciencia de la pantalla española, en “¿Quién puede matar a un niño?” (1976), con su isla habitada sólo por niños controlados por una inteligencia extraña, que asesinan a cuanto adulto pise sus tierras.
Una historia de amor, más allá de la pantalla
“Rebeldes del espacio” (aka. Adolescentes del espacio exterior, Teenagers from Outer Space, 1959), de Tom Graeff, se exhibió en México unos años después de su estreno americano, y el título que se le dio en el país (“rebeldes”) sugería que la juventud, en cualquier lugar del universo, adolecía de los mismos defectos que los chicos de la Tierra —eran los primeros años del rock and roll que se apoderaba de la radio y los cafés—, sin embargo —con todo y sus malísimos diálogos de pura Serie B—, la historia iba más allá, al mostrar al extraterrestre Derek (David Love, seudónimo del actor Chuck Roberts), quien se oponía a los designios de la misión de destrucción que les había sido encomendada, al inclinarse por preservar la vida de un planeta ajeno (en el suyo los viejos son eliminados, se entiende, en pos de una eugenesia, ya que el capitán expresa “somos una raza superior, poseemos armas superiores”), en oposición a que nuestro mundo sirva de granja de los “Gargons”, una especie de ganado espacial —en realidad langostas, agigantadas con primitivos efectos especiales de cámara—, tan salvaje que incluso los invasores temen. Los pilotos espaciales recorren arriba y abajo la calle de Sunset Blvd. en sus baratos uniformes de utilería, y alguno con un casco desechado de piloto de avión, poniendo cara de malos y actuando un poco mejor. El título original se valía del impulso que la influyente película “Yo fui un hombre lobo” (1957), de Gene Fowler Jr. —cuyo título original en inglés es “I Was a Teenage Werewolf”, es decir, “Yo fui un hombre lobo adolescente”—, había provocado en una ola sucesiva de imitaciones.
Inevitablemente, Derek se enamorará de una joven humana, Betty Morgan (Dawn Bender), que convence a su abuelo de hospedarlo en su casa —porque Derek no tiene dónde ir, ni padres, ni familia, y ella igualmente se muestra interesada en el chico—, por lo que, increíblemente, le dejarán vivir en el cuarto de renta sin pagar un solo centavo, hasta que consiga trabajo. ¿Habrase visto abuelo más condescendiente en la historia del cine? Este gran abuelo, por cierto, está interpretado por Harvey B. Dunn, uno de los actores favoritos del mítico Ed Wood. Mientras tanto, Thor (Bryan Grant, también conocido como Bryan Pearson), otro de los integrantes de la misión, y encargado de llevar de vuelta a Derek ante las autoridades de su planeta, irá de aquí para allá, en su busca, desintegrando gente con su rayo mortal, de quien sólo deja esqueletos mondos y lirondos.
La historia de Tom Graeff, su director, un “auteur” artesanal por derecho propio con este único título tan curioso como irrisorio, es tan interesante como para escribir un libro, o rodar una biopic al estilo de aquella que filmara Tim Burton —de hecho, Tim Burton reutilizará el elemento de la pistola desintegradora en su propia película “Marcianos al ataque” (Mars Attacks!, 1996), pero ya había aparecido antes en otras ficciones, por ejemplo como una de las armas que usa el simpático Marvin el Marciano (Marvin the Martian), personaje de los Looney Tunes, que data de 1948—, pero fue un proyecto inconcluso del editor Richard Valley, responsable del célebre fanzine “Scarlet Street: The Magazine of Mystery and Horror”, que sólo llegó a publicar un reportaje sobre Graeff en el que se revelaba que el misterioso “David Love”, era su pareja sentimental, según declaraciones del actor Bryan Grant para dicha publicación. Por alguna extraña razón, por mucho tiempo se había supuesto que Love y Graeff no eran sino una misma persona, aunque el mismo Graeff tuviera el papel del reportero Joe Rogers en su película; la confusión pudo haberse originado porque Graeff no aparece acreditado con su apellido, sino como Tom Lockyear. Se lo llamó “el Ed Wood gay”, debido a la orgullosa bisexualidad de que hacía gala, al grado de perder la cabeza, utilizar la radio para proclamarse como “Jesucristo II”, y evangelizar —como, según el mito, miles de años antes hiciera Orfeo, en Grecia—, sobre las bondades de la bisexualidad practicante. Graeff había trabajado —¡tenía que ser!—, como asistente de Roger Corman en “Emisario de otro mundo” (Not of This Earth, 1957), de quien aprendería más que un par de cosas, sobre todo a economizar medios a la hora de dirigir y producir.
Y es que, lo más interesante de “Rebeldes del espacio” es que, salvando las distancias, se trata de un “producto total”, como las películas de Chaplin, a la que Graeff no sólo dirigió, sino que produjo, editó, escribió, en la que actuó, e intervino en la fotografía. Graeff se las ingenió —haciéndose pasar como estudiante— para que la dueña de la casa, que aparece como propiedad del abuelo de Betty en el filme, la prestara sin recibir nada a cambio. El crew, incluso, utilizó la electricidad de la misma para todos los aparatos del equipo de rodaje, aunque no me he enterado a cuánto ascendió la cuenta de la luz, sí que podemos imaginar que no fue, precisamente baja.
Graeff obtuvo el financiamiento para su proyecto poniendo un anuncio en el “The Hollywood Reporter”, al que contestara Bryan Gryant, que no dudó en invertir cinco mil dólares, que jamás recuperó (terminó demandando a Graeff, pero el caso fue sobreseído), a cambio de que se le diera un papel estelar. Cuando la película se estrenó —a pesar de haber sido adquirida por la Warner Bros.—, el resultado en taquilla fue tan malo que, como veremos, ensombreció la carrera de todos los involucrados. Se cuenta que el público se reía a carcajadas cuando, se suponía, debía apartar la cara por el susto. Para el optimista Gryant constituyó un desastre existencial, pues sus planes de entrar con todas las de la ley en la industria de Hollywood, se vinieron abajo. Fue por ese tiempo cuando Graeff se proclamó Jesucristo, y se puso a evangelizar en los escalones de la Iglesia Presbiteriana de Gower, en Missouri; hasta ahí, los presbiterianos lo toleraron y le dejaron hacer —debió parecerles convincente, pues muchos de los integrantes de esta clase de cultos son proclives a ver mesías donde quiera— pero, una vez que intentó entrar y predicar desde el atril, se lo impidieron y lo corrieron. Love—Roberts, su actor fetiche y amante, tenía veinticinco años cuando interpretó a Derek y, poco después del estreno del filme, con todo el pandemónium alrededor, desapareció avergonzado de la escena. El camino de Graeff, como era de esperarse, a partir de entonces sólo fue cuesta abajo. Se enlistó como alumno en una escuela de cuáqueros en Pensilvania, en la cual volvió a proclamarse encarnación de Jesucristo, fue echado de ahí, e internado en una institución mental, para luego volver a California, casi derrotado. Debido a sus contactos en el mundo del cine, logró colocarse como editor en la película “The Wizard of Mars” (1965), de David L. Hewitt pero, mentalmente inestable hasta su final, tuvo la ocurrencia de pagar un anuncio, en el que ofrecía un guion titulado “Orf”, por medio millón de dólares, en la revista “Variety”, en el cual, por supuesto, nadie se interesó.
La vida de Graeff es un rompecabezas (5), más interesante que su escasa obra, aunque esta misma no podría haber existido sin las obsesiones y aspiraciones de su creador quien, un mal día de diciembre de 1970, ocupó el asiento de un automóvil alquilado, un Chevrolet Impala Sedán del mismo año, en el garaje de una casa rentada —en la que jamás residió—, en Olive Ave. en La Mesa, en el Condado de San Diego. Había colocado una manguera en el escape de otro automóvil, un Corvair 1960, estacionado a un lado, y la había introducido por la ventanilla al Impala. Karen Balding, una joven vecina de Graeff, despertó por el insistente sonido de un despertador, colocado a propósito fuera de la ventana de la habitación de Graeff para que sonará a una hora programada. La muchacha encontró el despertador y un sobre con una nota dirigida a ella, donde le explicaba que tenía que deshacerse del automóvil. Karen no siguió las instrucciones, sino que llamó a la policía y esta dio con el cadáver del director en el garaje, totalmente sellado para evitar que los humos tóxicos pudieran escapar al exterior. Graeff tenía cuarenta y un años al morir. La película “Rebeldes del espacio” se recuerda hoy —por esa intención del público de reconocer películas malditas como a objetos casi sagrados—, como una película de culto, y un tributo de amor al misterioso David Love—Chuck Roberts, eternamente joven en el celuloide.
Still de “The Blob” (1958).
El mensaje moralista detrás del Slasher
Un año antes del estreno americano de “Rebeldes del espacio”, en “La mancha voraz” (The Blob, 1958) (6), de Irvin S. Yeaworth Jr., (la primera película totalmente dedicada a la juventud, que tanto se apropiaba de sus rituales como los entretenía en una puesta en escena que no es sino evasión auténtica), los muchachos de todo un pueblo veían la oportunidad de demostrar sus dotes heroicas ante la amenaza extraterrestre, y el desconcierto de los adultos. En la conclusión, los chicos tendrán la razón y salvarán, de paso, su comunidad.
Irvin Yeaworth, el director de “La mancha voraz”, tenía en su haber unos cientos de “Filmes efímeros” (7) antes de dirigir, producir y escribir “The Flaming Teenage” (1956), una película encurtida en descarada moralina cristiana, en cuyo guion también colaboró su esposa. La historia giraba alrededor de los peligros del alcohol durante la adolescencia y, aunque ridícula, no llega a ser tan contradictoria —en cuanto a sus alcances— como ese clásico involuntario y del equívoco que es “Reefer Madness, Tell Your Children” (1936), de Louis J. Gasnier, que pretendía advertir —de manera sumamente divertida y exageradísima— sobre el uso de la marihuana, que todo el mundo —incluyendo a los activistas por el uso de la proverbial hierba— se ha tomado a guasa. No era de extrañar, ya que Yeaworth trabajó en colaboración con el influyente reverendo protestante Billy Graham. ¿Qué lleva a un hombre como Yeaworth a rodar una película sobre boligomas espaciales capaces de derretir la carne y el hueso? Es muy probable que el mensaje velado de la película sea el mismo que el de “The Flaming Teenage”: los padres —los adultos—, deben poner atención a los chicos, y no dejarse llevar por fábulas como las de Pedro y el lobo. No se le puede pedir más comprensión —hacia el “incomprendido” periodo de la adolescencia— a una película de la naturaleza de “La mancha voraz”.
Luego, el cine de toda una década se dedicó a acosar, perseguir, desangrar, destazar, o simplemente a explotar, a la adolescencia con subgéneros importados de Italia, creados por el maestro Mario Bava, el “Slasher” y el “Splatter”, como las sagas de “Viernes 13” y “Pesadilla en la calle de infierno”, a partir del “Giallo”, un producto de la nación transalpina, pero retomados como variantes americanas ya dentro de lo que supuso el primer período del réquiem por el sueño americano. Como diría el escritor americano Douglas E. Winter:
“El terror convencional siempre ha sido rico en segundas lecturas impregnadas de puritanismo. Si hay una cosa segura es que los adolescentes que practican el sexo en coches o en los bosques morirán. La mayoría de libros y películas de los años ochenta brindan un mensaje tan conservador como su moralidad: el conformismo. Los “hombres del saco” de “Halloween” o “Viernes 13” son los defensores a ultranza de la uniformidad. No lo hagas, nos advierten, o pagarás un precio espantoso. No hables con extraños. No vayas a guateques. No hagas el amor. No te atrevas a ser diferente”. (8)
Por esto, al terminar la película, no es raro que la “heroína virginal” (“The Final Girl”), sea la única superviviente y que el peligro, el horror de esta advertencia, haya mutado, ya bajo la dictadura de la Corrección política en los sensibleros romances de la saga pseudo vampírica de “Crepúsculo”. Con todo, los años ochenta encendieron el switch de otra corriente alterna, aquella que derivó en la “Comedia sexual adolescente” (Porky´s, de Bob Clark) (9), y las formas del “Teensploitation”, como en las disímbolas “Der Fan” de Eckhart Schmidt, y “Siete pecas” de Herrmann Zschoche, películas de las dos Alemanias antes de la reunificación (10). Si en “Der Fan”, Désirée Nosbusch se convertía en asesina (erotómana) del objeto de su admiración, el camino contrario fue el que siguió una cinta como “Los muchachos perdidos” (The Lost Boys, 1987), de Joel Schumacher, que equiparaba la atracción que el Rockstar ejerce sobre sus fans a una forma de vampirismo.
Los años de la explotación de “lo adolescente”
Los años posteriores a la pandemia del SIDA serán motivo de la opera prima del fotógrafo y director Larry Clark, con la colaboración del guionista Harmony Korine, en un directo tratamiento de una adolescencia desesperanzada, urbana, consumidora de drogas y proclive a contraer la “peste del Siglo XX”, en “Kids, vidas perdidas” (Kids, 1995). Pero el mensaje no es claro, como pudiera parecer. Todo en la obra de Clark es ambiguo, y se tiende entre la veraz crítica social y el decidido Teensxploitation, para ello revísese, por ejemplo, el mediometraje pornográfico “Jonathan” (2013), vendido como si se tratase de un documental, en el cual el joven Jonathan Velasquez tiene un encuentro —bastante “cercano”— con Lexi Diamond, una conocida Pornostar.
La lucidez alcanzada con “El club de los cinco” (The Breakfast Club, 1985), de John Hughes, película en la que cada protagonista representaba un modelo de adolescente de aquellos años, y en la que tenía la oportunidad de dignificarse una mañana de castigo escolar, ha sido cuestionada, bajo la mirada acusadora de la propia Molly Ringwald, la actriz fetiche de Hughes, como película inadecuada para los tiempos que corren. En su momento, este título de culto tuvo que competir con las producciones visualmente pirotécnicas de Steven Spielberg y George Lucas, que dieron al traste con la madurez que la Ciencia ficción había alcanzado con títulos como “2001, Odisea del espacio” (2001: A Space Odysey, Stanley Kubrick, 1968), “Solaris” (Solyaris, Andréi Tarkovski, 1972) o “Naves misteriosas” (Silent Running, 1972) de Douglas Trumbull.
El infantilismo había triunfado, pero no sin que una última producción diera la última batalla. Esta se sostenía sobre la idea del desentendimiento tradicional que los adultos tienen hacia sus hijos, y en la que una panda de jóvenes se convierte en fugitivos a la fuerza, pero logra no sólo el reconocimiento popular, sino la dignificación del ser adolescente. Su título es “La leyenda de Billie Jean”.
Continuará.
Referencias:
(1): Nicholas Ray, padre de la juventud en el cine, por Pedro Paunero
(2): Battle Royal: la brecha generacional ensanchada de nuevo. Por Pedro Paunero.
(3): El cine y la guerra total. En el principio. Por Pedro Paunero.
(6): De cómo Hollywood inventó a la juventud. Por Pedro Paunero.
(7): Los filmes efímeros. Por Pedro Paunero.
(8): Winter E. Douglas. Escalofríos (Prime Evil). Grijalbo Mondadori. España. 1989.
(9): La comedia sexual adolescente, un viaje a sus orígenes. Por Pedro Paunero.