Por Pedro Paunero
“Adulescentes ab alescendo sin nominatos”
Varrón (116—27 a. C.)
De Swing Kids y Zazús, el origen de las tribus urbanas
Ser joven es, también, un acto político. Los “Swing Kids” (en alemán “Swingjugend”), en la Alemania de la República de Weimar, escuchaban música importada de los Estados Unidos e Inglaterra, Swing y Jazz, llevaban abrigos holgados, sombreros hongo y largas cabelleras, los “Zazús”, en la Francia anterior a la ocupación, iban con largas chaquetas a cuadros, con bolsillos y trabillas, mientras las chicas usaban faldas cortas, medias a rayas y zapatos de plataforma, el cabello peinado en trenzas y anteojos de sol. Ambos grupos se caracterizaban por utilizar paraguas y, aunque ofrecieron resistencia al avance del lavado mental fascista, no fueron tan perseguidos como los “piratas de Edelweiss”, que se negaron a ser integrados en las “Juventudes hitlerianas”. Con algunos otros, ellos fueron los precursores de las tribus urbanas de fines del Siglo XX, pero el fenómeno es aún más antiguo.
El autor Jon Savage, en el libro “Teenage. The Creation of Youth, 1875-1945”, cita pandillas juveniles en el año 1810, en los Estados Unidos, cuando el término “delincuente juvenil”, aparece por primera vez en la imprenta y, a fines del Siglo XIX, ya era común ver bandas de chicos agrupándose en las esquinas, con vestimentas que los identificaban, y sus propios códigos. Hacia 1900, en el París de la Belle Époque, los “apaches” (término que utilizó la policía por los métodos violentos —equiparados a los de los indios de las praderas americanas— que usaban para asaltar, fueron llamados anteriormente “terrores de dieciocho años de edad”), que usaban suéteres a rayas, chaquetas de alpaca, pantalones ajustados en la cintura y los muslos, con un cinturón de franela roja, y gorra con visera, fueron los protagonistas de un célebre triángulo amoroso cuando dos líderes, Leca y Manda, se disputaron los favores de Amelia Elias —quien, a los trece años, comenzara su vida en la prostitución—, que pasaría a la historia como “Casque d’or”, por su cabellera pelirroja, y a quien interpretaría en el cine Simone Signoret en “París, bajos fondos” (Casque d´or, 1952), de Jacques Becker.
Como se señala en el documental “París 1900. La Belle Époque”, de Hughes Nancy, el enfrentamiento entre las bandas que ambos lideraban fue el antecedente —de la vida real—, de la película “Amor sin barreras” (West Side Story, 1961), de Robert Wise, aquel famosísimo musical sobre el enfrentamiento de la banda juvenil puertorriqueña de los “Sharks” contra la de los “Jets”, estadunidense, en una revisión callejera de “Romeo y Julieta”. Fue, por lo tanto, el cine el medio que, tanto popularizaría —llevándolo donde quiera fuera vista la película—, como explotaría, el concepto de la “pandilla” como un ente social que agrupa, protege y otorga un sentido de existencia. Y es en la historia de “Rebeldes del swing” (Swing Kids, 1993), de Thomas Carter, donde se prueba cuán peligrosos resultan ciertos rituales adolescentes para un régimen cerrado, que recién comenzaba a dar muestras de su franca intolerancia.
A la vez que, en las calles, se dan las primeras golpizas y persecuciones a los judíos, en las tiendas las fundas de los discos son cambiadas para pasar la censura, los chicos comparten un lenguaje propio —un “slang” que consistía en fusionar dos palabras para crear una tercera, de sonido gracioso—, usan contraseñas silbadas, se vendan los ojos y juegan a identificar a los músicos de las bandas de acuerdo a cada instrumento, y bailan, todavía, con cierta libertad en los clubes…, hasta que las patrullas de las Juventudes hitlerianas hacen su aparición, se detiene la música y cambian el ritmo todos a uno, para evitar una redada. Poco a poco, los clubes de baile van siendo cerrados, y los “Swing Kids” fichados (1). Baile y música como un acto de resistencia pero, sobre todo de libertad. Es decir, de elección.
Una década antes, en la República de Weimar, dos jóvenes crearían el marginal “Club del suicidio”, cuya verdadera historia se cuenta en “Amor en el pensamiento” (aka. Love in Thoughts/Laberinto de sexo y muerte/Sentimientos mortales; Was nützt die Liebe in Gedanken, 2004), de Achim von Borries, integrado solamente por Paul Krantz (Daniel Brühl) y Günther Scheller (August Diehl). Paul tiene dieciocho años, y se siente poderosamente atraído por la sensualísima Hilde (Anna Maria Mühe), de dieciséis, hermana menor de Günther, de diecinueve, pero ella se acuesta con un cocinero, Hans (Thure Lindhardt), a quien también ama Günther, mientras Elli (Jana Pallaske), permanece al margen, enamorada e ignorada por Paul. El amor libre, la homosexualidad declarada, la absenta, el Charleston, las fiestas en ambientes cargados de erotismo, la belleza del paisaje y de los chicos de ambos sexos, son los hilos de la trama de esta hermosa película, que desembocó en la real —e histórica— “Tragedia del Estudiante de Steglitz”, cuando Günther, despechado por Hans, y tras haberlo asesinado a tiros, se suicidara, para cumplir así con el pacto que hiciera con Paul, a saber, matarse después de matar al objeto de su desamor. Hilde, quien había leído el libro de poemas de Paul —aspirante a poeta— y, dueña de la situación, ella misma le escribe unos versos como respuesta, en una de cuyas líneas se lee el título que da nombre a la película:
“Dado que eres joven todavía, me parece
Que tú vives el amor sólo en quimeras.
Temo que en esto de experiencia adoleces.
Ya has perdido mucho tiempo, ¿qué esperas?”
“Una chica te dará su agradecimiento
Sólo en poemas tu ardor expresarás.
¿De qué sirve el amor en pensamientos?
Si la oportunidad viene, no lo sabrás”.
Pero esta juventud alemana extrema y pasional, que rendía homenaje al germanísimo “Sturm und Drang”, cuyo máximo exponente son “Las penas del joven Werther” (pub. 1774), de Goethe, con su protagonista suicida por un amor no correspondido, no tenía cabida en el régimen nazi. Los muchachos cumplieron, de acuerdo a lo establecido:
“Posteridad querida, estos son los estatutos de nuestro Club del Suicidio. Los miembros son Paul Krantz y Günther Scheller. Primero: el nombre del Club del Suicidio será anónimo. Segundo: el amor es la única razón por la cual estamos dispuestos a morir. Tercero: el amor es la única razón por la cual estaríamos dispuestos a matar. Por lo tanto, juramos terminar con nuestras vidas cuando no exista ninguna sensación de amor… y tomaremos todo del que nos lo robó”.
Pero también el régimen cumplió, de acuerdo a sus propios dogmas. Krantz, absuelto por el escándalo de la muerte de Günther y Hans, logró publicar sus obras —con el seudónimo de Ernst Erich Noth—, prohibidas por el nazismo debido a sus afiliaciones comunistas. Escapó a Francia donde, tras la ocupación, vivió en la clandestinidad para después trasladarse a los Estados Unidos. Regresó a Alemania y enseñó en la Universidad Goethe de Fráncfort del Meno, hasta que murió, en 1983.
Rebelión en las aulas
Estrenada meses antes que “Rebelde sin causa”, en “Semilla de maldad” (Blackboard Jungle, 1955), de Richard Brooks, que dejaba entrever que la nueva juventud atiborraba las escuelas con delincuentes juveniles que mantenían un férreo control sobre el resto de la población estudiantil, y sobre los mismos profesores, a quienes importaba muy poco que el sistema fuera caduco —debido a los bajos salarios que percibían—, uno no deja de sorprenderse ante el optimismo del profesor Richard Dadier (Glenn Ford), en el sistema, tras pedir empleo como profesor de inglés en una escuela en la que se prohíbe mencionar que las cosas van mal, y en una trama que sabía incluir —después de todo—, un mensaje anti racista. Así, Sidney Poitier, como uno de los líderes (Miller), repetirá papel, años después, ahora desde el otro lado del escritorio, como el profesor Mark Thackeray, en “Al maestro con cariño” (To Sir, with Love, 1967), de James Clavell.
¿Por qué “Rebelde sin causa” alcanzó el status de película de culto, y no “Semilla de maldad” que, históricamente, se recuerda como la primera en incluir un tema de rock (“Rock Around the Clock” de Bill Haley & His Comets), canción que iniciara la Era del Rock en el cine? La respuesta es obvia. La primera logra un equilibrio entre el romanticismo que rodea una muerte trágica, como la de James Dean (que lo convirtiera en mito), fuera de la pantalla, y la de los personajes del drama en la diégesis del filme, y la segunda se metamorfosearía en un filme lamentable, “Clase 1984” (Class of 1984; 1982), de Mark L. Lester, que trivializa con violencia gratuita los aspectos sociales que, en “Semilla de maldad”, se asumen como desencadenantes de la delincuencia. “Rebelde sin causa” parecía un canto de sirena, un destino, o una profecía, en la vida de Dean, eternamente joven desde entonces, trágicamente eterno, como los “elegidos de los dioses” de los mitos griegos, que siempre mueren jóvenes, es decir, “son tomados” o “arrebatados” para el Olimpo, y viven en la memoria de quienes los lloran.
Cuando el rebelde monta una moto
Esa “rebeldía sin causa” —que, en realidad, casi siempre tiene una causa—, de la arquetípica película de Nicholas Ray, extendería su influencia en las “Biker Movies”, una categoría del Cine Exploitation que comienza con “El salvaje” (The Wild One, 1953), de László Benedek, con un agresivo Marlon Brando conduciendo una Triumph Thunderbird 6T del año 1950, enfundado en una chamarra de cuero, con gorra ladeada y largas patillas, que tendría influencia en la subcultura del cuero (leather) que, a la vez, marcaría parte del atuendo en el Movimiento BDSM, y el “look” de los músicos de rock como Elvis Presley. Aunque existen películas Biker desde el principio de la historia del cine, no será hasta que la moda impuesta por Marlon Brando y “Ángeles salvajes” (The Wild Angels, 1966), de Roger Corman, culmine con la cinta insignia de la contracultura y del Nuevo Hollywood —que se apropiaba de los principios estéticos de la Nouvelle Vague francesa—, “Busco mi destino” (Easy Rider, 1969), de Dennis Hopper. La recensión futurista de las tribus urbanas tendría en “La naranja mecánica” (A Clockwork Orange, 1971), de Stanley Kubrick, su fábula más extrema, que no dejaba de advertir sobre los daños de recanalizar esa “energía juvenil”, para los fines maquiavélicos —políticos—, de los dirigentes y gobernantes; en equivalencia, en “Los guerreros” (The Warriors, 1979), de Walter Hill, el temor a la violencia organizada que la fuerza dormida de la población veinteañera pudiera alcanzar, recorre la geografía neoyorkina en un lejano recuerdo de su origen literario, la “Anábasis”, del general e historiador griego Jenofonte. Debido a una confusión (el asesinato del líder que pretende aglutinar todas las pandillas callejeras), perpetrada desde las sombras (para culpar a la banda de los Guerreros), la hostilidad, como en tiempos de Jenofonte, se va mostrando en el entorno, en la persona de las otras tribus, y en la misma noche que los acosa sin cesar. El territorio, antes dominado, se revuelve en enemigo al acecho.
La leyenda de Billie Jean y el final de la rebeldía juvenil
En el libro “Moteros tranquillos, toros salvajes” (pub. 1998), el historiador cinematográfico Peter Biskind narra cómo Warren Beatty insistió, al grado de la humillación, ante el viejo productor Jack Warner —que no creía en el proyecto—, para que le adjudicaran participar en “Bonnie y Clyde”, la historia de los dos ladrones de bancos, y amantes adolescentes, convertidos en leyenda popular estadunidense. La película, dirigida por Arthur Penn, se estrenó en 1967, y fue un gran éxito de taquilla; y aunque antes ya se habían rodado filmes inspirados en la pareja, como “You Only Live Once” (1937), de Fritz Lang y “Muerte al amanecer” (aka. El demonio de las armas; Joseph H. Lewis, 1950), de Joseph H. Lewis. “Bonnie y Clyde” fue la primera película que iniciara el período llamado del “Nuevo Hollywood” (2), que llevó al cine películas de altísima calidad, con una clara influencia europea. Biskind narra, en la obra citada, cómo se reunían en una casa de Nicholas Beach, California, directores como Brian De Palma, Martin Scorsese, John Milius, y actores como Al Pacino y Robert De Niro, así como un “Caballo de Troya”, llamado Steven Spielberg, un nerd asexual —por entonces—, quien, a imitación de los éxitos juveniles de “Serie B” de los años cincuenta, recibió una gran cantidad de dinero para llevar al cine el primer éxito del verano, “Tiburón” (Jaws, 1975), que no es sino una película de Serie B de calidad, que se oponía, en realidad, a los postulados no escritos del Nuevo Hollywood.
Bonnie Parker y Clyde Barrow todavía son objeto de veneración; como figuras al margen de la ley, envueltas en el aura romántica de pareja que “hacía el amor” —tras cada asalto—, al borde del camino, como rebeldes que casi se salieron con la suya, como dos “Robin Hood” modernos surgidos de la Gran Depresión, como adictos a la adrenalina o, simplemente, como dos veinteañeros que fueron perseguidos por una ley corrupta —adulta—, y exterminados por esta misma. Bonnie tenía veinticuatro años al morir, Clyde, apenas un año mayor, cuando fueron emboscados, cocidos a balazos por la policía de Texas, y muertos a bordo de su Ford Deluxe V-8 robado. A partir de entonces, su leyenda ha vivido en el cine, en el teatro, en novelas, y hasta en dibujos animados, que tanto los celebran como los denuestan.
La abismal diferencia entre los rebeldes escolares de “El club de los cinco”, y Bonnie y Clyde, no puede ser mayor. La película de John Hughes funciona sólo para un grupo determinado de adolescentes —aquellos que crecimos en los años ochenta, acaso para algunas generaciones más—, cómodamente instalados en la clase media, en edad escolar, pero aspirando a “romperlo todo” para hacerse escuchar. Sin olvidar la importancia que realmente tiene, pues la película refleja comportamientos, maneras de hablar y de vestir, de varios tipos de adolescentes —no sólo estadunidenses—, sin caer en la mera caricatura, ¿cómo podría afectar ese mensaje, en aquél tiempo “liberador”, de unos chavales haciendo cosas “prohibidas” un sábado por la mañana, desatendiendo al castigo escolar, a los niños y adolescentes de la Cultura urbana Kolombia, que protagonizan “Ya no estoy aquí” (2019), de Fernando Frías, en un México azotado por la violencia del narcotráfico? A la distancia, “El club de los cinco” se nos revela como una película de fantasía clasemediera, en una catarsis netamente cinematográfica. Una fantasía aspiracional para chicos bien portados, que no pasarían más allá de la puerta al fumarse el primer cigarro.
“La leyenda de Billie Jean” (The Legend of Billie Jean, 1985).
En “La leyenda de Billie Jean” (The Legend of Billie Jean, 1985), de Matthew Robbins, un altercado entre el típico personaje prepotente, Hubie Pyatt (Barry Tubb), y el chico menos pudiente, Binx Davy (Christian Slater), lleva a que Hubie haga pedazos la querida motocicleta de Binx. La hermana mayor de Binx, Billie Jean (Helen Slater), le reclama el costo de reparaciones al señor Pyatt (Richard Bradford), pero este no está dispuesto a desembolsar los $608.00 dólares de la compostura, sino es reclamándole favores sexuales a la muchacha. Binx dispara y hiere al señor Pyatt. Las cosas se precipitan y, presionados por lo que suponen ha sido un asesinato, Billie Jean, Binx y la amiga común, Ophelia (Martha Gehman), a quien piden su auto prestado, escapan. Se les une Putter (Yeardley Smith), que demuestra ser todavía una niña al incluir en la maleta cosas inútiles, como las piedras de un acuario, pero que ella supone son importantes en la huida (las piedras demostrarán que lo son, en una escena divertida en la que hacen caer a sus perseguidores). La trama exige un agente de policía comprensivo, Ringwald (Peter Coyote), dispuesto a creer en los chicos y que se huele que las cosas no son como parecen. Por el camino, se les une el excéntrico —y aburrido— Lloyd (Keith Gordon), un Junior que tiene muchas cosas que reclamarle a su adinerado padre, por lo que tiene la no tan buena idea de fingir que, los “delincuentes” de la banda de Billie Jean, lo han secuestrado. Como es obvio, Lloyd y Billie Jean se sentirán atraídos y, en su viaje a ninguna parte, los medios —tan proclives a vender, exagerando la nota—, irán creando una leyenda en torno a los muchachos.
La película no es ningún documental y, mucho menos, un ensayo que indague en los orígenes de la delincuencia juvenil —que en este caso, no existe— pero logra trazar, con escenas enérgicas, hasta emocionantes, la fácil creación de un mito popular. También acusa la facilidad con la que, en una sociedad tan mercantilista como la estadunidense, un personaje como el señor Pyatt, que reclama que se encarcele a la supuesta banda, mande hacer playeras y pósteres de Billie Jean, lucrando con todo el asunto. La historia se cuida muy bien de presentar a este sujeto como a alguien detestable, en absoluto empático. La leyenda crece, y la gente —sobre todo los adolescentes—, se muestran dispuestos a ayudar a Billie Jean y sus amigos en varias formas posibles, incluyendo la de llevarlos en sus vehículos. En una escena, la muchacha se corta y tiñe el cabello —en un acto de desafío a las normas—, y las jóvenes que siguen su huida por televisión y otros medios, la imitarán. También, en una escena después de una balacera —con la que Ringwald no estará de acuerdo—, se muestra a Putter sangrando, pero no por haber sido herida, sino por haber tenido su menarquía; un recurso en la trama para conectar directamente con parte del público a quien la película está dirigida. Cuando, por fin, Billie Jean enfrenta a su agresor, en su propio puesto de venta en la playa, en medio de un agresivo despliegue policíaco, aquellos que, al principio, han comprado suvenires de Billie Jean, no dudarán de quemarlos en el incendio accidental que ha tenido lugar en el encuentro, en franco rechazo al repugnante sujeto.
En “La leyenda de Billie Jean” no hace falta ninguna declaración, o cuota de género descarada, para que la trama funcione y avance, sino que se exalta la lealtad —el amor— familiar, y la amistad incondicional de los pares (todos son jóvenes); pero la película cae en el mismo tópico de rebeldía más bien doméstica, que se presentaba en “El club de los cinco”, tan alejado —en ambas cintas—, del problema criminal en “Los guerreros” de Walter Hill, o de la anteriormente citada “Ya no estoy aquí”, más reciente. Todo termina bien, después de poner patas arriba una ciudad completa. “La leyenda de Billie Jean”, pues, representa la última película sobre rebeldía juvenil —que comenzara con “Rebelde sin causa”—, de un Hollywood que, muy pronto, se inclinaría por el infantilismo más descarado, con el que se quiere proteger —superioridad moral mediante—, al espectador de “los males” que han aquejado a la humanidad. El que en México, durante la década que va de 2011 al 2020, prácticamente no hubiera un año en que el cine nacional diera una película cuya trama tuviera al narcotráfico como centro —incluyendo la trata de personas y la pedofilia, como en la endeble “Las elegidas” (David Pablos, 2015), y la fallida “Después de Lucía” (2012), de Michel Franco, que pretendía llamar la atención sobre el bullying, y que más bien se inscriben en un cine oportunista—, demuestra que la corrección política, que ha destruido el cine en pos del mero “Fanservice”, es esencialmente hipócrita.
La excelente adaptación que Lewis Milestone hiciera, en 1930, de la novela antibelicista “Sin novedad en el frente” de Erich Maria Remarque, demuestra que, la juventud, como siempre, paga los platos rotos.
Referencias:
(2): Auge y caída del Nuevo Hollywood. Por Pedro Paunero.