Por Pedro Paunero
A un extrañísimo anuncio publicado en un periódico, en el que se solicitan varones de 80 a 90 años que sepan usar tecnología, acude un tropel de ancianos desocupados, ávidos de emplearse en algo. Y, por supuesto, los únicos hoy en día que podrían leer un periódico impreso y atender un anuncio como ese. Por alguna u otra razón, entre las que destaca el nulo uso de las redes sociales (“tengo Wi Fi pero me parece innecesario”), son rechazados uno a uno, hasta que sólo queda Sergio Chamy, de 83 años, a quien Rómulo Aitken, un detective, le explica la naturaleza del trabajo para el cual ha sido aceptado. Debe hacerla de espía, internándose en un asilo, como un residente más, debido a que una clienta le ha pedido averiguar si su madre, residente en dicha institución, recibe malos tratos.
Sergio pasa un período –muy breve, y que no carece de pinceladas de humor por su torpeza–, de entrenamiento para su tarea. Se le enseña a usar el teléfono celular, la cámara fotográfica y web, a enviar mensajes de voz por WhatsApp (aunque no puede evitar anotarlo todo en una libreta, usando un bolígrafo e irlo dictando), e incluso se le proporcionan anteojos de “espía”, que al ponérselos, transmiten lo que ve, bajo el formato de vídeo.
Una vez dentro, forma parte de los residentes, se instala, se adapta, y se hace uno con los demás, principalmente mujeres, que habitan el hogar “San Francisco”. No falta la anciana que se enamora de él, incluso que sueña con una boda única en las instalaciones, porque Sergio no sólo es el anciano más vigoroso y despierto, sino “un caballero”. Un anciano que, gracias a tan improbable trabajo, se ha reinventado, agilizando su mente, más allá de los paseos bajo los árboles y la contemplación de los pájaros a los que estaba acostumbrado. Visita a las residentes enfermas, aquejadas –lo intuimos–, por demencia senil, y escucha los poemas de Petita, cuya agilidad mental, también, le permite recitarlos de manera espontánea y, aunque ingenuos, resulten bien rimados, pero que morirá durante el rodaje de la película. Conocerá a Marta, a quien hacen creer que su madre le habla por teléfono cada tanto tiempo, aunque, en realidad, sean las enfermeras quienes lo hacen, y que sueña con que alguien, en la calle, le abra las rejas para poder escapar a la calle.
Las pesquisas de Sergio, que pasará tres meses internado, y que al final desea regresar a su casa con el dinero bien ganado por sus empeños, lo conducirán a darse cuenta de algo que ya sabemos: los residentes no sufren abusos, pero se van consumiendo lentamente en la soledad y el abandono, por parte de sus familiares. Y es este dato, el que la “clienta” no vaya un solo día a ver a su madre, pero encargue, por el contrario, la indagación de los tratos a los que se ve sometida, la revelación más espectacular de la película.
Sin muchas pretensiones, sencilla en su factura, lenta y plácida en su “tempo” cinematográfico, profundamente conmovedora y humana, “Agente Topo” pertenece a ese puñado de películas cuyos personajes principales son ancianos. No podemos olvidar “Una historia sencilla” (The Straight Story, 1999), de David Lynch, que narra la última odisea que un anciano hace, montado en una pequeña y, por supuesto, lentísima podadora de césped, para ir a visitar a su hermano enfermo, en una de las Road Movies más extrañas y enternecedoras de la historia; “La balada de Narayama” (Shohei Imamura, 1983), remake de “Narayama bushikô” (1958), película de Keisuke Kinoshita que cuenta el acto de kairotanasia, que se resuelve en senecticidio, al que son sometidos los ancianos de una aldea remota, al trasladarlos a la cima de una montaña, para pasar una muerte en soledad, por hambre y por causa de los elementos naturales; la conmoción social, hecha película, que supone “Umberto D” (1952), de Vittorio De Sica, que narra la historia de ese hombre anciano que no puede pagar la renta, con su pensión paupérrima (interpretado por Carlo Battisti, actor no profesional, en realidad un maestro jubilado que actúa con una dignidad pasmosa), cuya única compañía es Flike, un perrito que casi pierde la vida en la perrera municipal, y que la encumbran en lo más sublime del neorrealismo italiano, y “Make Way for Tomorrow” (Leo McCarey, 1937), quizá la mejor de todas las películas que reflejan la carga que supone la ancianidad para los hijos ocupados; la mexicana “Por si no te vuelvo a ver” (Juan Pablo Villaseñor, 1997), con su triste quinteto musical conformado por ancianos y, en el extremo, “El caballero y su pistola” (The Old Man & the Gun, 2018), de David Lowery, con Robert Redford en su último papel, antes de retirarse, que interpreta al Forrest Tucker de la vida real, un viejo ladrón que, mientras roba, no puede dejar de ser todo un dechado de las formas y la cortesía, en una historia que dignifica, irónicamente, la figura del anciano. Todos, títulos en las antípodas del granguiñolesco subgénero del “Psycho–biddy” o “Hagsploitation”, encabezado por la proverbial “¿Qué fue de Baby Jean” (What Ever Happened to Baby Jane?, 1962), de Robert Aldrich, en el cual las ancianas decadentes y enloquecidas conspiran crímenes en una casa venida a menos.
“El agente Topo” (2020), que avanza entre el documental y la ficción, de la joven directora, y crítica de cine chilena, Maite Alberdi, tras un exitoso pase en el Festival de Cine de Sundance, y ganar el Premio del Público en el Festival de Cine de San Sebastián, y que Netflix exhibe en su plataforma, es la única película latinoamericana en la categoría de Mejor Largometraje Documental en la próxima entrega de los Premios Óscar.