Por Pedro Paunero
Fue el escritor Gardner Dozois quien acuñó el término “Ciberpunk” para designar un tipo de literatura de Ciencia ficción cuya principal característica es la inclusión de la cibernética, sobre todo en un ambiente distópico, y narrar historias que reflexionaran sobre el mismo presente. En 1987, en una carta dirigida a los editores de la revista “Locus”, el autor K. W. Jeter, como una especie de broma, y oponiéndose al término “Ciberpunk”, crea el de “Steampunk” para distinguir de otras ficciones al trabajo que él mismo, con Tim Powers y James P. Blaylock, estaban escribiendo, pero imaginando un mundo en el cual la tecnología victoriana –a vapor, de ahí el término–, se hubiera desarrollado sin intromisiones de la electrónica. A esta corriente se añadieron las obras modelo, especialmente los libros de Julio Verne, como ejemplos a seguir en cuanto a temática, parafernalia y estética. Había nacido el primer “retrofuturismo”, en toda regla. Ambas corrientes produjeron fértiles movimientos contraculturales que permanecen vivos, y que continúan desarrollándose, en el presente. A partir de estos, no resulta extraño que brotaran tantos movimientos como escritores hubiera, y que a cada corriente se le añada el término “punk” para continuar un impulso que, en esencia, es tremendamente lúdico. Una de estas, el “Stonepunk”, situaría sus historias en una supuesta prehistoria, en la cual los seres humanos de dicha era hubieran aprovechado la materia prima para crear una tecnología acorde a su corriente de tiempo.
La serie animada “Los picapiedra” (The Flintstones), sería el modelo arquetípico de ficción sobre la cual descansa esta corriente, cuya estética ha ofrecido ejemplos en las artes gráficas como en la serie de libros ilustrados de James Gurney, “Dinotopia”, con su isla poblada por humanos que han naufragado en esta, y poblada por dinosaurios inteligentes, de la cual derivó una serie de televisión y videojuegos que tenía en, “Tierra misteriosa” (Land of the Lost, David Gerrold, 1974), su antecedente. “Tierra misteriosa” era una serie de televisión que narraba las aventuras de la familia Marshall, el padre Rick (Spencer Milligan), y sus hijos Will (Wesley Eure) y Holly (Kathy Coleman), atrapados en un vértice temporal en el que habitan dinosaurios, la especie de monos antropoides “Pakuni”, de quien Cha–ka (Phillip Paley) entabla amistad con la familia, y los “Sleestak”, enemigos con la apariencia de reptiles antropomorfos. En dicha serie se daban unas cuantas pinceladas –estirando la fantasía de “La isla misteriosa” de Julio Verne y “El mundo perdido” de Conan Doyle– de lo que sería el “Stonepunk”.
“Los picapiedra” se estrenó el 30 de septiembre de 1960 en los Estados Unidos, constando de 166 episodios, hasta su cancelación el 1 de abril de 1966; la serie se caracterizaba por presentar una serie de divertidos anacronismos, tales como tecnología y costumbres basados en los elementos propios de la “edad de piedra”, así, en la serie aparecían teléfonos fijos, hechos de piedra, con cuernos de animales que servirían como manófonos. En realidad, todo lo que sucedía en “Los picapiedra” era un reflejo –y muchas veces una sátira crítica–, de la sociedad estadounidense de su propia época, por lo que, al tomar elementos y situaciones del presente para proyectarlas –no al futuro, como sucede en gran parte de la Ciencia ficción–, sino al pasado, mucha de esa tecnología es, en el Siglo XXI, doblemente anacrónica, como esos teléfonos fijos de cuerno citados, imagen especular de los teléfonos de los años 60´s. El artilugio más notorio de esta ficción animada fue, sin duda, el “troncomóvil” que, como su nombre indica, aparecía como un automóvil fabricado en un solo tronco de árbol, cuya tracción estaría basada en los mismos pies de los conductores que tenían que correr aprisa para ponerlo en marcha. Mi episodio favorito, “Vecinos extraños” (The Gruesomes; Temporada 5, Episodio 123, emitido el 12 de noviembre de 1964), era una parodia de la exitosa y, por aquellos años recientemente estrenada (el 18 de septiembre de 1964), “Los locos Addams” (The Addams Family), que en nuestra serie llevan el apellido de “Horrisono” (sin acento, pues deriva de horrible, y no de ensordecedor), así, Lugubrio y Horripila, acompañados del pequeño Espanta, llegan a ocupar una mansión terrorífica, al lado de la casa de los Picapiedra –la familia protagonista, conformada por Pedro, su esposa Vilma, y sus vecinos y mejores amigos, los Mármol, formado por el matrimonio de Pablo y Betty–, la amueblan con toda clase de “comodidades” consistentes en aparatos de tortura y monstruos –entre estos una araña gigante– como mascotas. La fórmula fue exitosa, al grado que todavía goza de éxito y fue homenajeada al comienzo de uno de los capítulos de otra serie animada de éxito, “Los Simpson”, con lo que se dejaba asentado que, “Los Simpson”, no eran otra cosa que “Los picapiedra” de los años 90´s.
En la Ciencia ficción, si nos atenemos al ensayo que, sobre la novela “Los herederos” (1955) del Premio Nobel de literatura William Golding, escribiera David Pringle en el libro “Ciencia ficción, las 100 mejores novelas”, existen pocos ejemplos en los cuales la antropología, como ciencia, aprovechen tanto las teorías como descubrimientos de dicha disciplina para escribir ficciones. “Los herederos” es un buen ejemplo de un autor de calidad, especulando sobre la vida de unos individuos prehistóricos –neandertales– en su propio entorno, mismos que, conmovedoramente, viven situaciones cotidianas, hasta que son sustituidos por sus herederos, los Sapiens, sin saber que estos terminarán dominando la Tierra. “Los herederos”, como la película “El cubo” (Cube, 1997), de Vincenzo Natali, en la cual las matemáticas –como disciplina científica–, juegan el papel más importante, son tipos de Ciencia ficción poco reconocibles para el gran público, habituado a suponer que solamente las naves espaciales, las espadas láser y los extraterrestres pertenecen al género, por esto, películas como “La guerra del fuego” (aka. En busca del fuego; La Guerre du feu, 1981), de Jean–Jacques Annaud, adaptación de la novela “La conquista del fuego” (1911), de J. H. Rosny, en la cual un grupo de hombres prehistóricos intentan, por todos los medios, de mantener encendido el fuego, tan difícil de producir, merece la inclusión plena entre las películas de Ciencia ficción, pero no entre las de la corriente “Stonepunk”.
Por ello mismo, cortometrajes cómicos como “Su pasado prehistórico” (His Prehistoric Past, 1914), de Charles Chaplin, que presenta anacronismos como el bombín, la pipa y las cerillas de Charlot, y que se revela como un sueño, pasando por “El mundo perdido” (The Lost World, Harry O. Hoyt, 1925), “Un millón de años a. C.” (One Million Years B. C., Don Chaffley, 1966), “El valle de Gwangi” (The Valley of Gwangi, Jim O´Connolly, 1969), en realidad un Weird Western en toda regla, así como todas las películas de la franquicia de “Jurasic Park”, se encuadran en el género de la Ciencia ficción y no en la del “Stonepunk”, pero esa tontería visualmente pirotécnica que constituye “10,000 a.C.” (10,000 B.C., Ronald Emerich, 2008), en la que aparece una civilización antediluviana (acuciada por una raza extraterrestre), capaz de construir una pirámide egipcia diez mil años antes de lo que es aceptado por la arqueología, pertenece inmerecidamente al movimiento. Por el contrario, la serie animada “Prometeo y Bob” (Prometheus and Bob, Cote Zellers), que se incluía en el bloque de caricaturas “KaBlam!” de la cadena Nickelodeon (emitida durante los años 1996 a 2000), que suponían una serie de cintas secretas grabadas mediante una cámara a distancia, en las que se daba fe de los inútiles esfuerzos, por parte de un extraterrestre llamado Prometeo (un eco “prometeico”, precisamente, del mito griego, así como del argumento de “2001, Odisea del espacio”) por enseñar a un cavernícola, llamado Bob, a usar tecnología avanzada y hacerle aprender dos o tres cosas prácticas, tampoco puede incluirse en la corriente. En cada brevísimo como descacharrante episodio –de menos de tres minutos de duración–, el mono que acompañaba a Prometeo siempre resultaba más inteligente que el estúpido cavernícola, aunque el extraterrestre parecía no percatarse de esto, resultando humillado al final y pareciendo todavía más tonto que Bob. La humorada “El cavernícola” (Caveman, Carl Gottlieb, 1981), filmada en Durango, México, con Ringo Starr como protagonista, parece adentrarse en el “Stonepunk” en las escenas en las que la tribu de Atouk (Ringo), fabrican toda clase de armas –entre estas una armadura con el carapacho de un gliptodonte– para oponerse a la del goliat Tonda (John Matuszak), pero no van más allá de esto, como para ser considerada dentro de dicha corriente.
En la película mexicana “La edad de piedra” (René Cardona, 1964), el profesor Atom (René Cardona Jr.) que tiene en su laboratorio robots de hojalata y máquinas lectoras del pensamiento –en cuyos artefactos que tapizan las paredes las lucecitas prenden y apagan, en un escenario de diseño baratísimo–, se ve amenazado por la consabida banda de espías que intenta detener sus trabajos, para que no “pasen a manos de los enemigos”. La pareja de recaderos idiotas, formada por Viruta (Marco Antonio Campos) y Capulina (Gaspar Henaine), se ve involucrada en el complot cuando es enviada a entregar un ramo de flores explosivas al científico, atacado por continuos como ridículos tics, y este los hace volver en el tiempo, a la edad de piedra, para conseguir un mineral, la polimanguita cuaternaria, agotada en el presente, pero abundante hace un millón de años, que resulta esencial para echar a andar su máquina anti–radioactiva para detener la guerra. Ya en la prehistoria, después de escapar de algún tiranosaurio fabricado en cartón piedra –tan inmóvil como una rama seca–, y hacerse amigos de un dinosaurio bebé (que “tiene la voz como María Félix”, largas pestañas y a un actor dentro de un traje confeccionado “al ahí se va”, más ridículo que “Barney, el dinosaurio”), al que bautizan como “Dino”, conocen a las mujeres cavernícola Uga (Lorena Velázquez) y Moga (Sonia Infante), a quienes “rescatan” de sus pretendientes quienes –siguiendo ese viejo cliché–, se disponían a llevárselas a sus cueva, convenciéndolas a garrotazo limpio. Como es obvio, los que serán “convencidos” por las mujeres son nuestros héroes, que terminarán adaptándose a su nuevo hogar primitivo, aborreciendo de nuestro tiempo.
En una escena Capulina conduce un troncomóvil, préstamo descarado de “Los picapiedra” (como todo, en el resto de las cosas en este mundo no muy imaginativo que digamos), pero en el que se presentan situaciones humorísticas adecuadas al estilo de la pareja cómica, con su humorismo ramplón y barato, por ejemplo, Capulina es detenido por un melenudo y barbón agente de tránsito (que lleva sombrero de paja, como si de un campesino se tratase), al que le pregunta qué ha hecho para que le llamen la atención, mientras Viruta y el dinosaurio viajan en los “asientos” traseros. Su compañero le espeta “¡arréglalo”!, muy quitado de la pena, mientras fuma y así, ni tardo ni perezoso, Capulina le toma la mano al agente y le da una mordida, literalmente, con lo que el hombre se va muy campante. Este “chiste”, de carácter muy local, verdaderamente nacional, es evidente que puede escapársele a un extranjero si este ignora que el soborno, en México, recibe el nombre específico y coloquial de “mordida”. “La edad de piedra”, debido a su abierto carácter imitativo de la serie animada “Los picapiedra” –pero asimilando el todo en un color local–, debe incluirse, en toda regla, en un listado de películas “Stonepunk”, al cumplir con el precepto: mostrar un tipo de tecnología desarrollada a partir de los elementos que entendemos como pertenecientes a la “edad de piedra”, y ponerse a jugar imaginativamente con el resultado.
Si “La edad de piedra” no era sino un mexploitation de “Los picapiedra”, sorprendentemente, con “El bello durmiente” (1952), la comedia mexicana, de la mano de Gilberto Martínez Solares, bien podía reclamar que se había adelantado a las ideas, aparentemente originales, de los productores Hanna–Barbera, pues las cosas del mundo donde habita el cavernícola Triquitrán (Germán Valdés “Tin Tán”), está plagado de artefactos “Stonepunk” avant la letre (antes que el término fuera acuñado y reconocido). En esta película, podemos ver un juego de boliche en el que los bolos son huesos, y la bola una roca, cuernos animales que sirven como trompetas para anunciar que un intruso se acerca a la ciudad (un eco anterior de la “Piedradura” –Bed Rock, en inglés–, la ciudad de los “Picapiedra”), marimbas óseas, invitaciones de boda y periódicos escritos –grabados– en tablas de piedra, como elementos que aparecieron ocho años antes que en la serie animada. Con todo, “El bello durmiente” difícilmente podría considerarse un título de Ciencia ficción, debido a varias escenas que sugieren la reencarnación de personajes prehistóricos en personas actuales –o el hecho de que Triquitrán sea puesto a dormir con polvos mágicos–, enmarcándola entonces en el género fantástico.
Los profesores Don Alfonso (Armando Arreola), y Don Ramón (Nicolás Rodríguez), se encuentran excavando unas ruinas arqueológicas cuando dan con una cueva, al desprenderse un muro de roca. En el fondo de la misma descubren el cuerpo preservado de un hombre prehistórico que, suponen, “vivió diez mil años antes que Jesucristo, cuando la corteza terrestre todavía estaba en formación, cuando los volcanes eran el paisaje habitual del hombre de las cavernas, cuando los monstruos antiluvianos (sic) luchaban ferozmente por la supervivencia”. Un diálogo tan absurdo como científicamente inexacto, ganado, involuntariamente, para el humor. En un flashback, vemos la historia de Triquitrán, cazador de “caza chica”, que evade la de los grandes dinosaurios (¿Cuántas han sido las películas que reiteraron el mismo error, a saber, que los grandes reptiles vivieron al mismo tiempo que los humanos?), encuentra a la hermosa Jade (Lilia del Valle), de quien se enamora –llamándola “mi cavermango”– y a cuyo amor ella corresponde, no sin que su mejor amigo, el atlético Tracatá (Wolf Ruvinkis), se convierta en su rival de amores. Mientras tanto, el sacerdote de la tribu, atendiendo a ciertos signos de los dioses del agua, declarará que Triquitrán sea el elegido para casarse con la hija de la otra tribu, y así evitar la guerra, en un acto bien visto por Tracatá, que con esto lograría quitárselo de encima, sin saber que Jade es, precisamente, la hija de aquel otro jefe. Como es de suponerse, Tracatá no se sentará a esperar, así que acude a Chaquira (el actor enano José René Ruiz, alias “Tun Tún”), brujo del fuego, quien, aunque no puede matar al elegido, si puede ponerlo a dormir “mucho tiempo”, mediante los citados polvos que sólo él conoce. A la par, una serie de erupciones volcánicas acabarán con este alegre mundo –en el que no pueden faltar los consabidos números musicales que atiborraban las producciones mexicanas de “la edad de oro”–, Triquitrán quedará encerrado en su cueva hasta que abra los ojos en el presente, se tope con que la hija de Don Marcelo (Marcelo Chávez), el industrial que patrocina las excavaciones, se parece demasiado a Jade, y el Dr. Heinrich Wolf a su antiquísimo rival. Al situarse la trama en el presente, “El bello durmiente” se adelanta ahora a la trama de la vergonzosa “Trog” (Freddie Francis, 1979), la última película de Joan Crawford, en la cual la Dra. Brockton (Crawford), descubre a un troglodita vivo, con toda la serie de vicisitudes lógicas a ocurrir tras dicho descubrimiento.
Es de esta manera que el “Stonepunk”, movimiento pop tan divertido como improbable, cobra visos de nacionalidad mexicana a través de estos insospechados títulos.