Por Matías Mora    

Alejandro González Iñárritu es una súper estrella del cine mexicano contemporáneo. Esto, a más de 20 años del estreno de “Amores Perros” y, por ende, a más de 20 años desde que el cineasta hacía una cinta propiamente mexicana. Eso habla bastante del impacto que su ópera prima causó, un encuentro de historias, todas cuyas raíces se veían afectadas por las condiciones sociales de nuestro país y, en ellas, por más absurdo que sea el relato contado, Iñárritu buscaba un sentido de realidad, capturar aquello que observamos al salir a las calles de México de la manera más fiel posible. Hoy en día, y durante la conferencia de prensa de “Bardo” (2022) previa al estreno de la película en el Festival Internacional de Cine de Morelia, Iñárritu revela que: “No le podría interesar algo menos que la realidad”, declarando a la par que esto se debe a que la realidad no existe, no sólo por la subjetividad de la misma, sino por la manera en cómo la memoria se vuelve onírica. Sí, la transformación de la salvaguarda de los hechos convierte a los mismos en sueños. Y de ese fresco deseo por la fantasía nace esta película.

Iñárritu regresa a México con una película en donde México es el sueño viviente. Un país repleto de historia y cultura no puede evitar ser el corazón de movimientos como el surrealismo o el realismo mágico, ambos claros referentes para la creación de “Bardo”. En sí, “Bardo” es una película inundada en referentes culturales sublimes, no sólo en planos o secuencias que te regresan a las grandes obras de Fellini, sino que el maravilloso diseño de producción de la mano de Eugenio Caballero es detalloso en lograr capturar la importancia en la que ciertos objetos a nuestro alrededor construyen carácter. Todo esto apoyado en una trama relativamente sencilla, pero vastamente rica gracias a todo aquello que busca manejar y el cómo se acerca a ello.

La película sigue al periodista y documentalista Silverio, interpretado por un impecable Daniel Giménez Cacho, el cual está a días de recibir un premio de parte de una asociación de periodistas estadounidenses. Previo a ello, debe regresar por un tiempo limitado a sus raíces, es decir, a la Ciudad de México. Es aquí que tomamos un viaje junto al propio protagonista, en donde logramos nadar en viñetas cinematográficas perfectamente pulidas y donde todo aquello que forma al mexicano es cuestionado, tanto en un aspecto meramente personal como en un aspecto político e histórico. Conectando todos estos ámbitos de la vida de un mexicano de tal manera que se nos da una imagen muy compleja del concepto del “mexicano”. En una secuencia impresionante que toma lugar en el centro de la Ciudad de México, cuyo clímax nos lleva al propio Zócalo, Iñárritu acentúa una de las ideas más contundentes de la película, un cuestionamiento el cual a todo mexicano clavará directamente en el alma e identidad del mismo: En un país de desaparecidos e inmigrantes, ¿qué es el mexicano? ¿Somos mestizos? ¿Criollos? ¿Somos almas perdidas? La ausencia es no solo un tema recurrente en la película, sino un tema lamentablemente recurrente en el país donde la misma toma lugar.

Por ello, creo que las reacciones negativas provenientes de festivales internacionales de otros países no sorprenden. Las raíces de “Bardo” se encuentran tan profundamente conectadas a México, que hasta parece imposible que alguien externo al país pueda conectar con lo que la película busca transmitir. Claro que son temas universales –los conflictos de identidad, los efectos generacionales que deja la historia, la migración y desplazamiento, la confusión interminable entre la realidad y la fantasía es cuestión del día a día de la humanidad–, cierto, a la par que es cierto que en lo específico se encuentra la universalidad, como lo vendría siendo enfocarse en el estado de un país para encontrar cuestionamientos de la condición humana. Sin embargo, reiteró que el acercamiento de Iñárritu me parece tan conectado al mexicano, tan cerca de la tormenta cultural y política por la que habitamos… aunque claro que me alegraría que un extranjero disfrutará la película, pero me interesaría el cómo.

Ahora, regresando a la recepción que ha tenido, claro que es una obra narcisista, pero ¿acaso no lo es todo el arte? ¿Qué nos hace pensar que nuestra expresión lo hace? No lo sé, pero me alegra que lo haga, me alegra que la expresión sea un derecho humano y me parece que viendo a lo que Iñárritu apuntaba temática y emocionalmente con esta película, quizás no le quedaba de otra que desarrollar una obra tan evidentemente sobre él. Aparte, la manera en cómo juega con ello me parece magnífica. Todo es absurdo, y en lo absurdo Iñárritu encuentra lo bello, lo emotivo, lo divertido y una oda a las tres en donde se combinan de tal manera en que se crean las secuencias más poderosas que el cineasta mexicano jamás ha filmado.

Cabe ahí declarar lo ya mencionado por otros. En el aspecto meramente técnico es su mejor película, cada plano es llevado con una increíble cantidad de cuidado y, a la vez, gracias a la cámara y la actuación, es llevado con una libertad tan viva y magnífica, que es el balance perfecto en donde lo planeado no se vuelve robótico y la vida se abre camino. Como ejemplo, la secuencia de la fiesta, aquella donde cientos de personas gozan del baile, el bloqueo implementado es magnífico y preciso, pero el movimiento corporal capturado por una cámara voladora vuelve a todo en un paseo sin restricciones y contagiosamente gozoso por vivir.

Esto no es por decir que sea la mejor obra de Iñárritu, creo que aún me es muy temprano para decirlo, no sólo porque recién la vi ayer, también porque es una película que se tiene que ver en repetidas ocasiones. Es grande y compleja, cada escena exhala nuevos conceptos, se necesita desmenuzar con mayor precisión, lo cual convierte a este texto en simples primeras impresiones de la obra. “Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades” ya está en cines de la República Mexicana , previo a su estreno en la plataforma de Netflix el 16 de diciembre.

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