Por Lorena Loeza 

“Vivo en la carretera, dentro de un autobús, vivo en la carretera, atrapado en un blues…” Miguel Ríos, “El blues del autobús” 

El amor y sus diferentes manifestaciones son uno de los temas preferidos de cinéfilos y lectores. Hay películas románticas porque hay libros, cuentos, novelas y toda una gama de textos literarios acerca de las personas y sus complicadas relaciones amorosas.  

El relato romántico, el del amor trágico al mejor estilo de Romeo y Julieta, sigue conmoviendo a las personas hasta las lágrimas en las salas de cine. Un amor que libra todos los obstáculos y que al final termina en “vivieron felices para siempre” no necesita de mucho para atraer gente a la taquilla. Fórmulas probadas y lugares comunes desde Casablanca hasta toda la saga Crepúsculo, hablan  de que en el fondo, el amor parece una historia contada y simple; sin sorprendentes giros de tuercas y clichés del amor idealizado como la única fuerza que estimula y  hace avanzar, las comedias románticas representan un importante nicho en la industria, aún y cuando es un género que se renueva poco y sorprende menos.  

Y aquí es importante aclarar para los lectores, que la presente  reflexión surge de la sobreexposición que por motivos de trabajo he tenido que sufrir con la programación de cine de las líneas de autobuses ETN y ADO. Supongo que en lo complicado de encontrar cintas aptas para todo público, las compañías de autobuses optan por ofrecer a sus usuarios cintas como PS I love you, La hija de mi jefe, La boda de mi mejor amigo, entre otras joyas del género.  

Uno pensaría que viendo algunas de estas películas es suficiente para ser experto en el género, ya que  el asunto es predecible del desenlace en la mayoría de los casos, pasados los primeros 20 minutos de transmisión.  

Pero para consuelo de los que no gustamos de este tipo de historias, me vienen a la menta dos destacables casos de cómo abordar el amor desde una perspectiva diferente, que nos hacen pensar que no todo está perdido. Poco a poco, parece que la posmodernidad empieza a reflejarse en el modo en que contamos las historias de nuestras relaciones y como han cambiado los modos que tiene la gente de quererse.  

El primer ejemplo es Mary and Max (A. Elliot, 2009) una impecable animación realizada en stop motion y figuras de pasta. La combinación de técnica de animación para contar una historia tan inusual, con un inteligente guión salpicado de ironía y humor negro, hacen algo único de esta experiencia cinematográfica. 

La historia  empieza en Australia en los años setenta, donde vive Mary Daisy Dinkle, una solitaria niña de 8 años  atrapada en una sórdida realidad: una madre alcohólica y cleptómana, un padre indiferente y mediocre  y un abuelo en silla de ruedas. Mary no tiene amigos, ya que es “rara” con una mancha de nacimiento en la frente de la que todos se burlan. Un día decide que  buscará un amigo por correspondencia, y al azar escoge a Max Jerry Horovitz en un directorio telefónico de Norteamérica, que encuentra en la oficina de correos, mientras su madre roba un paquete de sobres. 

El elegido es otra persona muy inusual. Un cuarentón judío y obeso que asiste a las sesiones de comedores anónimos. Pero además de eso, Max padece el síndrome de asperger, una variante de autismo que no le permite entablar relaciones cercanas con las personas. Solitario y deprimido, Max se siente perdido  e intimidado en la ciudad de Nueva York, un ambiente demasiado agresivo para una persona como él. 

Pero es entonces y a través de las cartas que el milagro sucede. El intercambio epistolar que ambos se envían a través de los años, cambian la vida de los dos protagonistas, permitiéndoles descubrir que es posible establecer lazos cercanos y duraderos con otras personas, aunque nunca las veamos y aparentemente no tengamos nada en común. Esta manera de ilustrar la relación entre dos personas  es tan intensa que lleva  al espectador a  conclusiones tan demoledoras como cuestionarse si todo lo que nos han dicho sobre encontrar un alma gemela, tiene en realidad sentido. Los seres queridos vienen en empaques que a lo mejor nunca nos habíamos imaginado, un milagro que va acompañado de una enorme intensidad a pesar de la distancia y las diferencias. Sin discursos banales ni superficiales sobre la amistad, nos abre la puerta a la intensidad de las letras, las conexiones profundas y los milagros que suceden a nuestro alrededor todos los días, a veces sin que nos demos cuenta. 

Otro excelente ejemplo de otro tipo de relación intensa e inusual es Perdidos en Tokio, (Lost in traslation, S. Coppola, 2003). La diferencia de edades, el status de casado de ambos protagonistas, y cualquier cantidad de obstáculos comunes para las relaciones entre la personas, se estrellan contra la pared en este relato, que al final solamente demuestra que el amor lo único que necesita es del latido del corazón para existir.  Perdidos en Tokio nos muestra a un Bill Murray interpretando a un actor maduro que va a Tokio en una péquela gira promocional, que incluye la filmación de un comercial y la participación en algunos programas televisivos. Scarlett Johansson es una chica recién casada que acompaña a su marido a realizar un trabajo fotográfico. 

El trabajo lo absorbe de tal manera que ella debe pasar muchos ratos sola en el hotel, en medio de una ciudad y una cultura que comprende poco. El encuentro en el bar del hotel les descubre que el amor se encuentra donde menos se le espera y que no tiene que seguir pautas convencionales. Intimidad profunda, complicidad y entrega no pasan por las tradicionales promesas de amor eterno, ni por un deseo sexual reprimido y culposo. Simplemente, las almas encuentran formas inusuales de complementarse. No hay finales rosas, pero si felices, porque la experiencia de amar y sentirse amado siempre es de agradecerse. Un tipo de felicidad entre dulce amargo que resulta mucho más interesante que pensar todavía y a estas alturas, que se puede ser felices para siempre. 

Y todavía más. El relato no es románticamente trágico, a pesar de sugerir de entrada un amor imposible por darse entre personas ya comprometidas. Por el contrario, invita al espectador a la deslumbrante aventura de compartir con otro lo mejor de un mismo, trascendiendo los lugares y clichés comunes de todas las novelas rosa que hemos visto. Lástima que ni Mary and Max ni Perdidos en Tokio gocen de la preferencia de quienes programas las películas en los autobuses.  En fin, seguiremos apreciando en los viajes terrestres tan popular género, ya que parece que definitivamente, el amor a veces si llega a su destino sobre ruedas.