Finalmente presentamos el texto ganador del I Concurso de Ensayo Cinematográfico Tutto Fellini, Fantasmas que vienen de las sombras: el Fellini de Giulietta, el Fellini de Marcello, de Carlos Ramón Morales, quien participó con el seudónimo de Guido Zampanó. 

El concurso, organizado por Cineteca Nacional, CorreCamara.com, la UAM-Xochimilco y el Instituto Italiano de Cultura, fue un esfuerzo dirigido a estimular la reflexión sobre el quehacer cinematográfico y la obra de los grandes cineastas. Esperamos repetir esta experiencia próximamente.

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Fantasmas que vienen de las sombras: el Fellini de Giulietta, el Fellini de Marcello Por Carlos Ramón Morales Serrano (Guido Zampano)

  Por los actores siento el mismo enamoramiento y la misma ternura que el titiritero siente por su marionetas Federico Fellini

Apagón

Por fin ha llegado el turno de Amelia y Pippo para bailar. Esto no le importa ni a los asistentes al estudio de televisión, ni a quienes miran el programa en la sala de su casa; así de acostumbrados están a ver desfilar esperpentos como curas enamorados, fabricantes de calzones comestibles, frailes que levitan o enanos que danzan flamenco; qué más da la coreografía acartonada de dos viejos provincianos que emulan a Ginger Rogers y Fred Astaire. Pero otros espectadores esperamos el momento con emoción. Somos quienes hemos seguido la filmografía de Federico Fellini y en este acto televisivo reconocemos una culminación. Porque bailan Amelia y Pippo, pero también lo hacen Giulietta Masina y Marcello Mastronianni, los actores emblemáticos del director, y si agregamos simbolismos, también estamos viendo bailar a Snàporaz y Giulietta Boldrini, y a Guido Anselmo con la prostituta Cabiria, o a Marcello Rubini con Gelsomina. Los espectadores de Ginger y Fred (85) estamos a punto de consagrarnos en el rito felliniano mediante esta coreografía afectada, pero apenas Ginger llama a Fred y éste arroja sus manos para recibirla, el estudio de TV sufre un apagón. 

El viejo Fellini se ha hecho amigo de las sombras. Su siguiente película, La entrevista (87), terminará cuando todas las luces del estudio se apaguen mientras el productor reclama porque en los anteriores filmes siempre había una luz de esperanza. Y en La voz de la luna (90) se capturará al satélite de la Tierra y se le tendrá preso en una bodega. Aquí el caso es distinto. Pese a las penumbras, Pippo Mastronianni y Amelia Masina alcanzan a verse, a conversar, a preguntarse, ¿qué hacemos aquí? Se reconocen en un lugar semejante a un sueño. Se ven como fantasmas que vienen de las sombras y en las sombras se van. Marcello y Gulietta nunca se habían visto tan cerca, tan frontalmente. ¿Qué mirarán el uno del otro? La mirada a Giulietta

 “Como he dicho otras veces, Giulietta era la mujer de mi destino”, acepta Fellini en el no siempre terso interrogatorio que le hace Constanzo Constantini.[1] “He llegado a pensar que nuestra relación haya sido pre-existente en realidad al día en que nos encontramos por primera vez, a la época en que se estableció”.[2] Y seguirá un relato no digno de toda confianza, como suele ocurrir con la mitología que Fellini se encargó de elaborar de sí mismo. Podrían suponerse algunas obviedades: que el provinciano caricaturista y periodista de Rímini, aún inseguro en la Roma escandalosa, encontró en la jovencita Giulietta Masina un equilibrio perfecto para sus necesidades afectivas y sus ambiciones creativas. Hija de una familia burguesa y católica, Giulietta proveía al artista en ciernes de la  respetabilidad necesaria para afianzarse en las comunidades artísticas y cinematográficas de la ciudad. Pero mucho más importante para el futuro cineasta, el talento de Giulietta como actriz la convierten en moneda de cambio para proyectos futuros. Al revisar biografías y artículos, suele describirse al matrimonio entre Federico Fellini y Giulietta Masina como un ejemplo de solidez y complicidad. Pero al llegar a las entrevistas, a testimonios más puntuales, suele encontrarse una tensión latente que, imagino, habría de sublimarse en lo creativo. Giulietta no es el prototipo de la hermosa italiana; es menuda, delgada, sin las formas femeninas que se esperaría de una diva. Ahora agréguese el estilo de las mujeres que le gusta mostrar a Fellini en sus películas: estas hembras rotundas, excesivas, de salvajismo amedrentador, como la Saraghina de 8 ½ o la tabaquera de Amacord. Pero la actriz Giulietta compensa su figura esmirriada con otro elemento, acaso más importante para el imaginario felliniano. El cineasta proviene, sobre todo, de la caricatura, su forma de emprender la experiencia fílmica nace del close up y de la expresión del rostro. Aunque trastocando un poco el concepto de fotogenia de Jean Epstein[3], Fellini también comparte la idea de que en los rostros se precipita el planteamiento cinematográfico. “Pero lo que cuenta es la cara. Para mí es igual que se trata de un gran actor o de un desconocido. Pero un rostro nuevo, que he elegido, entre otros, me puede ayudar a enriquecer el guión y revolucionar completamente la película.”[4] El rostro que Fellini encuentra en Masina es el del clown. El mismo cuerpo de la Masina, su forma de apropiarse de sus personajes, parte de la rutina del payaso. Describe Fellini: “[Giulietta] tiene la levedad de un sueño, de una idea. Es una actriz de movimientos y cadencias clownescos. Tiene los asombros, los sustos, las explosiones imprevistas de alegría pero también los estristecimientos imprevistos de un payaso”[5] ¿La actriz Giulietta estaría conforme con esta percepción? Obviamente su éxito internacional con las interpretaciones de Gelsomina y Cabiria le habrán merecido orgullo, pero también llama la atención encontrar cierta molestia en ella, en tanto Fellini no le permitió recorrer registros más amplios, que debió buscarlos en otros directores. En el documental Fellini dice[6] se recoge el testimonio de la actriz, alegando que ella siempre quiso hacer el personaje de Wanda en El sheick blanco (52), papel que recayó en Brunella Bovo. “Yo estaba enamorada de la joven esposa de El sheick blanco y le pregunté a Federico por qué no me daba ese papel. Él decía que no era el papel adecuado para mí, quizá por mi cara cómica, o los ojos, o algo parecido; pero aún ahora sigo convencida de que yo hubiera hecho ese papel bastante bien ”, dice Masina. Y sin embargo, en esta misma película nace la mítica Cabiria, consolando al atribulado Ivan Cavalli (Leopoldo Trieste), quien sigue buscando a su  esposa. Aquí se han concentrado los comentaristas de Fellini en señalar las peculiaridades que hacen de Cabiria un personaje extraordinario: su ingenuidad a la vez de su picardía, su facilidad para empatizar con los desconocidos, su habilidad para convocar maravillas, vía el lanzallamas a quien obliga a reproducir su acto para entretener al afligido esposo. Desde este momento se fragua la personalidad de la Giulietta Masina felliniana: la ingenuidad y la bondad que la hace resistente a todo intento de degradación; el jugueteo circense como contrapunto a la sordidez del mundo; la comprensión, intuitiva, del sacrificio y la sumisión como formas de sublimarse y rodearse de una pureza que le permite sobrevivir. Por supuesto que el personaje que más se adecua a esta descripción es Gelsomina, la payasa vagabunda de La Strada (54), película tan triste como extraña, tan conmovedora como irreal. Desde que Gelsomina es apurada por sus hermanas para acudir a donde su madre ya la está vendiendo con el tenebroso cirquero Zampano (Anthony Quinn) se impone un mundo que no tiene asideros con la realidad. Por supuesto, podemos reconocer a estos cirqueros trashumantes en los caminos miserables de la Italia de la posguerra, se comprenden sus necesidades de dinero y cobijo, pero la relación hostil entre dueño y esclava adquiere una condición irreal, en tanto no se ofrece un contexto que permita situarlos más allá del espacio de su pequeña carpa y el bochornoso espectáculo de fuerza de Zampano. El encuentro con El Loco (Richard Baserhart) ayuda a resolver la enigmática relación, al hacer esa extraña comparación entre la cirquera con una piedra y demostrarle que toda existencia tiene un sentido, incluso esas tan miserables como la suya y la de Zampano. Gelsomina reconoce una misión en su mansedumbre, un propósito de vida en su subordinación al cirquero; de ahí la lógica de su muerte cuando su amo la abandona. El hallazgo de Fellini está en no ceder ante los rasgos intuitivos de sus personajes, que siempre se mueven por necesidades básicas y con emociones esenciales: tan impulsivo Zampano en su violencia y su patanería, como tan generosa Gelsomina en su lealtad. Fellini es sabio en su ejercicio de fotogenia: sabe que los ojos expresivos, la sonrisa torpe de Giulietta -su cara de alcachofa, se burla El Loco- es la obligada para un personaje de una pureza tan primitiva. Gelsomina es compleja por su misterio, por lo insondable de sus pensamientos, por lo simple de sus emociones. Cabiria, en cambio, querría situarse desde la ironía para trascender su condición de pequeña prostituta, con ademanes bravucones que no impiden que aflore su  ingenuidad. Fellini ha insistido que Las noches de Cabiria (57) era una película que le debía a la prostituta de El sheick blanco. De nuevo, este personaje contrasta con la idea de las mujeres fellinianas: sus prostitutas robustas, temibles, dejan claro que pueden defenderse solas. El atractivo de Cabiria reside en hacer la crónica de una prostituta inusual en el universo de Fellini: pequeña, inofensiva, boba, parece una criatura lista para ser torturada por su demiurgo. De hecho, su primera aparición en la película es de lo más lamentable, correteando con su amante al borde del río, hasta que él la empuja y ella queda a punto de morir ahogada. La secuencia que incluye su rescate, su reanimación, insiste en mostrarla degradada: es un bulto que ha perdido un zapato, además del dinero y la dignidad. A partir de ahí, todas las valentonadas de Cabiria se tornan ridículas, porque tenemos el precedente de su fragilidad. El ejercicio de Masina es el de una reivindicación inútil de su personaje; la paradoja está en que, su verdadero momento de redención, se da bajo los influjos de la hipnosis, cuando ante un auditorio vociferante ella recupera sus ilusiones debidamente ocultas, que la hacen semejante a la cirquera de La Strada. El romance con Oscar D'Onofrio (François Perier) precipita una decepción que el espectador tiene clara, y es cruel anticiparse al desengaño que ella es incapaz de ver. ¿Qué le queda a Cabiria tras haber sido nuevamente timada? Lo previsible estaría en presenciar su suicidio, al menos la patética postración ante su infortunio. Cabiria camina por el bosque, de pronto la rodea un grupo de músicos adolescentes. Al tiempo que sonríe, cae una lágrima negra de rímel. Que podría, ser, atención, el maquillaje clown de la dulce Gelsomina.

La mirada a Marcello

Un afán pedagógico ha situado a las primeras cinco películas de Fellini [seis, si sumamos Luces de variedad (53), que codirigió con Alberto Lattuada] como una colección de melodramas que creaban un puente entre el neorrealismo y una forma de expresión más personal. Aun con sus grandes secuencias colindantes con lo grotesco, lo irreal o lo fantástico, El sheik blanco, Los inútiles (53), La strada, Almas sin conciencia (55) y Las noches de Cabiria coinciden en el respeto al diagrama aristotélico, los personajes anclados en cierta realidad reconocible, la progresión dramática que parte de un obstáculo, clímax y descenlace. No obstante, Las noches de Cabiria ya muestran novedad en la estructura, al presentar episodios hilados por Cabiria, de los cuales el último tiene mayor fuerza, en tanto “resuelve” al personaje. El atractivo de este esquema es que hace al personaje, simultáneamente, protagonista y espectador; una sola anécdota cerrada no es lo más importante, sino el paso a través de las historias, que forjan la personalidad por acumulación de aprendizajes. Esta trama de fresco es la que Fellini elige para su siguiente película, La dolce vita (59), basada en anécdotas varias que fue recogiendo de sus amigos fotógrafos de la prensa sensacionalista, en sus andanzas por la cosmopolita Vía Véneto. Si para La Strada o Las noches de Cabiria se había apoyado en la expresividad gestual y corporal (circense, debe insistirse) de Giulietta Masina, ahora prefería decantarse por una personalidad convencional. La paradoja es que el otro gran actor de Fellini, Marcello Mastroianni, llegó a él justamente por lo “común” de su tipo. Tampoco hay que tomar al pie de la letra esta leyenda fellinesca, que cuenta que cuando el director entrevistó por primera vez a Marcello, en la playa de Fregene, le dijo que quería contratarlo por tener “una cara común y corriente”.[7] De nuevo en las charlas con Constanzo Constantini, Fellini puntualiza que conoció a Marcello desde 1948, cuando éste hacía teatro con Giulietta. Director y actor se habían seguido los pasos con respeto, pero sin buscar algún contacto más firme, durante  los años cincuenta de la primera etapa del cine de Fellini. Los melodramas de Fellini se habían dado a basto con su amigo de los primeros tiempos de su vida en Roma, Franco Fabrizi, el varonil Alberto Sordi y el cómico Leopoldo Trieste. En esa misma década, Mastroianni ya había consolidado una carrera como galán de “comedias picantes”, aprovechando su atractivo para encarnar granujillas coquetos, taxistas y adúlteros graciosos. El único reto importante de Mastroianni hasta el momento se lo había dado Luchino Visconti, como protagonista de la adaptación de la novela corta de Dostoiewsky, Noches blancas (57). Conciliando la leyenda con algún supuesto más plausible, es probable que a Fellini le gustará Marcello por cumplir con el estereotipo del galán italiano, que con facilidad puede participar de la burguesía decadente de la Vía Véneto sin llamar la atención en exceso, pero también sin pasar del todo desapercibido. Incluso, el primer productor de La dolce vita, Dino de Laurentis, quería imponer a Paul Newman para personificar a Marcello Rubini. Y Fellini reclama en su charla con Constantini: “¿Cómo hubiera podido Paul Newman resultar creíble en el papel de un periodista en Vía Véneto, donde él mismo hubiera sido objeto de la cacería de los paparazzi? Se necesitaba un actor que no tuviera complicidad con el público, que no tuviera una cara de estrella”.[8] En cambio, el productor despreciaba la elección de Mastronianni. “De Laurentis me decía: 'Es un actor blandengue, buena gente, del tipo casero, que piensa en los hijos y no en llevarse mujeres a la cama'”[9] Lo que De Laurentis no había entendido del proyecto, era que Fellini, más que un galán impresionante, requería un rostro “buena gente, del tipo casero”, porque no buscaba a un periodista fulgurante, sino a un alter ego. La dolce vita iniciaba la etapa del Fellini autobiográfico, y en la apariencia de Marcello encontró un espejo digno para la experiencia subjetiva. Si Fellini buscaba de Giulietta Masini el rostro expresivo, porque las ingenuas e intuitivas Gelsomina y Cabiria no tenían otro recurso para manifestar su existencia, de Marcello requería gestos convencionales, porque el ejercicio fílmico buscaría nuevos recursos para expresar la interioridad. En La dolce vita, la seducción en tono menor de Mastroianni era útil para que Marcello Rubini mantuviera la dualidad de protagonista y comparsa de los distintos personajes. Su custodia de la sensual actriz Sylvia (Anita Eckberg), con todo y la mítica escena en la Fuente de Trevi, el filtreo un tanto indiferente con su amante Maddalena (Anouk Aimeé), o el emotivo trasnoche con su padre (Annibale Ninchi), sólo eran posibles con una personalidad carente de grandilocuencia, que acumulara el vacío de “la dolce vita” sin pasión ni amargura. El final de la cinta, el amanecer en la playa tras la orgía, y el encuentro con la adolescente (¿origen de la etérea Claudia del siguiente filme?) que parece reflejar el sinsentido de la vida de Rubini, indican que la propuesta de Fellini va renunciando al efecto dramático para concentrarse en el pequeño gesto que alude a lo subjetivo. La experiencia onírica, simbólica y autobiográfica de 8 ½ (63) sigue siendo para muchos el mejor momento de la filmografía de Fellini. Se le ha comparado con el Ulises de James Joyce, los hallazgos psicológicos sobre el inconsciente colectivo de Jung, las películas Fresas salvajes (57) de Ingmar Bergman y El año pasado en Marienbad (61) de Alan Renais. En esta película, todo el peso de la obra recae en Marcello Mastroianni, quien encarna a Guido Andelmi, el atormentado cineasta incapaz de sacar adelante su nuevo proyecto. El alter ego del periodista Fellini ahora es el alter ego del director Fellini, lo que genera una continuidad entre estas dos películas protagonizadas por Mastroianni. Pero si en La dolce vita la elección de Marcello obedecía a la conveniencia del rostro convencional que podía hacer presencia o pasar desapaercibido según las necesidades de la puesta en escena, en 8 ½ se torna necesario por representar el símbolo del mismo Marcello Rubini que ha quedado en la playa, a la deriva, al final de la anterior película. No en vano, la primera pesadilla de Guido Andelmi termina cayendo del cielo hacia la playa; la diferencia radica en que Marcello Rubini se mueve como veleta, al ritmo de los otros personajes que lo llevan por la divertida decadencia romana; en 8 ½, Guido es el responsable de un proyecto de creación que afecta al resto de los personajes. Más aún: por fin un personaje felliniano es responsable de sí mismo: de llevar a cuestas sus recuerdos, sus crisis personales, sus relaciones con los otros [muy marcadamente, con su esposa Luisa (Anouik Aimée), su amante Carla (Sandra Milo), su productor (Mario Conocchia ) y hasta el molesto crítico Carini (Jean Rougeul)]. Además, el seductor-comparsa de la Vía Véneto problematiza su relación con las mujeres, y pasa de domador a tipo pusilánime, en la célebre secuencia del harem [antecedente del delirio que será, años después, La ciudad de las mujeres (80)].  Pese a su aparente complejidad y a sus muchos niveles de interpretación, 8 ½ todavía sabe ser una película lineal, que parte de la imposibilidad de Guido para hacer una película, transcurre entre la nostalgia y la presión del crew para que tome decisiones, y culmina en el hermoso final circense en el que el director se reconoce como humano con errores, perfectible, pero también susceptible de participar en el mundo y dejar en él su impronta, aun a pesar de su ambigüedad moral. Lo onírico y simbólico felliniano, lo más reconocible a simple vista de su producción, se ha hecho patente y vuelve a requerir de Gulietta y Marcello para dar visiones cada vez más complejas y perturbadoras.

Los espíritus y las mujeres

Por ser la siguiente película de Fellini, suele situarse a Julieta de los espíritus (65) como contraparte de 8 ½; otra interpretación podría situarla frente a La ciudad de las mujeres, aun cuando ésta se haya filmado quince años después. El motivo es claro: en ambas películas, Fellini usa a sus principales actores fetiche para confrontarlos a conflictos de género, con resultados desiguales. Porque también debe decirse que para este momento, el mejor cine de Fellini es el que alude a la mitología y la sociedad; con el hallazgo del fasto en la puesta en escena y la trama fragmentada en el argumento, el cineasta ha subordinado al personaje protagónico bajo el esplendor de la opulencia visual. Ahora el acento está en mostrar a la sociedad romana desde la picardía del Satiricón (68), hacer una guía de lujo, irónica y a ratos conmovedora, de la capital italiana en Roma (72), reconstruir su pueblo de infancia en el ejercicio coral de Amacord (73), o mandar a navegar al siglo XIX en la crepuscular Y la nave va (83). La fragmentación, la opulencia, la explosión del grotesco y la sorpresa, crean confusión y sobreinterpretaciones en las miradas subjetivas que demanda Julieta... y La ciudad... Curiosamente, ambos filmes tuvieron rodajes accidentados, como si la experiencia psicoanalítica hubiera hecho tortuosas las filmaciones. Sobre la primera película, se sabe que Giulietta Mansini no estaba a gusto con su personaje. En La ciudad de las mujeres Marcello no causó los conflictos, las presiones vinieron de los grupos feministas que vieron con malos ojos lo que consideraban “la película de un viejo obsceno”.[10] En todo caso, lo interesante de ambas películas radica en que se lleva el simbolismo de los actores fetiches de Fellini hasta el extremo. Por ejemplo: Gelsomina Cabiria se ha convertido en una Julieta Boldrini, ama de casa burguesa, cuyo marido Jorge (Mario Pisu) la engaña, y  así como los personajes de las anteriores películas de Masina, ella también padece del desdén o la degradación del entorno. De nuevo, como en sus personajes anteriores, Julieta Boldrini crea un mundo interno, repelente a las agresiones, que de inicio contiene pelucas de colores y rutinas de baile para divertir a las sirvientas. La imaginación de Julieta pronto adquiere cuerpo más consistente, al encontrarse con espíritus libertinos, aviso del Fellini Satiricón que vendrá después, que compensan a Julieta de su vida frustrada. Sin embargo, la resolución del filme resulta anticlimática. Giulietta asume el adulterio de su marido, sale con una parsimonia gélida de su casa y su  “liberación” proviene más de la asunción de sus limitantes que del ejercicio de imaginación que ha hecho anteriormente. Mientras tanto, La ciudad de las mujeres parece partir de la comedia picante que protagonizó Mastroianni a la par de sus papeles de valía. Snáporaz conoce en el tren a una mujer hermosa, la persigue por el bosque y termina llegando a un congreso feminista. La comedia se mantiene con el juego irónico de lemas, teorías, absurdos y agresiones contra el don juan menoscabado. En su intento por huir, Snáporaz llega a la casa del doctor Sante Katzone (Ettore Manni), representante de todos los excesos viriles, acaso una actualización del afectado Sheick Blanco de los años cincuenta, el bruto Zampano de La Strada y hasta el miserable domador Guido de 8 ½. Los mejores momentos de la película ocurren al interior de la casa de Katzone, con su colección de mujeres conquistadas, o el festejo de la llegada de su amante 10 mil. Después, la película divaga en un periplo cada vez más denso, que a decir del propio Fellini tiene que ver con “la oscuridad, la relación con la parte negra, con la parte desconocida, con la noche, con el agua”.[11] Los arquetipos femeninos se suceden: feministas, esposa, adolescentes, madre, amantes, la virgen, las terroristas. El Marcello Rubini que cuida a Sylvia, el Guido Andelmi que se sublima en Claudia, aquí es destruido sistemáticamente, en una indagación de lo femenino que se pierde en la espectacularidad felliniana. Paradoja propia del atormentado director de 8 ½: las películas que pretenden consagrar, desde el extremos de sus símbolos, a los principales actores de Federico Fellini, en realidad los pierden, los aniquila. Julieta de los espíritus y La ciudad de las mujeres deben verse como la destrucción del Fellini  clásico, si se quiere también el más convencional. No es gratuito que después de La ciudad... sólo quede Y la nave va como última gran producción cinematográfica (además, con carácter elegiaco). Las películas siguientes, La entrevista (87) y Ginger y Fred, operan como ejercicios metacinematográficos, que llevan al viejo director a reflexionar sobre su quehacer en un final de siglo XX que ya no comprende. Y el canto de cisne, La voz de la luna (90), es un hermético testamento de locura e incomodidad, en un mundo que baila a Michael Jackson y atrapa a la luna en un granero. Regresa la luz

Pippo le sugiere a Amelia que se marchen del set de televisión. Ya a nadie le importan, ellos tampoco tienen mucho que hacer en ese espacio que ha banalizado todo, empezando por sus propias historias. Pero cuando Amelia se decide, la luz regresa al estudio y no les queda otra que hacer su acto de baile. Giulietta Masina y Marcello Mastroianni ejecutan una danza torpe, cansada y hermosa. Secuencias después se despiden en la estación del tren. Amelia regresa con su marido y sus nietos. Pippo charla en la cafetería con un africano, seguramente se pondrán a beber. Y como ocurre con las últimas películas de Federico Fellini, lentamente se va apagando la luz. A Rossi Schröder, Gelsomina larguirucha

 

 

NOTAS

[1]Fellini, Federico. Les cuento de mí. Conversaciones con Constanzo Constantini. Sexto Piso-Conaculta, 2005. p. 51

[2]Ib.

[3]Epstein definió la fotogenia como “cualquier aspecto de las cosas, seres o almas cuyo carácter moral se ve amplificado por la reproducción fílmica” en Stam, Robert. Teorías del cine. Paidos Comunicación, 2001, p. 50

[4]Fellini por Fellini. Fundamentos, 1984. p. 123

[5]Fellini, Federico. Les cuento de mí. Conversaciones con Constanzo Constantini. p. 259

[6]La Perla Nera, Fellini dice... http://www.youtube.com/watch?v=b37dnAK_iJk

[7]Fellini. Op. Cit. p. 75

[8]Fellini. Op. Cit. p. 75.

[9]Ib. p. 75-76.

[10]Ib. p. 173

[11]Fellini por Fellini. p. 205.

 

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