Por Hugo Lara

Después de ver la gran plaza con palmeras y jardines, en un gran plano abierto, aparece María Félix, apurada y conmovida, a quien le empiezan a hablar los edificios, o sea la historia en mayúsculas, cuando se halla ya en el interior del Palacio Nacional, donde tiene una cita con el mismísimo presidente, en la imprescindible Río Escondido (1947) de Emilio el Indio Fernández. La escena, aunque un tanto descompuesta por la solemnidad de la situación, es muy elocuente acerca de los significados que El Indio descifra de la gran plaza del Centro Histórico, Plaza Mayor o Plaza de la Constitución, mejor conocida como el Zócalo: el centro del poder político y religioso del país. Se trata de una de las plazas más grandes del mundo en tamaño y en Historia, pues desde la época prehispánica ha sido el espacio donde se concentró el poder de los aztecas, sobre cuyo templos los conquistadores españoles en el siglo XVI, levantaron el Palacio de Cortés, ahora Palacio Nacional, y la Catedral metropolitana. El nombre del Zócalo se debe a que el presidente Santa Anna intentó construir en 1842 una Columna de la Independencia en el centro de la plaza pero tan solo fue instalado un zócalo, es decir, la base. Lugar de reunión natural de los capitalinos, espacio de concentración masiva para las marchas, el esparcimiento, los conciertos masivos o lo que sea, este lugar siempre está repleto y en movimiento, poblado por manifestantes en casas de campaña o sin ellas; comerciantes ambulantes, danzantes indígenas o simples paseantes. El cine nacional ha dado cuenta de ello incontables veces. Cualquier película de los años cuarenta y cincuenta que pretendía establecer en unos cuantos planos el ambiente de la ciudad, tiene una vista panorámica del Zócalo, que con frecuencia se alternaba con planos de otros íconos urbanos. Se hallan muchas imágenes del cine que han alimentado su grandeza y su mito, que le han hecho honor o que la han usado como el fondo de sus relatos. En Los caifanes (1966), los protagonistas abandonan una carroza fúnebre sobre la plancha del Zócalo o bien, en El bulto (1991), Gabriel Retes gira sobre su silla de rueda, eufórico y conmovido por el reencuentro con la vida y con su país. También fue retratado por el ojo inquieto de Rubén Gámez en la asombrosa secuencia de créditos de la aún más asombrosa La fórmula secreta (1965). (Hugo Lara Chávez, del libro Una ciudad inventada por el cine, Cineteca nacional, México, 2006)