Publicado: 11 de diciembre de 2006

Por Hugo Lara Chávez

Historia del cine mexicano

A mediados de 1994 fue programada, en las salas del Centro Cultural Universitario, la exhibición de una copia restaurada de La mancha de sangre, película realizada por el pintor Adolfo Best Maugard. A pesar de que la copia está incompleta, porque se han perdido el sexto rollo del sonido y el noveno, el último, de la imagen, esta reciente exhibición de La mancha de sangre fue todo un acontecimiento entre la comunidad cinematográfica nacional, pues se trata de la primera película maldita del cine mexicano. Rodada en 1937, La mancha de sangre  fue prohibida por la censura por atentar a la moral pública; no obstante, su exhibición fue autorizada en 1943, después de cercenar algunas de sus partes más escandalosas. Luego de su fracaso en taquilla, La mancha de sangre desapareció prácticamente de la faz de la tierra hasta su reciente rescate a cargo de la Filmoteca de la UNAM.

El argumento de La mancha de sangre narra el romance entre una prostituta, Camelia (interpretada por Stella Inda) y un joven provinciano, Guillermo (José Casal), recién llegado a la capital. Para hacerse de dinero, éste se involucra en negocios turbios con una banda de asaltantes. Por su parte, Camelia es agobiada y acosada por su padrote. En ese transcurso, Camelia y Guillermo han cultivado su amor; de tal modo que ella urde un plan para entregar a los hampones a la policía y salvar al mismo tiempo a Guillermo, con quien podrá iniciar una nueva vida.

En apariencia se trata de un relato convencional de cabareteras, no muy distante de dos importantes películas anteriores, Santa y La mujer del puerto, y de las que posteriormente conformarían un nuevo cine de arrabal y de pecado, como Aventurera. No obstante, La mancha de sangre se distingue entre ellas porque es audaz y punzante en la forma y en el fondo, lo que indudablemente no perdonó el gusto timorato de la censura y de la comunidad cinematográfica, a tal grado que Best Maugard no volvió a filmar nunca más. En este sentido, La mancha de sangre tiene varios aspectos de interés: en primer lugar es una puesta en escena con mirada documental, configurada por un cuidado de la imagen, los encuadres y los detalles, que le confieren a su universo una credibilidad y también una sensibilidad demoledora (entre otros momentos brillantes, es antológico el desnudo femenino en medio de una fiesta orgiástica). Por otra parte, su relato no implica un discurso edificante o moralizante, ni tampoco celebra el castigo a la pecadora ni la redime a fuerza de flagelaciones; lo interesante del planteamiento es que la protagonista no depende de un destino azaroso y fatal, sino de una voluntad capaz de liberarse de sus ataduras para conseguir lo que desea: el amor. "De las primeras imágenes de Stella Inda, altiva y segura de sí misma, señora del cabaret y dueño de su cuerpo y su destino, a éstas (las imágenes finales) de una mujer avasallada por la pasión, hay un itinerario que es lo único que a la cinta le interesa mostrar: el rostro de mujer enamorada, al margen del mundo, sin moral y sin ley".[1]

Este ejemplo de lo que desde entonces se consideraba como cine prohibido fue uno de los signos que determinó el rumbo de la cinematografía nacional. En medio de un ambiente mojigato y lleno de prejuicios de toda índole (en este sentido, México era un país que no parecía venir de una revolución), el cine mexicano abdicó a la búsqueda de una identidad más arrojada y propositiva. Y cómo no hacerlo, si los géneros favoritos eran simples y rutinarios, como lo demostraba el melodrama convencional y los apologistas del culpable-pecador-castigo-redención, verdaderos campeones de la taquilla.

De todos los géneros, el melodrama se había convertido en uno de los favoritos del público mexicano y latinoamericano. Aunque la fabricación de cintas de este género se hizo desaforadamente, el melodrama no sólo fue un hallazgo mercantil, sino también un fenómeno social que estableció un parámetro acerca de la idiosincrasia nacional de entonces. En este sentido, el melodrama se permitían excesos siempre y cuando no perturbaran a las buenas conciencias. "En el cine mexicano -propone Monsiváis- el melodrama se impone cuantitativa y cualitativamente por razones de cercanía moral: es el género que confiere mayor 'prestigio ínitmo', si no necesariamente el que todos prefieren (la comedia auspicia la idea de un mundo puesto de cabeza, y el cine de aventuras o el de horror o el western complacen sin tanta culpabilidad de por medio), sí el que auspicia las reflexiones de sobremesa y la filosofía de la vida sin la cual la familia extraviaría el rumbo. Y el 'prestigio ínitmo', en este contexto, tiene que ver con la sensación de estar allí, en la butaca, defendiendo valores sagrados: el amor a la patria, a la madre, a la familia, a los hijos, a la honra, a la identidad personal".[2]

Esa renuncia a la innovación y a la búsqueda creativa, impuesta también por los intereses económicos de la misma industria, habría de avasallar a los talentos para obligarlos a trabajar de un modo esquemático, según los dictados del gusto del gran público. Conforme se consolidaban las reglas escritas y no escritas de la industria y la comunidad cinematográfica nacional, se fueron cerrando las vías alternas para desarrollar nuevos cauces creativos dentro de las mismas. Esto era en razón de que cada vez menos el productor, el distribuidor o el exhibidor, se arriesgaban a aportar capital para experimentar con nuevas ideas, pues las tendencias de la taquilla estaban más definidas, y por ende, ya no había tanto qué buscar ni qué poner en juego. Ese conformismo dejó buenos resultados a corto plazo, pero los inversionistas cinematográficos no calcularon la vigencia de sus fórmulas ni el tiempo en que los espectadores se cansarían de ver lo mismo. Muy pocos cineastas lograron cultivar, de modo casi furtivo, un cine original, y los que lo hicieron, tarde o temprano tuvieron que poner una cuota de su talento al servicio de obras banales (el mismo Buñuel lo hizo).

A pesar de las sombras que se proyectaban sobre el cine mexicano, los años 40 sobresalen porque en ella descolló una generación cinematográfica brillante, no sólo en términos comerciales, sino también como enormes talentos, simpatías y presencias. Jorge Negrete, Arturo de Córdova, María Félix, Mario Moreno Cantinflas, Gloria Marín, Germán Valdés Tin Tan, Dolores del Río, Pedro Infante, Blanca Estela Pavón, Fernando Soler, Ninón Sevilla y varios más fueronlos rostros que se apoderaron de la gran pantalla y fueron las figuras que encarnaron los sentimientos generacionales y la idiosincrasia no solo mexicana, sino de toda Latinoamérica. Y es que la pluralidad era suficiente para que en ella cupiera, en gran medida, el sentir del gran público: las aspiraciones clasemedieras y la identificación de las clases bajas, las urbanas y las que cada vez con mayor intensidad emigraban del campo a la ciudad.

Fue en esta inercia de crecimiento cuando se suscitó uno de los principales exabruptos de la industria que habrían de afectar gravemente su futuro. En 1944 ocurrió un conflicto dentro del Sindicato de Trabajadores de la Industria Cinematográfica (STIC); conscientes de su calidad taquillera, los actores se inconformaron por compartir la misma sección sindical con los operadores y manuales de la industria. El objetivo de los actores, encabezados por Cantinflas y Jorge Negrete, era obtener mayores privilegios. La respuesta de la infantería sindical no se hizo esperar. Después de algunos zafarranchos este asunto terminó cuando la CTM, ya dirigida por Fidel Velázquez, falló en favor de la autonomía de los actores dentro del mismo sindicato.

El conflicto se recrudeció al año siguiente, en 1945, cuando se confrontaron nuevamente la vieja mafia del STIC contra un grupo de disidentes, encabezados por un grupo de técnicos y manuales, cuyo líder era el fotógrafo Gabriel Figueroa, a los que más tarde se sumaron actores (Negrete y Cantinflas al frente), directores, fotógrafos, músicos y argumentistas. "Después de una serie de escaramuzas que incluyeron una célebre bofetada de Enrique Solís (dirigente del STIC) a Gabriel Figueroa y el acuartelamiento en los estudios cinematográficos de estrellas improvisadas en fusileros no muy convincentes, se consumó la división, legitimada por un laudo del presidente Ávila Camacho: los pobres y sus líderes más o menos corruptos se agruparían en el STIC, con prohibición de hacer películas de largometraje; las estrellas y sus alternantes, directores, fotógrafos, etc. en el nuevo Sindicato de Trabajadores de la Producción Cinematográfica (STPC)".[3]

Inmediatamente después, una comisión mixta integrada por miembros de la Asociación de Productores y del STPC acordó bloquear el ingreso a la industria de directores extranjeros, salvo en los casos de cineastas distinguidos que "contribuyeran al desarrollo del cine mexicano", algo que sería usado hasta el abuso, según unas consideraciones bastante discutibles que esgrimía el sindicato. A fin de cuentas, se trataba de favorecer a los grupúsculos que se habían adueñado de la industria: la política de puertas cerradas era un freno que a la larga no sólo limitaría el ingreso de realizadores extranjeros sino el de actores, directores, fotógrafos, argumentistas, músicos y demás personal creativo y técnico mexicanos (contra los 14 directores debutantes en 1944, por ejemplo, sólo hubo un debut en el mismo rubro en el 45 y otro en el 46, ambos extranjeros por cierto: Roberto Ratti y Luis Buñuel respectivamente). El botín era grande y había que compartirlo con los menos posibles. Las consecuencias de esta voracidad serían demoledoras, porque así el cine mexicano se puso la soga al cuello y al mismo tiempo se condenó al estancamiento, como lo harían sus esquemas, sus figuras y sus glorias.

Una de las últimas iniciativas referentes al cine del gobierno avilacamachista fue la tarea de elaboración de una Ley Cinematográfica, orquestada por el Secretario de Gobernación, Primo Villa Michel (Alemán ya se había retirado para abocarse a su gira electoral como candidato presidencial para el siguiente sexenio). La Ley Cinematográfica no se terminó sino hasta 1949, y mientras tanto el gobierno redujo las obligaciones fiscales de las productoras fílmicas, según un decreto provisional inspirado en el memorándum de 1942. Ese decreto, que fue suscrito por el Secretario de Hacienda de entonces, Jesús Silva Herzog, avalaba la exención de impuestos, a partir del primero de agosto de 1945 con cinco años retroactivos, a las producciones nacionales, salvo en los casos en que las utilidades superaran a la inversión.

También, en 1945 se fundaron los inmensos Estudios Churubusco, con capital de la RKO de Hollywood y del magnate radiofónico Emilio Azcárraga. Esta inversión estadunidense anunció la nueva ola de intereses hollywoodenses que empezaría a copar al cine mexicano. Más adelante esta participación se afincará sobre todo en los monopolios de exhibición, orquestados por el célebre William Jenkins.

Jenkins era un estadunidense radicado en México desde principios de siglo. Con base en triquiñuelas y prácticas gangsteriles, según se ha documentado, logró hacerse de una fortuna gracias a sus jugosos negocios azucareros en Veracruz y textiles en Puebla. Sin embargo, lo que le daría más celebridad fueron sus inversiones realizadas para formar la más poderosa cadena de salas de exhibición del país. Coludido con el gobernador de Puebla, Maximino Ávila Camacho, un verdadero campeón del caciquismo postrevolucionario, Jenkins, a través de su socio Gabriel Alarcón, comenzó a monopolizar el negocio de la exhibición cinematográfica en ese estado. En poco tiempo venció a su competencia e incluso se alió con los más fuertes de ella, como Manuel Espinosa Yglesias y Rómulo O'Farril. Su imperio se extendió a las demás regiones del país, incluyendo la capital, a través de la adquisición de las salas de Emilio Azcárraga. Consecuentemente, su influencia dentro de la industria fue creciendo de tal modo que se hizo del control del Banco Cinematográfico para lograr el traspaso de numerosas salas de exhibición de toda la República y así crear, en 1947, la legendaria Operadora de Teatros.

Definitivamente este asunto tenía más aristas. El principal problema consistió en que, monopolizadas las salas de exhibición, la producción de películas mexicanas se sometió a ellas, a lo que a éstas les convinía programar, y como el indicador era la taquilla, pues las aspiraciones creativas de los productores y realizadores se achataron consecuentemente y se ciñeron a la fabricación de filmes que obedecían a los moldes genéricos ya probados, garantes del éxito comercial en exhibición. De tal suerte que dentro de esta dinámica no había cupo para las cintas temática y formalmente arriesgadas. Por ello, el cine tendió a homogenizarse en bajos niveles de calidad de producción.

Otras variables muy importantes para la industria fueron los cambios que se fermentaban en la sociedad mexicana de aquella época. El nuevo presidente de México era el licenciado Miguel Alemán, cuya gestión abarcó de 1946 a 1952. El Cachorro de la Revolución, como eufemísticamente se le llamó pues era el primer civil que ascendía al poder desde el fin de la lucha armada, tenía el propósito de modernizar al país, casi a costa de lo que fuera. Con una población mayoritariamente rural, fue en esa época cuando las grandes inmigraciones a la ciudad se suscitan. Una creciente clase media no sólo más instruida sino más pretenciosa, como lo exigían los vientos modernizantes, se interesaba cada vez menos en el cine mexicano pero en cambio celebraba el regreso del cine hollywoodense, una vez terminados sus cometidos propagandísticos en la guerra. Los electrodomésticos invadían los hogares y, como en el filme Una familia de tantas, de Alejando Galindo, se replanteaban roles e instituciones sociales, como el de la mujer o la familia respectivamente, en nombre del progreso y del cambio. El mercado para la cinematografía nacional ya no se amplía a todas las clases, sino se dirigía sin saberlo a las clases populares, analfabetas o semianalfabetas, que de entrada no tenían acceso al cine extranjero porque éste generalmente se subtitulaba (el doblaje no tuvo arraigo ¿para tener a un público analfabeta cautivo?), y además no se reconocían tanto con Jimmy Stewart o Clark Gable como con el peladito que encarnaba Cantinflas o con el macho simpaticón y sentimental Pepe el Toro, interpretado por el mito más luminoso concebido por el cine mexicano: Pedro Infante.

Con la conclusión de la guerra en Europa y el inminente regreso de Hollywood al dominio del mercado latinoamericano, los empresarios estadunidenses no desaprovecharon la división del pastel que se practicaría en el mercado mexicano: las clases populares, muy abundantes, serían las consumidoras del cine local; las clases medias y altas, no tan grandes pero que prometían crecer, las del cine hollywoodense.

Por si fuera poco, desde 1946 se percibió una descapitalización en la industria de cine nacional a causa de una recesión que a su vez fue generada por el fin de la guerra, puesto que con ello se provocó a nivel mundial un reordenamiento de naturaleza financiera en el cual los países capitalistas de economías fuertes tendieron a la pujanza, en detrimento de las economías en desarrollo, como México, pues gran parte del flujo de capital internacional tuvo como destino la reconstrucción europea.

En ese año se produjeron 70 películas, doce menos que en el anterior. A la larga, este fenómeno se acentuaría y consecuentemente invitaría a los productores a abaratar los costos y reducir los tiempos de rodajes. Estas condiciones favorecieron el incipiente cultivo de una cepa infecta: el llamado churro. Visto en principio como la salvación del cine mexicano, por su rodaje veloz, sus bajos costos y recursos de producción, el churro significaba la solución para encarar la severa competencia que se aproximaba de Hollywood.

Los atisbos apocalípticos que empezaban a centellear en la industria fílmica nacional anunciaban el fin de la bonanza. El desenlace de ésta estaba cerca, y ni siquiera el esfuerzo oficial fue suficiente para evitarlo: para dar una salida más eficiente a las películas nacionales, en 1945 se había formado, con el apoyo del Banco Cinematográfico, la empresa distribuidora Películas Mexicanas S.A., cuyo cometido era el de surtir de cintas nacionales a Centro y Sudamérica. En 1947, para tratar de contrarrestar el poder del monopolio de exhibición, el Banco impulsó la creación de la compañía Películas Nacionales, constituida en principio por las productoras CLASA, Grovas, Films Mundiales y Filmex.

También, por iniciativa presidencial se formó la Comisión Nacional de Cinematografía, el 31 de diciembre de 1947. Esta comisión tendría entre sus funciones la de fomentar la calidad cinematográfica nacional. "La Comisión trabajaría para salvar al cine nacional con la elevación de la calidad estética de sus películas, con la ampliación de los mercados nacionales y extranjeros, el impulso al cine educativo y documental, y a las Actividades de la Academia Cinematográfica y la elaboración de los documentales y cortos que requiera el Gobierno Federal, a través de sus diversas dependencias".[4]

Bien. Pues este florilegio de buenas intenciones no terminó ahí. El remozamiento alemanista del espectro cinematográfico se completó con la reorganización del Banco Cinematográfico, que en ese año pasó casi totalmente a manos del gobierno, bajo el nombre de Banco Nacional Cinematográfico S.A. Esta institución arrancó con un capital de diez millones de pesos, aportados por el Gobierno Federal, el Banco de México, la Nacional Financiera y el Banco Nacional de México. Así pues, una mancuerna que poco pudo amparar al cine mexicano de la inminente crisis, se estableció entre la Comisión Nacional de Cinematografía y el Banco Nacional Cinematográfico.

[1] GARMENDIA, Arturo. L MANCHA DE SANGRE. UN CLÁSICO RECUPERADO. Revista DICINE, No. 63, México 1995, p. 16. [2] MONSIVAIS, Carlos; BONFIL, Carlos. A TRAVES... Op.Cit. p. 125 [3] GARCIA RIERA, Emilio et al. HOJAS DE CINE. TESTIMONIOS Y...  Op. Cit., p. 18 y 19 [4] GARCIA RIERA, Emilio. HISTORIA...  Op.Cit., Vol. 4. p. 107