Publicado: 11 de diciembre de 2006

Por Hugo Lara

La táctica del nuevo Plan Echeverría, operado desde el Banco Cinematográfico, apuntaba a privar en un corto plazo a los productores tradicionales de los favores financieros del Estado. La coartada del plan se sustentaba en que, estos mismos productores, habían fracasado a lo largo de los últimos veinte años en la misión de sacar a flote a la industria. Para sustituirlos, el Banco le encontró la cuadratura al círculo: él mismo se encargaría de producir.

"La exclusión de ciertos grupos de productores se quiso presentar como un enfrentamiento total del Estado con la burguesía, pero no se trataba en manera alguna de eso. El grupo suprimido había sido apoyado por más de treinta años y había permanecido conforme con los viejos sistemas productivos. Al establecer su hegemonía en la banca estatal un grupo semitecnocrático, esa fracción modernizadora de la burguesía da preferencia a otros grupos más directamente ligados a ella. La supresión de los productores antiguos benefició sobre todo a un nuevo grupo de productores: DASA (Directores Asociados, S.A.) formado por casi todos los directores impulsados por el Estado y que decidieron ser al mismo tiempo empresarios".[1]

Desde 1971 y a través de los Estudios Churubusco, el Estado intervino directamente en la producción hasta grado tal que en 1974, ya menguado el potencial privado, el volumen de cintas con concurso estatal obligó a la creación de la Corporación Nacional Cinematográfica (CONACINE), empresa filial del Banco, que en lo sucesivo se ocuparía de los quehaceres de producción del gobierno. Para 1975 CONACINE absorvería al Departamento de Producción de los Estudios Churubusco.

Además de la decreciente coproducción con particulares, otras de las modalidades con las que el Banco participó en la factura de películas, fue a través de la coproducción internacional y sobre todo, la coproducción con cooperativas y trabajadores. Esto último motivó a que, en junio de 1975, se crearan dos empresas productoras más: Conacite Uno y Conacite Dos (Corporación Nacional Cinematográfica de los Trabajadores y el Estado Uno y Dos), las cuales se cimentaban en una alianza entre el gobierno y el STPC y el STIC, respectivamente. De esta manera, se suponía, los trabajadores de la industria serían sus propios patrones, y las ganancias por cada película se compartirían comunalmente*.

Dentro de la implacable tendencia monopolizadora del gobierno, pasaron a sus manos los Estudios América, adquiridos en septiembre de 1975. Igualmente en ese año CIMEX se fusionó con Películas Mexicanas, y el Banco quedó como mayor accionista de la empresa. COTSA, por su parte, a lo largo del periodo echeverrista construyó nuevas salas, reacondicionó las ya existentes, adquirió otro tanto que antes rentaba y arrendó otras más. Para 1976 contaba con 375 salas en todo el país -243 arrendadas por sólo 91 de su propiedad- es decir 67 más que al principio del sexenio.

Asimismo, hubo cierto depliegue de recursos para la difusión y la promoción del quehacer cinematográfico. Dentro de los planes oficiales para el estímulo a nuevos creadores y cineastas, en septiembre de 1971 inició sus actividades el Centro de Producción de Cortometrajes. En ese año este organismo produjo dos documentales; para 1976 había producido 202 y 94 cineminutos. En agosto de 1975 abrió sus puertas el Centro de Capacitación Cinematográfica, quizá el proyecto estatal más ambicioso en el ámbito de la formación académica cinematográfica. El CCC, erigido en los terrenos de los Estudios Churubusco, significaba una nueva escuela de donde surgirían los nuevos cuadros técnicos y creativos que el cine mexicano necesitaba. También en el lote de Tlalpan y Churubusco fue construida la primera Cineteca Nacional que se inauguró en enero de 1974 (ya veremos cuán corta fue la vida de este inmueble).

En materia de difusión cabe mencionar la labor realizada por la empresa oficial de índole publicitaria Procinemex (creada en 1968). Esta tuvo qué ver en la producción de los programas radiales Silencio, cámara, acción y Lluvia de estrellas (1971), así como en los noticieros cinematográficos Nuestro cine y la serie de televisión Tiempo de cine, transmitida por la señal del canal 11, en el que colaboraban García Riera, Tomás Pérez Turrent y José de la Colina. Del mismo modo, publicó el boletín informativo Imagen (1971), la revista Nuestro cine (1971) y el semanario Cinéfilo (1975). En 1972 esta empresa aplicó el llamado Plan de Promoción Directa, consistente en acercar al público al proceso cinematográfico.

Por otra parte, para llenar el hueco dejado por la desaparecida Reseña Mundial de Acapulco, se organizó desde 1971 la Muestra Internacional de Cine, cuyo objeto era difundir en México las obras fílmicas más importantes del orbe. Finalmente, en febrero de 1972 se contituyó de nueva cuenta la Academia Mexicana de Ciencias y Artes Cinematográficas, que se había disuelto a fines de los 50. El 11 de agosto de ese año se reanudó la ceremonia de los Arieles, cuya sede sería en los cinco años siguientes la residencia oficial de Los Pinos.

Es indudable que este nuevo orden cinematográfico contribuyó, en gran medida, al crecimiento de una generación de cineastas valiosos (la mayoría iniciados en el cine independiente al finalizar los años 60) que aceptaron al gobierno como su mecenas y que cobijaron sus obras, para bien o para mal, bajo la tutela oficial. Esta camada de directores tuvo, con altibajos, una intensa y provechosa actividad durante el sexenio. Películas como Canoa y El apando de Felipe Cazals; Maten al León, de José Estrada; La Pasión según Berenice, de Jaime Humberto Hermosillo; Cuartelazo de Alberto Isaac; Los Albañiles, de Jorge Fons; El Castillo de la Pureza, de Arturo Ripstein; Reed, México insurgente, de Paul Leduc; Mecánica Nacional de Alcoriza; Calzonzin inspector, de Alfonso Arau; y otras más, eran las credenciales que daban fe de la oportuna intervención del Estado que, blandiendo la espada de la retórica izquierdista, salvaba al séptimo arte nacional.

Esa tendencia había amedrentado a los productores privados y los había obligado a replegarse de la producción nacional. Muchos optaron por filmar fuera del país y otro tanto claudicó en su afán por recibir apoyo oficial para hacer sus películas (por fortuna, porque ya desde esos años, los productores privados comenzaban a empachar la cartelera con churrazos fronterizos y bodrios picarescos pseudopornos* ). Paradójicamente, los otroras guardianes de las puertas cerradas eran recibidos en el Banco con un palmo de narices. Las cifras así lo revelaban:

[1] Ibídem, p. 141.

 

*  Para cada coproducción con el Banco, los tabajadores aportarían 20% de su salario y recibirían 50% de las utilidades de la comercialización  de cada película. Bajo este esquema, las primeras películas producidas por Conacite Uno fueron "El apando" (Felipe Cazals), "Hermanos del viento" (Alberto Bojórquez) y "El esperado amor desesperado" (Julián Pastor). Igualmente Conacite Dos produjo "Chicano" (Jaime Casillas), "El Reventón" (Archibaldo Burns) y "El elegido" (Servando González).

 

* Se puede decir que la películas Bellas de noche, de Miguel M. Delgado, inauguró en 1974 una nueva corriente de cine de cabaret, el de las ficheras, que era mucho más vulgar y rústico que el elaborado en los años 50.  Bellas de noche fue un gran éxito de taquilla y merecería incontables réplicas durante los años que le siguieron y prácticamente hasta principios de los 90. En su reparto aparecen las figuras más distinguidas de este subgénero: Jorge Rivero, Sasha Montenegro, Carmen Salinas, Lalo de la Peña "El Mimo", Víctor Manuel "El Güero" Castro, Rafael Inclán, Raúl "Chatio Padilla, etcetera. Aunque los índices pueden señalar un aumento en la calidad, el fuerte descenso de la producción causada por el desaliento de la producción privada, muy notable en 1975, provocó un suceso curioso y pintoresco que García Riera reseña con buenos detalles:

 "(...) el 22 de abril de 1975 en la ceremonia de entrega de Arieles, que se celebraba como en los otros años del sexenio en la residencia oficial de Los Pinos, Josefina Vicens, presidenta de la Academia que daba los premios, fustigó en su discurso la mezquina actitud de los productores de cine. Acto seguido, Luis Echeverría respondió a la escritora con una improvisación que terminó así:

Yo invito a los trabajadores ahora y aquí a que les den las gracias a los productores; a ver qué hacemos financieramente -aquí están las autoridades hacendarias- y que sin temores hagamos una afirmación revolucionaria y nacionalista, porque los señores productores simplemente no entienden. (...) En lo personal yo les indico, en este momento, al señor Secretario de Gobernación, y al señor Director del Banco Cinematográfico, que vean el modo -porque no han entendido y creo que no pueden esencialmente entender- de darles las gracias a los señores industriales del cine para que se dediquen a otra actividad, y que veamos qué hacemos y que hagamos un sacrificio compartido para hacer mejor cine en México." [1]

Esta declaración, hecha más de riñones que de serenidad, no gustó naturalmente a los antiguos amos de los feudos cinematográficos. Hasta ese momento la batalla entre los frentes oficiales y privados se había desarrollado al nivel del subsuelo, pero este puntapié presidencial marcaba ya el punto de no retorno. Lo que quería decir el presidente es que el Banco Cinematográfico no financiaría ninguna producción en la que el Estado no participara. La situación se polarizó a tal grado que entre la parte oficialista y el ala tradicional de la industria el fuego se hizo abierto. Estos últimos aguardarían resignados al fin del sexenio, esperanzados en que el relevo presidencial nuevamente pondría las cosas en su lugar. Por eso, el último año echeverrista, 1976, se distingue porque la cantidad de películas con participación estatal fue superior a las fabricadas por los productores privados (36 por 25 respectivamente, más cinco independientes), cosa que no se había visto nunca en la historia del cine mexicano.

Los desplegados y comentarios a favor o en contra del régimen vigente aparecieron con regularidad inusitada. De este modo, por ejemplo, varios de los directores crecidos durante el echeverriato (Leduc, Araiza, Cazals, Fons, Hermosillo, etcétera) se aglutinaron en el Frente Nacional de Cinematografistas y publicaron en noviembre de 1975 un manifiesto en el que reconocían la encomiable labor de apertura del gobierno y proclamaban un cometido social que el cine debía cumplir, el cual ellos defenderían a capa y espada. Otro tanto de viejos realizadores, encabezados por el líder del gremio, Rogelio A. González, no tardó en responder, en imputar a los miembros del Frente el delito de haber devorado los despojos políticos de la industria y del sistema.

También el enconado debate se libró en los círculos periodísticos e intelectuales y, por ende, en la crítica cinematográfica. Al contemplar la coyuntura social de esos momentos, una era de militancias radicales, de ideologías ardientes y punzantes, de polarizaciones políticas, no era raro que las desavenencias entre intelectuales terminaran en cacerías de traidores y malechores. En la crítica cinematográfica estos síntomas no demoraron en aparecer, pues ya desde 1971 ocurrió un zafarrancho entre García Riera y Jorge Ayala Blanco.

Al parecer, Emilio García Riera, Tomás Pérez Turrent, José de la Colina y otros más, recibían con agrado algunas de las películas alumbradas por la nueva política cinematográfica, y en varias ocasiones expresaron abiertamente su simpatía por el trabajo de lo jóvenes cineastas fomentados por el Estado. Ellos mismos tomaron parte en algunas acciones promovidas por el gobierno, como la propia serie televisiva Tiempo de cine, algunas conferencias en torno al quehacer cinematográfico e incluso en ciertas producciones (recuérdese, por ejemplo, que Pérez Turrent fue coguionista de Canoa). Su cercanía al cine oficial de la época era comprometedora y ello les costó duras críticas, pues aunque su entusiasmo por ciertos filmes y cineastas podía ser justo y legítimo, algunas miradas suspicaces los ubicaron de inmediato en el púlpito echeverrista y pusieron en entredicho su independencia de opinión.

Ayala Blanco y García Riera habían sido muy cercano, incluso diez años antes ambos habían formado parte del Grupo Nuevo Cine; Ayala Blanco, además, le guardaba cierto reconocimiento a áquel, al grado que lo cita en la primera edición de su libro La Aventura del Cine Mexicano. Sin embargo, sucedió que, desde la tribuna disidente, Jorge Ayala Blanco, el crítico más radical en esa época, se ensañó con sus colegas que celebraban las películas del Estado (es decir con García Riera, Pérez Turrent y de la Colina) a los que calificó de lambiscones, según palabras del propio García Riera. Parece que la escisión fue grave, pues éste dedica sendos comentarios a ello en su "Historia documental del cine mexicano" (vol 15, p. 184), donde se refiere a Ayala Blanco como "un sujeto no fanático de la coherencia" y lo desacredita argumentando que éste y sus compinches "muy poco o en nada han afectado lo más importante: la realización de películas". Todavía el 19 de octubre de 1995 Víctor Roura, coordinador de la sección cultural de El Financiero, salió en defensa de Ayala Blanco, al asegurar en su columna que éste era de los pocos críticos independientes que nunca se habían dejado seducir por el canto de las sirenas oficialistas: "Ayala Blanco persiste en su independencia crítica" - escribió Roura, y añadío: "García Riera vive a expensas del propio Estado, y tiene, ni modo, que aplaudir lo que haga el Estado. ¿De qué crítica, entonces, estamos hablando?."

En fin, concluyamos con dos opiniones. Ayala Blanco resume el periodo echeverrista del siguiente modo:

"Con vasallos burocratizados e informes presidenciales filmados, que se rinde a sí mismo, Rodolfo Echeverría reemplaza al omnipotente Gregorio Walerstein de la Asociación de Productores y se hará coronar Zar de todos los cines mexicanos, Director General del Sistema del Banco Nacional Cinematográfico y Presidente de los HH. Consejos de Administración de sus empresas filiales: Estudios Churubusco-Azteca, Estudios América, Centro de Producción de Cortometrajes, Conacine, Conacite I y, Conacite II, Promotora Cinematográfica Mexicana, Películas Nacionales, Cimex, Películas Mexicanas, Compañía Operadora de Teatros y Centro de Capacitación Cinematográfica.

Al frente de todos los organismos de servicio, producción, promoción, distribución, exhibición y capacitación, la estatización casi total de la industria fílmica indica que se ha convertido abiertamente en un Aparato Ideológico de Estado y admite contradicciones diferentes a la de otras industrias. Una de esas contradicciones la constituye una especie de impotencia dentro del despliegue de los medios".[2]

Del otro lado del puente, Tomás Pérez Turrent se refiere a esa época en los términos que siguen:

"Al terminar 1976 no se habían logrado las grandes obras individuales, no existían las bases irreversibles para una industria sana ni para un cine distinto expresivamente hablando, no se había consolidado un verdadero proyecto cinematográfico nacional. Pero el futuro podía encararse con cierto optimismo: se habían reformado diversos aspectos, con resultados al parecer provechosos para el cine nacional, y cinematográficamente hablando se habían establecido una serie de puntos de partida (Canoa, La pasión según Berenice, Cascabel, Caridad) de aproximaciones críticas de la realidad y búsqueda cinematográfica que era preciso profundizar y desarrollar.

En realidad el aparato había quedado íntegro a pesar de todos los cambios y reformas (no se había tocado, por ejemplo, el renglón fundamental de la distribución, que nunca dejó de ser controlado por el sector privado aparentemente alejado del cine desde su 49%). Por eso cuando se creía que los cambios, o por lo menos algunos de ellos, eran irreversibles, bastaron unos cuantos meses para que se produjesen nuevos cambios pero en el sentido opuesto".[3]

D.R. HUGO LARA CHÁVEZ 1996 [1]GARCIA RIERA, Emilio. HISTORIA...  Op.Cit., Vol. 17. P. 117

 

[2] AYALA Blanco, Jorge. Op. Cit.p. 520

 

[3] PEREZ Turrent, Tomás et al. HOJAS DE CINE. TESTIMONIOS Y...  Op. Cit., pp. 241 y 242