Por Hugo Lara Chávez

A finales de 1976 una fuerte devaluación estableció al doble el tipo de cambio antiguo, es decir 24 pesos por un dólar. Esta situación acusó el fracaso del proyecto echeverrista. Para esas alturas Echeverría ya se había convertido ante la opinión pública en la personalidad más siniestra de la escena política del país. Por eso el sucesor presidencial, José López Portillo -ex Secretario de Hacienda de Echeverría-, inició su gestión procurando poner la tilde en la separación del anterior gobierno, para salvar lo más posible su imagen y borrar cualquier culpa que pudiera incriminarlo respecto de la misma crisis.

El nuevo discurso presidencial se bautizó Alianza para la Producción, entre cuyos lemas figuraba uno acuñado con la demagogia más edificante: La solución somos todos, que era el grito de guerra para dizque enfrentar y vencer la severa crisis. A la larga esta leyenda fue adecuada por la vox populli, con sorna amarga, para definir con más certeza los resultados de la administración lópez portillista: La corrupción somos todos.

En realidad no fuimos ni todos ni uno la peregrina solución de la crisis. El descubrimiento de numerosos pozos petroleros permitió a México durante unos pocos años tener un auge esperanzador, un espejismo de riqueza que se convirtió en la euforía del despilfarro, en el cimiento aguado del régimen económico, sostenido por cuantiosos préstamos de los agiotistas internacionales, que a finales del sexenio de López Portillo, en 1982, cobraron sus facturas con creces y devolvieron al país al estado primitivo de la crisis.

Fue la crisis económica, también, el pretexto que sirvió a la administración entrante para desmantelar el aparato cinematográfico establecido durante el echeverriato. En la era de López Portillo la injerencia del estado en el cine se replegó hasta casi desaparecer. A principios del sexenio lopez-portillista, en 1977, se creó un nuevo organismo oficial que dictaría las pautas no sólo del cine, sino de la radio y la televisión. Se trata de la Dirección General de Radio, Televisión y Cinematografía (RTC), que fue encomendada a la hermana del presidente, doña Margarita López Portillo.

"La política que implantó en el sexenio con respecto al cine -la primer medida fue tomada el 17 de enero de 1977-, por acuerdo presidencial, las entidades de la administración pública paraestatal se agruparían por sectores, a efecto de que sus relaciones con el Ejecutivo Federal, se realizaran a través de la secretaría de Estado o departamento administrativo que el propio acuerdo señalaba.

"De esta manera, diversos organismos de la industria fílmica nacional, que antes eran filiales del Banco Nacional Cinematográfico, actuarían en adelante, bajo la coordinación de la Secretaría de Gobernación que las controlaría y administraría.

"Estas entidades fueron: Cinematográfica Cadena de Oro S.A.; Cineteca Nacional; Compañía Operadora de Teatros S.A.; CONACINE; Conacite Uno; Conacite Dos; Estudios Churubusco-Azteca, S.A.; Películas Mexicanas S.A.; Continental de Películas S.A.".[1]

De este modo, el Banco Cinematográfico fue coordinado desde la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, en tanto la Secretaría de Programación y Presupuesto llevaría el control presupuestal. Por otra parte, el instrumento político correspondía a la Secretaría de Gobernación, a través de la RTC.

El plan estaba orientado a reactivar el concurso de la iniciativa privada dentro del cine, con el objeto de hacer autofinanciables los diversos proyectos cinematográficos y paulatinamente aligerar la presencia del Estado en este rubro. Fue con ese idea que el Banco anunció que no aportaría préstamos superiores a los 7 millones de pesos para la realización de ninguna película.

El proyecto de Margarita López Portillo tendía a minimizar los logros fílmicos alcanzados en el sexenio anterior, y esa línea conducía el nuevo ejercicio oficial: la destrucción del inmediato pasado a cambio de la quimérica restauración de un cine dorado. Por eso, bajo el argumento del fracaso económico, muchas de las películas de la era echeverrista sirvieron de muestra para descalificar ese llamado nuevo cine mexicano. Para Margarita, el cine mexicano debía ser familiar, más ligero y popular, de tal modo que pudiera emular, lo más posible, la añorada época dorada de los 40.

Así es como, en septiembre de 1977, Margarita López Portillo anunció una reforma radical dentro de la industria, particularmente en el sector oficial, debido a las enormes pérdidas que arrastraban las diversas entidades oficiales, y para ello, como primer paso se anunciaron auditorías en todas ellas. La primera acción notable fue la desaparición de Conacite Uno, la cual fue absorbida por Conacine.

Sin embargo, el suceso más importante ocurrió un par de meses después, en noviembre del 77, cuando se anunció la liquidación del Banco Nacional Cinematográfico. Apenas en agosto se habían reiniciado los otorgamientos de créditos a productores privados, pero los pasivos con los que operaba hicieron inminente su desaparición. Así terminaron más de cuarenta años de una entidad única en el mundo, y con ello también se sentenció a muerte al cine oficial, que había apenas sobrevivido con algunas realizaciones comprometidas desde fines del echeverriato y con unos pocos proyectos impulsados por RTC.

Mientras tanto, la producción privada no mostró signos de mejoría ni de ambición, y continuaron sumergidos en la marea de boñigas fílmicas, al estilo de Bellas de noche, muy baratas, de rápida producción, y de argumentos elementales, vulgares y muy, muy rentables. Con éstas, pero sobre todo con las películas fronterizas, se había afianzado un importante mercado de exportación: la comunidad mexicana del sur de Estados Unidos.

El anodino prurito de renovación lópez portillista, la saña contra los antiguos funcionarios cinematográficos, la revancha de los productores privados resentidos con los echeverristas por haberlos dejado fuera del banquete sexenal, alcanzaron su momento más candente en julio de 1979, cuando es perpetrada la venganza: fueron detenidos alrededor de veinte funcionarios y exfuncionarios provenientes del echeverriato, acusados de peculado y fraude durante sus gestiones al frente de las diversas entidades fílmicas oficiales.

En el ámbito de la producción, como ya se mencionó, la iniciativa privada tuvo amplios avances cuantitativos. Uno de estos logros fue la incursión en 1977 del emporio Televisa dentro de la industria cinematográfica, a través de su nueva filial, Televicine. Su primera producción, El chanfle, fue un gran éxito de taquilla, gracias a la enorme popularidad que gozaba su protagonista, Roberto Gómez Bolaños Chespirito, ganada por medio de la televisión, la que lo promovía como "el campeón del humorismo blanco".

Televicine en adelante tendría una participación regular dentro de la industria, encaminada a la realización de productos mediocres para toda la familia. Su primer éxito no se volvería a repetir sino hasta 1980, con la cinta Lagunilla mi barrio, debido a que el mercado era dominado por el cine hollywoodense y el cine nacional de comedias vulgares, de ficheras y de aventuras fronterizas, lo que hacía muy difícil el acceso a cualquier otro tipo de películas.

Mientras tanto, el cine oficial se embelesaba con superproducciones desastrosas en términos de taquilla y de calidad. Los escasos realizadores que el lopez portillismo rescató del echeverriato, fueron opacados por la importación de cineastas y actores extranjeros más o menos célebres, traídos al país por Margarita López Portillo con el fallido objeto de darle lustre internacional al cine mexicano. Así fue como Ripstein dirigió a Peter O´Tool en Fox Trot, como el soviético Serguei Bondarchuk realizó en México Campanas Rojas y como el español Carlos Saura hizo lo suyo en Antonieta.

Aun así, es el cine oficial el que durante esos aciagos años ofreció cierta calidad temática y formal, que lo colocan muy por encima de los churrazos de la producción privada. En esta vertiente, el Estado produjo El lugar sin límites (1977) y Cadena perpetua (1978) de Arturo Risptein; Naufragio (1977) de Jaime Humberto Hermosillo; El recurso del método (1977) de Miguel Littin; El complot mongol (1977) de Antonio Eceiza; Llámenme Mike (1978) de Alfredo Gurrola: El año de la peste (1978) de Felipe Cazals o El infierno de todos tan temido (1979) de Sergio Olhovich.  Con la interesante cinta Los albañiles (1977), Jorge Fons abandonaba su carrera de cineasta, que no retomaría sino hasta once años después, con Rojo amanecer.

Pero este tipo de cine tenía casi todo en su contra y casi nada a su favor. Los sistemas de distribución, promoción y exhibición las hacen casi clandestinas y por ello sus ruinas parecían crímenes de tercer grado: con alevosía, premeditación y ventaja.

"En ello mucho tiene que ver una política de exhibición francamente discriminatoria para el cine nacional (y para cualquier otro que no sea el norteamericano) y en la que el cine estatal se lleva la peor parte. Se les asignan salas inadecuadas y lejanas. Se presentan las películas con promoción nula o bien premeditadamente equivocada. Aquí hay una aparente paradoja: El Estado exhibidor sabotea al Estado productor. Las películas se exhiben tarde y mal. Su costo, más los intereses acumulados por el tiempo que permanecen sin exhibirse, nunca serán recuperados ni siquiera en una mínima parte. Así el Estado demuestra y se demuestra que la producción es un pésimo negocio y que debe quedar en manos del sector privado. Veamos: El recurso del método se filma en 1977 y se exhibe comercialmente en México en 1981. Llámenme Mike es producida en 1978 y no se exhibe sino hasta 1982. Días de combate y Cosa fácil se hacen en 1979 y salen en 1982. Además, por las salas en que son programadas y por el lanzamiento, ninguna de ellas pasa de la primera semana. El mismo caso se repite por lo menos con medio centenar de películas más".[1]

En esta inercia, el escatimado apoyo oficial para la realización de películas de búsqueda o de ambición estética o personal, obligó a varios de sus directores a refugiarse en el cine independiente o en el cine comercial (Cazals dirigió ni más ni menos que a Rigo Tovar en un par de películas, en tanto Ripstein hizo lo propio con Lucía Méndez en La ilegal).

El sexenio anunció su conclusión con el espectacular incendio de la Cineteca Nacional, ocurrido en marzo de 1982, mientras se proyectaba irónicamente la película La tierra de la gran promesa, de Andrzej Wajda. El fuego consumió una enorme archivo de seis mil películas, del que apenas se salvaron unas cuantas, además de diversos documentos, guiones, fotografías y un indeterminado número de vidas humanas.

"Este hecho trágico sirve también como una gran metáfora, un símbolo de lo que ha sido la política cinematográfica que inció sus funciones en diciembre de 1976 y finalizó -"no hay plazo que no se cumpla" (afortunadamente), dice el dicho- en noviembre de 1982. Si en algo se distingue el resultado de esta política es por haber barrido con todo. En el campo cinematográfico, como Atila, por donde pasó la señora Margarita López Portillo no volverá a crecer ni la hierba por largo tiempo".[2]

Para fines de ese año, la crisis económica nuevamente golpeó al país. En medio de este torbellino,  en su último informe de gobierno, José López Portillo protagonizó una rabieta histórica, desde el podium de honor y frente a las cámaras de televisión: con lágrimas en los ojos, amenazó con hacer pública una lista de sacadólares, que contenía los nombres de los presuntos culpables de la bancarrota nacional. Lo más espectacular fue cuando anunció la nacionalización de la banca. Acto seguido, rindió sus más sentidas disculpas a todos los pobres del país. La administración entrante sería encabezada por Miguel de la Madrid Hurtado, ex Secretario de Programación y Presupuesto, que había sido electo como presidente ese mismo año y que debía dirigir un país devastado por la corrupción y la crisis económica.

[1] PEREZ Turrent, Tomás et al. HOJAS DE CINE. TESTIMONIOS Y...  Op. Cit., pp. 245 y 246

 

[2] Ibídem, pp. 239 y 240

 

[1] ROSSBACH, Alma, CANEL, Leticia et al. HOJAS DE CINE. TESTIMONIOS Y...  Op. Cit., p. 177