El portal del cine mexicano y mas

Desde 2002 hablando de cine



Noticias

2018-04-14 00:00:00

Crítica: «Los ojos del mar»: pérdida, elegía y aceptación

Por Pedro Paunero

  Para mis queridos amigos Rodolfo Miranda Silva y “Opus” Reyes,
biólogos y observadores científicos pesqueros

“¿Cuál es la distancia entre la vida y la muerte?” Se pregunta Hortensia Pérez Rocha, pescadora, mujer de memorias, mientras vemos el mar. Una pregunta muy difícil para una niña de once años.

El 11 de enero del año 2011 una llamada de auxilio, proveniente del barco pesquero “Blackfin”, en el Golfo de México, se recibió en tierra, a las cinco de la tarde. Una tormenta había provocado que el barco se inundara “hasta la cocina”, según la llamada. Los primeros en acudir a la emergencia fueron guardias costeros de los Estados Unidos. Debido al mal tiempo llegaron siete horas después, pero del Blackfin no encontraron ni un solo resto. El frente frío número 20 de ese año, había tenido consecuencias fatales en altamar. La tripulación estaba formada por el capitán Hugo Morales Hernández, Rutilo Flores González, Miguel Cruz Sánchez, Alexander Carballo Calixto, Raúl Nicanor Reyes y el biólogo egresado de la Universidad Veracruzana, Álvaro Melchor Barrios. Sus edades iban de los 23 a los 39 años.

En el muelle de la congregación de “La peñita”, en Tuxpan, Veracruz, ciudad situada al norte del estado, las esposas de los pescadores se guarecían del clima invernal bajo una carpa de plástico negro, esperando pacientemente, angustiadas, el regreso de los hombres pero ellos no volvieron. El “puerto de los bellos atardeceres” estaba de luto.

El realizador José Álvarez (“Flores en el desierto”, “Canícula”) sitúa a Hortensia, quien ha desafiado la superstición de la mujer como agente de “mala suerte” a bordo de los barcos pequeros, como narradora y vehículo de la memoria en el documental “Los ojos del mar” (2017), un filme contemplativo, en el mejor de los sentidos, un documental desgarrador a lo largo de varios momentos y un acto y un ritual de aceptación de la pérdida. Una elegía marina que transcurre en barcos, calles, casas y muelles, como forma de mantener la memoria e intentar que el recuerdo duela menos.

Hortensia luce un tatuaje de Yemayá, orisha de las aguas, en el brazo izquierdo. Lo lava lentamente, con amor, acariciándolo. Dice ella que se trata de una sirena. Emblema de su quehacer pero también un “detente” contra las adversidades del mar. Un escudo profiláctico contra la muerte en el agua. Mujer de acción, de habla segura, cuenta que desde muy niña, tendría once años, junto a otras pequeñas, fue vendida a los pescadores por una mujer sin escrúpulos. Los muelles y los barcos se volvieron una casa y los pescadores sus compañeros. Ahora será la encargada de llevar de casa en casa, de familia en familia, una caja de madera, a la que pega un espejo debajo de la tapa, de modo que, al abrirla, se pueda ver la cara y se le hable, como al otro y al uno mismo, al ser querido y fallecido en el mar, se le confiesen las cosas cotidianas y se le cuenten todas aquellas que, por usencia, se ha perdido con los años, mientras se la llena de objetos significativos: una tortuga de cerámica, fotografías de los hijos y los nietos, un mechón de pelo, tierra de las macetas del hogar, cartas, dibujos y muchas memorias, lágrimas, la esperanza del regreso de unos y la aceptación de lo inevitable para los otros. Visita a un brujo, un hombre ya anciano, a quien le perdonó la vida un rayo, que sobrevivió al rayo, que ahora trabaja con las aguas, la lluvia y las tormentas, un “tiempero” que sabe cómo conjurar el mal tiempo, para que esta misión encomendada por amor se realice sin peligros. 

A bordo del barco que los llevará al punto de agua exacto, donde el Blackfin se hundiera, Hortensia decora la caja. Los cuatro lados lucen una suerte de Ex votos que narran, como debe ser, una historia trágica: el Blackfin se va a pique, negro, azul y blanco. La caja de la memoria. El “Nostos” dulce y amargo. Hay una celebración de cumpleaños en el barco. Hortensia ríe. “Cacho”, el cumpleañero, casi se quema las barbas mientras sopla las velitas. La caja se sella por fin. Con clavos. Más velas se encienden. Han llegado al punto de agua. La caja es arrojada a las olas. Flota por unos instantes. Se hunde. La cámara, confesora y compañera, la sigue, aguas abajo.

Hortensia baila. Ojos cerrados. Sudor. Pasión. Éxtasis y alivio. Un dolor maduro, de muy antes, de esos que pesan, brota por los poros. Dice ella que cuando ve al mar siente que alguien la vigila. Los marinos griegos hablaban de sirenas. Voces desde el mar. Una llamada inevitable. Pero también miradas. La atracción potente y oscura, hechizante, del océano. “Esos son los ojos del mar”, opina.

Vi este documental en una salita en Tuxpan, donde tenía que verlo, y acaso el mejor elogio que pueda hacerle es contar que, al final, los espectadores, yo mismo, nos quedamos en silencio, pegados al asiento, recordando ese año, esa tragedia, ese frío y esos muelles. Nadie se levantó para irse y por fin, se encendieron las luces. Pero todavía nos seguimos haciendo la misma pregunta.

“¿Cuál es la distancia entre la vida y la muerte?”