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2018-04-20 00:00:00

Crítica: «Verano 1993»: La explosión del duelo

Por Samuel Lagunas

La pregunta por la infancia es una pregunta por nuestro futuro como sociedad. En el documental “Tempestad” (Tatiana Huezo, 2016), una de las historias finaliza con la terrible declaración de un niño que no puede dormir y que, lleno de miedo, se aferra cada noche a una madre que de hecho padece condenada a contagiarle su temor a de nuevo ser capturada sin razón por miembros del crimen organizado. Si pensamos en ese niño como el futuro de un país, la esperanza le queda a uno por los suelos. En “Vuelven” (Issa López, 2017) un grupo de niños de la calle se entrega a una extraña y fantasiosa aventura en busca de un familiar desaparecido: la madre; la moraleja de ese cuento de fantasmas es que hay que enseñar a los niños a dejar que sus muertos descansen, de lo contrario no los dejarán en paz. No es que el cine de repente se haya poblado de historias de niños en duelo, pero sí es cierto que cada vez es más fácil nombrar un mayor número sin irnos tan atrás en el tiempo y tan lejos en la geografía.

“Verano 1993” es precisamente eso: la historia de una niña de 6 años que tiene que aprender a vivir después de la muerte de su madre y, además, que tiene que aprender a estar con una nueva familia. La niña se llama Frida (Laia Artigas) y la nueva familia son sus tíos: Marga (Bruna Cusí), Esteve (David Verdaguer) y su pequeña prima, 3 años menor que ella, Anna (María Paula Robles). Largometraje debut, “Verano 1993” continúa los temas explorados por la cineasta catalana en sus cortometrajes anteriores “Lipstick” (2013) y “Llacunes”. En el primero, Carla Simón contó la historia de dos niños adolescentes que deben enfrentarse a la inesperada muerte de su abuela y decidir cómo portarse con su cuerpo. El segundo, en cambio, es una críptica e íntima sucesión de imágenes basadas en cartas que escribió su madre durante su vida. Ambos son profundamente autobiográficos, lo mismo que “Verano 1993”. Toda la filmografía de Carla hasta ahora ha sido eso: una meditación sobre la muerte de sus seres más cercanos: su abuela, su tía, su mamá.

[Carla nos recuerda que si queremos empezar a

soñar hay que, primero, aprender a llorar lo

que hemos perdido...]

Construida totalmente desde la perspectiva y altura de Frida, la cinta nos adentra en su compleja cotidianidad llena de puertas que se le cierran, de conversaciones que se le prohíbe escuchar y de otros padres que, en las fiestas infantiles, apartan a sus hijos de ella. Las reacciones de Frida ante todo eso que nunca acaba de entender ni sabe cómo nombrar constituyen la parte central de la película: sus travesuras, sus juegos, sus gritos, sus pataleos. Es en su relación con Anna donde se ejemplifica con mayor acierto la inestabilidad de su carácter. En una de esas escenas, Frida le propone a su prima que jueguen a esconderse entre los árboles que rodean la casa. Frida deja que la niña se adentre casi hasta el lago y decide no ir a buscarla; y cuando los padres, desesperados, le preguntan dónde está, Frida tarda en dar una respuesta. Pasan varias horas hasta que Anna es encontrada y la madre, enojada con Frida, vacila por vez primera en cumplir el encargo de su hermana fallecida. Con una cámara hábil para introducirnos en la rutina familiar (las caminatas sin rumbo de las niñas, las comidas, los ratos de ocio), poco a poco vamos penetrando la porosa sensibilidad de Frida, comprendemos sus dudas, su coraje y nos acercamos a su dolor.

Carla Simón deja claro en esta cinta su habilidad para dirigir niñas, pero también revela cierto genio en la sutileza con la que va transmitiéndonos la información del personaje central. Hacia el final, cuando Frida consigue, después de varias semanas de la muerte de su madre, llorar, los espectadores también estamos listos para hacerlo con ella. Tan emotivo desenlace remite a una de las cintas favoritas de Carla, “Los 400 golpes” (1959) de Truffaut, otra película de maduración de un niño cuyo duelo, en la última secuencia, también hace explosión aunque de un modo mucho más velado, metafórico si se quiere. Esas imágenes del mar abierto que se revela ante la incrédula y agotada mirada de Antoine (Jean-Pierre Léaud) me hacen pensar en aquella súplica de un poema de López Velarde: “Dame todas las lágrimas del mar. / Mis ojos están secos y yo sufro unas inmensas ganas de llorar”. Antoine, como Frida, también llora. Sólo después de todas esas lágrimas es posible realmente seguir creciendo.

La pregunta por la infancia, decía al principio del texto, es una pregunta por nuestro futuro como sociedades. En “Verano 1993” Carla nos recuerda que si queremos empezar a soñar hay que, primero, aprender a llorar lo que hemos perdido.  


Ficha técnica:

Verano de 1993

Año: 2017. Duración: 97 min. País: España. Dirección/Guion: Carla Simón. Fotografía: Santiago Racaj. Música: Ernest Pipó. Reparto: Laia Artigas, Bruna Cusí, David Verdaguer, María Paula Robles, Paula Blanco, Etna Campillo.