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2018-05-08 00:00:00

Crítica: «Zama». Arte de la letra y arte de la imagen

Por Pedro Paunero

El escritor argentino Antonio Di Benedetto (1922-1986) logró, al escribir “Zama” (publicada en 1956), en palabras de alguien, “una de las escasas novelas perfectas” de la literatura en español. Su cuento “Aballay” narraba las andanzas de un gaucho que, por influencia de un sacerdote, imita a los estilitas, aquellos monjes de la Alta Edad Media que, en su búsqueda de lo divino, se aislaban del mundo viviendo en pilares y columnas, restos de los templos paganos, de cuya historia ya se había hecho cargo Luis Buñuel al llevar al cine, en una de sus mejores y más invisibles películas, “Simón del desierto” (1965), con Claudio Brook en el papel de San Simeón el Estilita y Silvia Pinal como el diablo que lo tienta.

Aquel cuento gozó de las alabanzas de un Borges, un Cortázar y un Mújica Láinez, en el prólogo de una inolvidable antología de cuentos titulada “Caballo en el salitral” (1981), publicado por Bruguera y que Fernando Spiner adaptara para el cine en 2011, en una cinta bastante insatisfactoria, con el título de “Aballay, el hombre sin miedo”, como parte de las celebraciones del Bicentenario argentino. Di Benedetto, autor tan prestigiado como poco leído, que casi pasaba por ser un escritor para escritores, ya había sido adaptado anteriormente por Juan Villegas (en 2006) en otra película imperfecta, “Los suicidas”, basada, una vez más, en un cuento.

[Esta indudable obra perfecta de las letras en

español que es la “Zama” de Antonio Di

Benedetto, ha sido transpuesta en una obra

impar y distinta del libro...]

“Zama”, la obra maestra de Di Benedetto fue traducida al inglés en 2016 y, de inmediato, el premio Nobel de literatura J. M. Coetzee expresó que es “la gran novela americana” (The New York Review of Books). Cuando Lucrecia Martel la adaptó descubrió algo que Wener Herzog ya sabía. A la naturaleza no le interesan los intentos heroicos de hacer cine, al sufrir duras vicisitudes al filmar esta versión notabilísima del libro. Es el mismo descubrimiento que realiza Don Diego de Zama (Daniel Giménez Cacho), ese olvidado “asesor letrado”, funcionario de la Corona española, al borde del tiempo, aunque se sitúe cronológicamente en el Siglo XVIII, que espera -mira con nostalgia el mar, extraña a su esposa, una “mujer blanca”, e hijos, tiene otro hijo, bastardo, con una indígena, padece de las diferencias con el gobernador, soporta el paso de otros gobernadores con los años, solapa a un escribano que ha escrito clandestinamente un libro y es enviado a apresar al bandido, o “cangaceiro”, Vicuña Porto a la selva-, y desespera por las noticias de su traslado a Lerma (a Buenos Aires en la novela), desde su puesto en alguna ignota región del norte del Virreinato del Río de la Plata (Asunción del Paraguay en el libro). Es el mismo olvido al que la obra de Di Benedetto estaba siendo orillada, y que se dio al margen de ese histórico “Boom latinoamericano” y el Realismo mágico, y que se recupera ahora con algunas re ediciones de sus libros y esta hermosa película que se inclina por el peso que ejerce lo atmosférico –como hiciera antes la directora en “La Ciénega” su película del año 2001- para trasladar la opresión existencial que, sobre el personaje literario de Zama, ejercen las decisiones propias y ajenas.

La interpretación que hace Lucrecia Martel de la novela está impregnada de sonidos ambientales que se cuelan y testifican, o mutan en testigos, al margen de las acciones de los hombres; ladridos, relinchos, susurros aéreos y acuáticos, lloros y pregones, como aquellos que encantadoramente nos recuerda que cantaban bajo su ventana los vendedores, en los primeros años del México independiente, la Marquesa Calderón de la Barca, pero que aquí se resuelven por momentos ominosos, y que constituyen su firma como autora. Don Diego de Zama es uno de esos peces que, según cuenta un indio prisionero en la película, el agua misma repele, expulsa, hacia las orillas, manteniéndolo al borde de las corrientes principales. Otro cambio notable, en el momento del paso de la letra a la imagen, pues en la novela es un asesor, es decir, otro funcionario de la Corona, Ventura Prieto, quien cuenta este hecho de los peces como parte de una investigación naturalista que está realizando.

Di Benedetto escribió el libro en un mes, según apunta Jimena Néspolo, experta en la obra del autor, en su libro “Ejercicios de pudor” y no se puede sino encontrar paralelismos entre la espera de Zama y la de los personajes de “El desierto de los Tártaros” de Dino Buzatti, por cierto, llevada a la pantalla por Valerio Zurlini, en 1976, en una versión magistral que, en cambio, le da otro final a la historia. Y tampoco se puede evitar comparar la Zama de Martel con la obra salvaje de Werner Herzog, ni echar de menos uno de los pasajes más comentados e inolvidables del libro, el que describe el arrastre, en la corriente del río, del cuerpo de un mono, aquellos que llenan la balsa, que adivinamos pronto

hará agua, del perdido conquistador Aguirre en “Aguirre, la ira de dios” de Herzog, pasaje del que Martel se desprende.

Cuando, envejecido, enfermo y cansado -el gobernador ha accedido a enviar una carta al rey, pidiéndole su traslado, la “primera”, de dos o tres, una por año o cada dos años, porque su Majestad nunca accede a la primera-, Zama da por fin con el bandido y es este, y sus hombres, quienes lo hacen prisionero. En el momento en que lo confunden con un Corregidor y le exigen les revele el sitio donde se encuentran los “cocos” de piedra, un tipo de hermosas geodas, que ellos confunden con piedras preciosas, les confiesa su nulo valor, y les espeta: “Hago por ustedes lo que nadie hizo por mí: digo no a sus esperanzas”.

Di Benedetto, crítico y guionista de cine él mismo, llega así, otra vez, a la pantalla grande, de la mano y la cámara de una de las mejores cineastas argentinas. Hasta hoy,, es esta la mejor cinta que se ha hecho sobre su obra. Se trata esta de una película que apela a las elipsis misteriosas, a las presencias inexplicables, a las voces de la conciencia o por la conciencia, inteligentemente, acaso imitando o mimetizando o vampirizando, la forma tan única de narrar de Di Benedetto, que lo hacía en la novela de una manera breve, en frases cortas, sin dejar de lado, por ello, la poética aprehensión del instante. Los pasajes amorosos y hasta eróticos del libro son transmutados en la versión de Martel por un naturalismo enfermizo, por la presencia, siempre molesta, de los insectos, por los intentos de amar, rotos por las apariencias, los roles sociales y el calor y el sudor y los vestidos antaño lujosos, y las pelucas mal llevadas y mal ajustadas, de la corte europea, que se perciben fuera de lugar y hasta incómodos en ese limbo tropical.

Si recordamos las declaraciones de Sydney Pollack, en relación a cierta diatriba sobre derechos de autor (los “Tratados de Berna” sobre la obra cinematográfica), en el documental “Cineastas contra magnates” (2005) de Carlos Benpar, tendremos presente, por si lo olvidamos, que un cineasta compra los derechos para convertir una forma de arte (la literatura), en otra (el cine), sin modificar la primera, así, esta indudable obra perfecta de las letras en español que es la “Zama” de Antonio Di Benedetto, ha sido transpuesta en una obra impar y distinta del libro (cualidad incluso deseada, según lo expresado por Pollack), lo que ejemplifica un talento único, el de Martel, que anuncia su camino personal en pos de la obra de arte cinematográfica a la cual ha accedido ya con este título.