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2019-01-25 00:00:00

MyFFF: «La colección» esencia e inquietud

Por  Pedro Paunero

Stefan Zweig, autor pacifista, responsable de cuentos y novelas que hurgan en el espíritu humano, en sus pasiones y miserias, mediante un psicologismo desesperado, refugiado en Suiza tras la Primera Guerra Mundial, publicó “La colección invisible; Un episodio de la inflación alemana” en 1925, un cuento que retrataba la desesperada situación económica de la derrotada República de Weimar (en la que el poder adquisitivo era prácticamente nulo), a través de un hombre, que se revela como un mercenario del arte, que cuenta una de sus anécdotas más impactantes a su compañero de viaje en un tren. En el cuento, el anticuario narra cómo, debido a la precariedad de la casa para la cual trabaja, decide revisar los libros de cuentas en busca del nombre de algún cliente que pueda revender, a precios irrisibles, alguna pieza de su colección.

“(…) cogí el tren directamente a una de las ciudades de provincia más insufribles que hay en Sajonia; y paseando desde la pequeña estación por la calle principal, pensé que era prácticamente imposible que allí, en medio de estas casas banales con su morralla pequeño burguesa, viviera en cualquiera de estos hogares un hombre que poseyera las más extraordinarias estampas de Rembrandt junto a grabados de Durero y Mantegna en impecable redondez.”

El anticuario descubre, para su sorpresa, que el viejo coleccionista, un hombre del Siglo XIX, es ciego, y visiblemente conmovido de recibir una visita tan importante, se apresta a mostrarle orgullosamente su soberbia colección.

Su esposa, que ha permanecido expectante, suelta una frase inesperada:

  “-Pero Herwarth -le regañó-, no has preguntado al caballero si tiene ahora tiempo de ver la colección, ya es casi mediodía. Después de comer tienes que descansar una hora, el médico así lo exige expresamente. ¿No sería mejor que mostrases al caballero todas las cosas después de comer, y después tomamos juntos el café? Entonces también estará ya en casa Annemarie, que lo entiende todo mejor y puede ayudarte.”

El hombre comprende que la aprensión de la anciana tiene que ver con la inmediata inspección de la colección, y propone una cita para la hora de la comida. Acuerdan que la hija del viejo matrimonio se encuentre con el anticuario en el comedor del hotel donde este se hospeda. La mujer, vestida de forma sencilla y ya madura, le cuenta algo terrible. Las dos mujeres, aprovechándose de la ceguera del coleccionista, y del inmenso valor de sus grabados y litografías, han ido vendiendo poco a poco todas las piezas. Unas líneas del cuento nos sitúan en el ambiente de precariedad de la época, valga la cita “in extenso”:

“-Tengo que ser franca con usted... Usted conoce los tiempos que corren, y comprenderá todo... Mi padre perdió por completo la vista al estallar la guerra. Ya antes, su vista fallaba a menudo, la desilusión se la arrebató definitivamente­, porque él pretendía, a pesar de sus setenta y seis años, ir al frente a Francia, y como al principio el ejército no avanzaba como en 1870, se llevó un gran disgusto, y a partir de ahí su vista declinó rápidamente. En realidad, aparte de ese achaque, él está muy fuerte, hasta hace poco podía caminar durante horas, incluso iba a su adorada caza. Ahora ya no puede dar sus caminatas y su única alegría es la colección, que mira cada día... es decir, no la ve, no ve ya nada, pero cada tarde saca todas las carpetas para, al menos, tocar las láminas, una detrás de otra, siempre en el mismo orden que sabe de memoria desde hace lustros... Ya no le interesa más que eso, y yo tengo que leerle lo que dicen los periódicos sobre las subastas, y cuanto más altos los precios que oye, más feliz es... porque... esto es lo terrible, mi padre no sabe ya nada de los precios y de nuestra época... no sabe que hemos perdido todo y que de su pensión no se puede vivir más que dos días al mes... A esto se añade que el marido de mi hermana cayó en el frente y la dejó sola con cuatro niños pequeños... Pero mi padre no tiene idea de todas nuestras dificultades materiales. Primero, ahorramos, aún más que antes, pero era inútil. Entonces empezamos a vender, sin tocar, naturalmente, su amada colección... Vendimos las pocas joyas que teníamos, pero, ¡Dios mío!, qué era aquello, si desde hacía sesenta años mi padre había gastado cada pfennig que podía ahorrar en sus láminas exclusivamente. Y un buen día no quedaba nada para vender... no sabíamos qué hacer... y entonces... entonces mi madre y yo vendimos una pieza. Mi padre nunca lo hubiera permitido, no sabe lo mal que están las cosas, no se hace una idea de lo difícil que es encontrar en el mercado negro algo de comer, tampoco sabe que hemos perdido la guerra, que se han tenido que entregar Alsacia y Lorena; no le leemos en el periódico todas estas cosas para que no se agite.”

“Fue una pieza muy valiosa, la que vendimos, un grabado de Rembrandt. El anticuario nos ofreció por él muchos, muchos miles de marcos, y pensamos que nos sostendrían durante años. Pero usted sabe cómo se derrite el dinero... Pusimos el resto en el banco, y a los dos meses se había gastado todo. Tuvimos que vender otra pieza, y otra, y el anticuario siempre nos mandaba el dinero con tanto retraso que ya había perdido su valor cuando llegaba. Intentamos ir a las subastas, pero también allí nos estafaron, a pesar de los precios millonarios... Cuando los millones llegaban a nuestras manos eran ya papel sin valor. Así, poco a poco, fue desapareciendo lo mejor de la colección, exceptuando algunas piezas extraordinarias, sólo para asegurar la vida más elemental y desnuda, y mi padre sin saberlo.”

Las mujeres han terminado por venderlo todo. El cuento prosigue de forma conmovedora, obligando al lector a empatizar con el patético anciano que muestra una serie de cromos vacíos. El anticuario, que al principio, como es natural, se mostrara ávido por adquirir las piezas en un mínimo de la cantidad que valen, se presta, horrorizado, conmovido, a la puesta en escena, mintiendo, a la vez, al anciano coleccionista, haciendo como que se asombra por algo que ya no está ahí, que ha sido dispersado de manera irresponsable y apresurada, por pura necesidad y por toda la faz de la Tierra.

De este cuento existe una adaptación, un mediometraje, realizado por Hanns Farenburg para la televisión de la República Federal Alemana en 1953, “Die unsichtbare Sammlung”, ahora el director Emmanuel Blanchard adapta y sitúa, y con esto, ironiza, una vez más esta historia de Zweig, en el París ocupado de 1942. Victor Gence (el actor Éric Génovèse, miembro de la Comédie-Française), es el anticuario que llega a la ciudad, representando  a la Galería Mendel. Visita un edificio de departamentos y pregunta a la portera (Sylvie Gravagna) por el señor Ledermann (Michel Bompoil). La portera le indica que vive en el cuarto piso. Camino al ascensor se topa con una mujer que oculta, con la mano, la estrella de David bordada en su blusa, a su vista. Supone que debe ser una Ledermann cuando le pregunta a qué piso va. Pero ella baja en el tercero. Después de expoliar a los Ledermann encuentra, una vez más, a la portera, a quien paga por información sobre la identidad de los judíos del tercer piso. La mujer confiesa que Monsieur Klein (interpretado por el legendario Jean-Claude Carrière) un viudo, a diferencia del anciano casado del cuento, es un coleccionista que posee “un auténtico museo”.

Al principio Élise (Pauline Etienne), la hija de Klein, trata de impedir la entrada del anticuario a su departamento. Cuando este se cuela al interior damos por hecho que Klein era cliente de la Galería Mendel, ya que este se alegra por la visita de uno de sus representantes. Gence le hace saber que Mendel se encuentra “en el extranjero”, y ahora él es quien lleva los asuntos de la galería. El anciano le indica que, su primera adquisición, un grabado adquirido en Sevilla el siglo pasado, se localiza a su derecha. Gence coge el grabado. “La tauromaquia de Goya”, dice Klein. Gence se maravilla. Pero Klein explica que se trata de un grabado tardío, una bagatela del pintor español, adquirida por mucho más dinero del que valía. Un timo de su pasado como novato en el arte de comprar obras de arte.

“Mi padre no venderá nada”, advierte Élise. “Vine para comprar sus cuadros”, arremete Gence, “y me los va a vender, sea sensato, si no, vendrán otros, por otras razones”. Klein le pide a su hija que abandone el despacho. Ella hace como que sale, abriendo y cerrando la puerta sin salir. Escucha la conversación completa. Klein confiesa que no sabe el motivo por el cual Mendel haya escogido a alguien como Gence para llevar sus asuntos. A pesar de ello, necesita de la opinión de un experto, de un comerciante, y cede en mostrarle la colección, “así sea de uno ordinario” ya que necesitan dinero. Coge una libreta con el inventario. Gence la hojea una y otra vez, asombrado. Klein llama a Élise y esta abre la puerta a la amplia habitación donde cuelgan las pinturas. “Es magnifica”, expresa, aunque, delante de él no haya nada más que marcos vacíos.

“La collection” (2018), es un cortometraje que, en apenas doce minutos, manteniendo la verdadera esencia de su original literario, resulta inquietante si, como espectadores, estamos enterados del contexto, no sólo de la historia que narra en unas cuántas páginas, sino el de su propio autor. Zweig había escrito “La colección invisible” como un retrato de aquella difícil época de Alemania. Una vez que el nazismo ascendió, la obra de Zweig, la de un “no ario”, y quien consideraba que sus padres habían sido judíos por un accidente de nacimiento, fue prohibida en Alemania.

Zweig y su segunda esposa, radicados en Petrópolis, Brasil, suponiendo que el nazismo se extendería por el mundo, optaron por el suicidio el 22 de febrero de 1942. Visto bajo esta perspectiva el cortometraje de Emmanuel Blanchard resulta no sólo sumamente triste, sino absolutamente perturbador.

Una joya del “My French Film Festival 2019”.