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2019-05-07 00:00:00

«Los dinamiteros». Canto de cisne de la ancianidad. Clásico del cine español

Por Pedro Paunero

-Ustedes están pensando robar la mutualidad.
-¿Lo ve usted? ¡Usted tiene la culpa…!
-No se pongan nerviosos.
-Pero a usted ¿qué le parece?
-¿A mí? ¡Nada! ¡Muy divertido! Por supuesto, contarán
ustedes conmigo…

Diálogo entre Sara García, José Isbert y Carlo Pisacane.

Cuando escuchamos el nombre de Juan G. Atienza, viene a nuestra mente el autor español de una serie de libros sobre la presencia de la Orden de los Caballeros del Temple en España como “La meta secreta de los templarios” publicado en 1979), “Guía de la España templaria” (1987), “El misterio de los templarios” (2000), o una serie de libros, y guías esotéricas, con títulos de cierto tufillo a embuste, como “Los supervivientes de la Atlántida” (1978), “Tras la huella de Babel” (1979), “En busca de la historia perdida” (1983), “Guía de los pueblos malditos españoles” (1985), así como la “Guía de las brujas en España” (1986), publicados todos en la editorial Martínez Roca; o un par de libros de cuentos de ciencia ficción, muy buscados por los coleccionistas, “La máquina de matar” y “Los viajeros de las gafas azules”, publicados en 1967 por la editorial Edhasa. Pero Atienza, que había tenido oportunidad de trabajar como ayudante de dirección para directores como Roberto Rossellini, en “Sócrates” (1971), y algunas producciones italianas, se convertiría en el invisible director de una película maldita, que tanto alienaba como dignificaba el papel del anciano en el cine, rescatada recientemente del olvido. 

Entre las contadas producciones cinematográficas dedicadas a la ancianidad, entre las que destacan el doloroso clásico de Leo McCarey, “Make Way for Tomorrow” (1937) o el más reciente, y conmovedor título, “Amour” de Michael Haneke (2012), se sitúa “Los dinamiteros” (1963), esa única película de Juan García Atienza (en los títulos como Juan Atienza), toda un dechado de virtudes, sin grandes pretensiones y, por esto, grande en alcances, que narra la historia de tres jubilados españoles, Don Benito (el veterano y querido actor español José Isbert, que contaba con 78 años, que apareciera en el clásico “Bienvenido, Mister Marshall” de Luis G. Berlanga, del año 1952), Doña Pura (la querida abuelita del cine mexicano, Sara García, con 69 años) y Don Augusto (el indefectible del cine italiano Carlo Pisacane, con 73 años encima, y sin placa dental, por lo que parece aún mayor) quienes, sorprendidos por la inminente muerte, prácticamente en la miseria, de Don Felipe Gonzáles (el actor Luis Heredia, que pide como última voluntad beber “un culín de sidra”), uno de sus compañeros, deciden ingenuamente robar la caja fuerte de la sociedad mutualista de pensionados “La paloma”, valiéndose para ello de cartuchos de pólvora fabricados por ellos mismos.

“Los dinamiteros” es una comedia española (coproducida entre España e Italia, y conocida en este último país como “L'ultimo rififì”, lo que nos pone sobre aviso de su más notable influencia, la hoy clásica película “Rufufú” (I soliti ignoti), dirigida en 1957 por Mario Monicelli y en la que ya actuara Pisacane, sátira, a la vez, de la modélica “Rififí” (Du rififi chez les hommes, 1954), de Jules Dassin, aquella cinta extraordinaria sobre atracos perfectos que desataría un tsunami de imitaciones), que se mueve entre el cine neorrealista y el costumbrismo que, en lo que va del siglo, la enmarcan en una suerte de arqueología de la urbanidad madrileña, aquella de la decadencia del franquismo y su dura realidad social.

Los ancianos del título, que conspiran contra el orden social establecido, que los condena a un destino oscuro, mísero y marginal, deciden, por contraste, alienarse conscientemente, cual delincuentes juveniles, para rescatar la propia dignidad y probarse a sí mismos (¿a qué, sino, se debe tal alarde de ingenio, temeridad y decisión?) que son capaces de realizar tal hazaña, en un último gesto anti heroico que aporte variedad a la sequedad de sus vidas.

Hay una gran química entre estos tres veteranos actores, encasillados en el eterno papel de abuelos, al grado que uno se pregunta si alguna vez fueron jóvenes. Cada uno aporta su personalidad y equilibra el conjunto. Don Benito es refunfuñón, por el contrario, Don Augusto es un viejecito verde, que no pasa de mirar con lascivia a las chicas que pasan, mientras Doña Pura resulta ser la más práctica (mientras conspira no pierde un punto de su tejido, al más puro estilo de la Miss Marple de una Agatha Christie y, posteriormente lo hará contra su nuera –Lola Gaos-, su hijo y demás familia, que tal secreto es mayúsculo) pero, también, la más “invisible”, pues su condición de dulce abuela -en apariencia, claro-, la convierte en idónea para el plan (“¿Sabe lo que haría si llevara pantalones? ¡Robarles!”), al punto que será la encargada de ir a la armería a comprar los cartuchos de pólvora para vaciarlos y preparar el cartucho mayor. Doña Pura opta por comprar cartuchos para cazar elefantes en una escena tan jocosa como conmovedora. Antes, en otra escena divertidísima, hemos visto al extravagante trío en el cine, donde asisten a la exhibición de una película inexistente, un título meta cinematográfico, que refleja la violencia del cine de atracos y aquella que, teóricamente, les espera a ellos mismos: “Rapiña en Golden City (Atrack)”, con Adolfo Marsillach, Laura Valenzuela y Richard Harrison, en la que, en un alarde de cine dentro de cine, vemos a los personajes varones, matándose entre sí, antes que repartirse el botín, y a la chica de la banda embolsarse el dinero, mientras suenan las sirenas de la policía, lo que da pie a que, en plena función, y no sin que provoquen el disgusto del público, que los hace callar, nuestros anti héroes se pongan a discutir los detalles de su propio plan. Ya en la calle, Don Augusto extraerá de sus ropas un libro que le entrega a Doña Pura. En el que ella lee: “Atraco en Kansas”. Para opinar: “¡Qué interesante!”. “Lo de las cajas de caudales está en la página…”, proseguirá Don Augusto. Así, escena tras escena, entre la risa y la ternura, se va desarrollando el robo perpetrado por el trío más estrambótico, acompañados de una partitura picaresca, juguetona, producto de Piero Umiliani.

Las escenas en las que los tres viejos se dedican a probar diferentes cantidades de pólvora, situados desde una colina, mientras ven cómo estallan sus cartuchos experimentales, puestos sobre una caja de hierro, en un túnel que atraviesa otra colina sobre la que pasa un tren, del cual aprovechan el ruido para evitar se escuche el estallido, provocan la risa más desbordada, y la sensación de complicidad se despierta en el espectador, que sólo desea que estos tres abuelos se salgan con la suya.   

Acaso el antecedente más lejano de una banda, compuesta también por tres atracadores asombrosos, lo constituya el filme mudo de Tod Browning, “El trío fantástico” (The Unholy Three, 1925), en la que un enano, Tweedledee (Harry Earles, el futuro protagonista de la legendaria “Freaks”), se hace pasar por un bebé, Echo el ventrílocuo (Lon Chaney, travestido como una abuelita) y Hércules, el forzudo (Victor McLaglen, el futuro ganador del Óscar a mejor actor en 1935, por la película de John Ford, “El delator”), se instalan en una pajarería para cometer sus robos de joyas.   

Pero “Los dinamiteros” es más cercana, y humana, así tenemos que Don Augusto sólo pretende irse de “Luna de miel” (veamos lo optimista que es eso), a Palma de Mallorca, con su parte, mientras Don Benito sólo desea un mausoleo, previendo su próxima muerte (dos años después de filmar esta insólita cinta, José Isbert moriría de un infarto al miocardio) y Doña Pura darle la suya a sus nietos, y a su hijo, a quien considera casado con una “despilfarradora”. 

La película tuvo apenas repercusión en el cine, dándole, tras el equivalente español al “semanazo” mexicano, un destino incierto. No se distribuyó, y hasta el cartel que la anunciaba adoleció de ingenio. Atienza, tras este fracaso, no volvió a ponerse tras las cámaras –de cine-, y se entregó a las producciones televisivas, entre estas, una serie sobre el medioevo titulada “Los paladines” (1971), varios documentales, de duración de cortometraje, y esa infinidad de libros que lo inscribieron en el listado de autores entregados a lo raro, cuya verdadera rareza radica, precisamente, en esta joya del cine, no sólo español, sino universal, que tanto divierte como honra (a pesar de su final un tanto moralizante, puesto ahí acaso para pasar la censura), desde la condición de la mortalidad humana, la voluntad de vivir. 

“Esto ha sido hecho por profesionales, lo tenían todo calculado al milímetro”
   El comisario en “Los dinamiteros”