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2019-05-11 00:00:00

«¿Habrá otro mañana?»: 55 años después de la paranoia atómica

Por Pedro Paunero
 

“Cuando la civilización vuelva a ser
civilizada regresaré”.
Ray Milland en “¿Habrá otro mañana?”
 

Ray Milland, que había ganado el Óscar como Mejor actor, en 1945, por su interpretación de Harry Birman, escritor alcohólico, en el clásico de Billy Wilder “Días sin huella” (The Lost Weekend), la primera película que retrataba de manera verídica el infierno del alcoholismo (la escena en la que Birman-Milland trata de empeñar, desesperadamente, su máquina de escribir, única herramienta de trabajo que tiene, para obtener, a cambio, un trago, pero de manera infructuosa, hasta que se percata que las casas de empeño están cerradas debido a la festividad judía del Yom Kippur, resulta, todavía, dolorosa y demoledora), tenía en su carrera más de un centenar de películas, entre estas “Con M de muerte” (Dial M for Murder) de Alfred Hitchcock, y varias series de televisión, cuando dirigiera “¿Habrá otro mañana?” (aka. Pánico infinito; Panic in the Year Zero!, 1962), una modélica película “atómica” y post apocalíptica, su cuarta cinta como director, rodada de forma sencilla pero inteligente, y en la que se prescindía de los típicos mutantes de esta clase de producciones, y se sustituían los animales agigantados por la radiación en pos del realismo más atroz y cotidiano.

La odisea que pasa la familia Baldwin en “¿Habrá otro mañana?”, tiene que ver más con un durísimo “Manual de supervivencia” al uso, en caso de ataque atómico, que con el patetismo de la trama de “La carretera” (The Road, 2009), la adaptación que hiciera John Hillcoat de la novela ganadora del Pulitzer, escrita por Cormac McCarthy y publicada en 2006; más con el realismo de “La hora final” (On the Beach, 1959) de Stanley Kramer y de la producción televisiva “Un día después” (The Day After, 1983) de Nicholas Meyer, que con la popera “Godzilla” (Gojira, 1954), de Ishiro Honda. Y, sobre todo, con la conciencia que la ética despierta sobre las decisiones morales, aparecidas bajo situaciones extremas. 

Una buena mañana, a pesar de los dos hijos adolescentes rezongones, Karen (Mary Mitchell) y Rick (Frankie Avalon, uno de los primeros “eternos” adolescentes del cine, y próximo a convertirse en súper estrella de las películas de playa, bikinis y Rock and Roll de Wiliam Asher) quienes, con toda razón, hubieran querido seguir durmiendo, Harry (Ray Milland), padre de familia y Ann Baldwin (Jean Hagen), su esposa, se aprestan a pasar un fin de semana en un parque nacional donde se pueda pescar. Al poco de prepararse y salir a la carretera, varias explosiones, a lo lejos, lo iluminan todo con resplandores extraños. Esto provocará que se detengan y contemplen, al fondo, sobre las colinas, la ascensión del tristemente célebre “hongo nuclear”, y se enteren que la ciudad de Los Ángeles ya no existe, que ha desaparecido.

Harry trata de mantener la calma de forma estoica a lo largo del metraje, a la vez que lucha por conseguir que su familia permanezca unida. Sus palabras y acciones traslucen una fría sensatez, digna de un Jenofonte atravesando, con sus diez mil griegos, la monstruosamente enorme geografía hostil de los persas, camino de regreso a casa. Al principio, eso es lo que Harry decide, el difícil regreso, pero un hombre, en un café, le decide continuar adelante, a un poco conocido territorio de “Camping”, al que se dirige con su auto y su casa rodante. Transmisiones de radio irán comunicando el avance del conflicto. Otras varias ciudades de los Estados Unidos han sido alcanzadas por misiles del “enemigo” (damos por entendido que son los soviéticos, pero jamás se dice abiertamente quién es ese “enemigo”), así como las principales ciudades europeas: Nueva York, Chicago, Philadelphia y San Francisco. Se habla, también, que los Estados Unidos han respondido con igual potencia de fuego. Los Baldwin toman una carretera poco transitada, hacia un pueblo al que, suponen, la noticia aún no ha llegado, la radio es el medio del que se valen y, debido a la hora temprana en la que transitan, apuestan a que los dueños de las tiendas de abarrotes estarán dormidos y todavía no han encendido sus receptores.

En una tienda de abarrotes compra la venta completa de un día del tendero Hogan (interpretado por O. Z. Whitehead, uno de los actores de la “John Ford Stock Company”, es decir, los habituales en los filmes de John Ford): “Dos bolsas grandes de harina, un kilo de polvo para hornear, cinco kilos de café. Nada de líquidos. Seis tarros de miel y varias barras de caramelo. Una bolsa grande de frijoles secos. Huevos no, porque se rompen fácilmente, en cambio, las frutas enlatadas son necesarísimas. También leche condensada y una lata grande de grasa para freír. Fósforos y dos cajas de velas. Y una caja de jabón”.

Quien no encuentre práctica esta lista es que no ha lidiado con la hecatombe nuclear. El tendero le preguntará a Harry si piensa irse a vivir al campo para siempre. “Tal vez”, responde Harry. El hombre agradece el gasto que los Baldwin han hecho. “Con el dinero déjeme darle un consejo: cierre el negocio con llave y trate de esconder toda la mercadería. Es un consejo, no una orden”.

El abarrotero llama, ante el interés de Harry de comprar herramientas, a su amigo el ferretero, no sin cobrarle la llamada, obviamente: “Ed, ven a tu negocio ahora mismo. Vino un chiflado y gastó $190.00 en mi tienda. Sí, pagó en efectivo. Está buscando una ferretería. Pensé en ti. Me imaginé que me podrías dar el cinco por ciento de lo que vendas”.

La película no se ocupa más del destino de este codicioso, pero sí del ferretero, que encontrará la muerte próxima, por insensato, y a quien compra: “Bidones para gasolina, palas, hachas y varios metros de cuerda. Un revólver calibre .45 de magnesio “ligero como una pluma” y dos rifles de caza”. El problema surge cuando, tras ofrecerle el dinero en efectivo y un cheque (Harry le oculta que el mundo se ha ido al carajo, por supuesto) el ferretero acepta el dinero, pero alega que debe guardar por dos días las armas, según indica la legislación del estado. Harry tiene que apuntar al hombre con el revólver. Le es imperioso llevarse las armas de una buena vez. “¿No me está asaltando?”. “No”, responde Harry, “hágame el cheque”. Las escenas resultan tan emocionantes que el espectador desea que nadie más entre por la puerta de la tienda, y dé al traste con la transacción.     

Cargarán gasolina con un abusador que ha triplicado el precio, debido a la ley de oferta y demanda, pero Harry no está dispuesto a dejarse engañar (otros ya han pagado al despachador esos precios inflados), golpea al hombre, lo noquea, y le deja la cantidad justa ahí mismo. Su hijo Rick, a medida que avanzan, no dejará de sorprenderse con la conducta de su padre, admirándole, y despertando en él una peligrosa ira, una violencia “In crescendo”, asesina. Pero con cada acto violento, Harry tiene para él una lección que la justifica, bajo la ley más fría de la supervivencia, sin tintes moralizantes, adelantándose al Fernando Savater de “Ética para Amador”: “¿Hacer esto es bueno o malo, y por qué es esto bueno o malo?” Karen resulta ser la hermosa chica rubia, y cabeza hueca, que su papel exige, sólo está ahí para equilibrar la cantidad de hijos en la típica familia americana, pero en una escena, desarrollada cuando por fin la familia ha alcanzado ese refugio campestre, y padre e hijo derriban el puente de madera que lo une al camino rural, y en el cual esconden la casa rodante bajo un montón de ramas para camuflarlo, ella sólo puede expresar que “eso es aburrido”. 

Mientras el papel de Ann parece reforzar la ingenuidad, por no decir, la estupidez, de las mujeres de los años cincuenta, y de principios de los sesenta, al oponerse ciegamente, con pretextos moralinos, a cada acto de defensa de su marido. Claro que recibirá una dura lección, cuando una banda juvenil que se aprovecha de la anarquía imperante, viola a Karen (en una escena anterior han intentado asaltar la casa rodante, pero Ann ha desviado el certero balazo de Rick, que sólo hiere a uno de los chicos en el hombro, por lo cual han sobrevivido para seguir haciendo de las suyas, cuando ella misma convence a Harry de dejarlos ir). Sobre este punto de reflexión debemos mencionar la observación que hiciera el crítico, editor e investigador de la Ciencia ficción, Harry Pringle, en relación al papel de sumisión estupidizante que presenta la protagonista femenina de la afamada novela “Fahrenheit 451”, escrita por Ray Bradbury y publicada en 1953, un trasfondo de sexismo, que daba por hecho que las mujeres eran así, poco pensantes, entregadas a sus más puros instintos y, entre estos, en el caso de la película que nos ocupa, a los maternales, ¿a qué si no, obedece que deje vivir a tres delincuentes juveniles, con claras tendencias asesinas, alegando que son sólo “chicos”? Tal comportamiento provocará que su esposo le espete, en una de las primeras escenas: “Dices que la civilización sigue existiendo. Bueno, vigílala de cerca. Ya verás cómo se desintegra. Alguien tendrá que volver a poner las partes en su lugar. Quiero que ese alguien seamos nosotros. ¿Está mal, es inmoral?” Rick tratará de explicar a su madre: “Estamos librados a nuestra suerte. No hay reglas, ni controles, ni leyes”, a lo que Harry responde: “No te olvides de la ley. Ya volverá a reinar. Sólo quiero que estemos con vida cuando eso suceda”. 

En contraste con Ann, no debemos relegar al personaje de Marilyn Hayes (Joan Freeman), la adolescente a quien mantienen cautiva, semidesnuda, en una habitación, los tres delincuentes, tras haberse apoderado de su casa, matando, para esto, a sus padres. La escena es transparente, sin más explicaciones, y resulta, con todo, durísima, ya que corre en paralelo con aquella, por completo explícita, en “Los Ángeles al desnudo” (L.A. Confidential, Curtis Hanton, 1997), en la que unos criminales mantienen a una mujer latina esclavizada sexualmente, encadenada a la cama, como a un objeto del que se valen para saciar sus apetitos más bajos. Aunque profundamente afectada, y por momentos abstraída, Marilyn resultará aguerrida, capaz de saber disparar un arma cuando se necesita, y es comprensible el rechazo que siente ante los, por otro lado, tímidos avances amorosos de Rick. Su trauma es fuerte, y el muchacho tendrá que ingeniárselas para hacerle ver que su atracción es sincera.

En cuanto a Harry, el estoico, no cabe duda que comprende, a la vez, de qué va el darwinismo. Soporta la nueva situación y estado de cosas de la nación, y del mundo, pero luchará sin parar, líder nato, acorde a las palabras y acciones que otro personaje, en la fallida película de Kevin Costner titulada “El mensajero” (The Postman, 1997), revelara. Ese general conquistador, el General Bethlehem (Will Patton), antes que los Estados Unidos cayeran, le explica al mensajero (Costner) que había sido tan sólo un vendedor de fotocopiadoras. El cambio de circunstancias había provocado que su liderazgo natural, bajo condiciones favorables para esto, brotara, ofreciéndole una oportunidad de vida que, en el mundo común y corriente, no habría tenido jamás.

Es obvio que Milland, el director, confía, como Milland el actor, y aun Harry, el personaje, en la civilización, aunque esta se levante sobre pies de barro. Los Baldwin, con el hijo herido de bala, se permiten una última odisea, la de alcanzar a llegar a un hospital funcional donde puedan atenderlo. Ahora sabemos que Rick y Marilyn podrían tener futuro. Se toparán con una patrulla militar que les indique el camino. Se ha hecho un cese al fuego. Tan rápido como empezó, el pánico ha finalizado. “El año cero, oficialmente, ha terminado”.                    

La película fue exhibida poco tiempo antes de la “Crisis de los misiles”, uno de los puntos culminantes del período de la Guerra Fría, con una partitura jazzística de Les Baxter que desborda, prácticamente, cada escena, y que la sitúa en su tiempo de una forma muy extraña, pues la distancia del nuestro, al provocar una sensación de incorrección, de no corresponder, con el drama mostrado en pantalla, mismo que fuera rebasado, un par de años después, por la comedia de humor negrísimo de Stanley Kubrick, “Dr. Insólito” (aka. “Dr. Insólito o Cómo aprendí a no preocuparme y amar la bomba”, Dr. Strangelove or: How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb).  

Milland tendría vida después de “¿Habrá otro mañana?”, en papeles secundarios en varias series de televisión, como “La hora de Alfred Hitchcock” (1963), “Galería nocturna” (1971), “Columbo” (1971-72), “Ellery Queen” (1975), “Galáctica, astronave de combate” (1978), “La isla de la fantasía” (1978), “El crucero del amor” (1979) y “Los ángeles de Charlie” (1980), pasando por las manos del diestro Roger Corman, amo y señor de la Serie B, en el papel protagónico de “X, el hombre con ojos de rayos de X” (1963), un papel en el clásico setentero “Historia de amor” de Arthur Hiller (Love Story, 1970), o el co-protagónico en vergonzosas producciones como “The Thing with Two Heads” (1972), pero “¿Habrá otro mañana?” destaca no sólo como una cinta que retrata bien una época y una atmósfera, sino un estado mental de los Estados Unidos, cuya sensación de paranoia impregnó y se diseminó por el mundo.