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2019-10-30 00:00:00

De cómo Hollywood inventó a la juventud

Por Pedro Paunero

Alégrate, joven, en tu mocedad, y tome placer tu corazón en los días de tu juventud. Sigue los impulsos de tu corazón y el gusto de tus ojos; mas debes saber que por todas estas cosas, Dios te traerá a juicio.
Eclesiastés 11:9

Antes estaba “El mago de Oz” (The Wizard of Oz, Victor Fleming). Y estaba Disney. Pero sus películas estaban concebidas para niños supervisados por adultos, por supuesto, en una palabra, se trataba de espectáculos familiares, ya que los niños no van solos al cine. ¿O sí? Luego, si alguien o algo fue culpable, esta fue la Segunda Guerra Mundial. Los “Baby Boomers”, aquella primera generación nacida después de ser arrojadas las dos bombas atómicas, e incluso los nacidos antes de 1945, nada querían saber de la devastación nuclear. Prefirieron soñar. Y Hollywood prefirió enmascarar el peligro latente bajo la forma de metáforas. ¿Cuántas películas atómicas sobre monstruos mutantes, presumiblemente surgidos por la radiación, se han filmado? ¿Cuántas sobre invasiones extraterrestres? Citemos la más representativa, “La mancha voraz” (The Blob, 1958), de Irvin S. Yeaworth Jr. A la distancia esta película se nos aparece ingenua, su tema resuelto de cualquier manera, a años luz del ingenioso final de la novela (escrita para un público adulto, pero imaginativo) “La guerra de los mundos” de H. G. Wells pero, a pesar de esto, esta es la gran película que refleja, de manera no sólo especular, sino espectacular, la juventud despreocupada de los años ´50s.

Veamos. Una especie de masa pegajosa, que no es sino una criatura amorfa extraterrestre, capaz de disolver (mientras digiere, se entiende) todo ser vivo que se le ponga enfrente, aterriza en el interior de un meteorito en el bosque y un anciano vagabundo la encuentra. Para su mala suerte, al tipo le salta a la mano, y después al brazo, avanzando sobre su cuerpo. Una parejita de novietes (o, digamos que “andaban quedando”, en realidad), Steve Andrews (un debutante Steve McQueen en la gran pantalla, acreditado como “Steven”) y Jane Martin (Aneta Corsaut), encuentran al viejo y lo llevan al médico. La mancha termina por digerirlo. Los chicos lo saben pero, cuando lo cuentan, los incrédulos adultos los ignoran. ¿Hay, acaso, algo más característico de la brecha generacional, en el cine de aquél entonces, que esta ignorancia hacia los menores de edad, acusados de bromistas o, peor, de delincuentes en potencia? Cinco años median entre esta cinta y “El pueblo de los malditos”, la película que Wolf Rilla adaptara de la novela “Los cuclillos de Midwich” (publicada en 1957, es decir, dos años después de estrenarse “La mancha voraz”) de John Wyndham, con sus inquietantes niños compartiendo una mente común y que se desenvuelven, conscientemente, apartados de los adultos. Lejos de identificarse con un grupúsculo de seres infantiles con cabello rubio platino y miradas mortales, los adolescentes podían hacerlo con las situaciones que vivían Steve, Jane y los demás chavales que se les unían en ese universo –que se parecía al suyo propio-, de “La mancha voraz”. “¿Que los adultos no nos creen? ¡Al diablo con ellos!”

La película lo tiene todo, excepto números musicales. Está filmada a colores (by Deluxe). La protagoniza una pareja atractiva. Tiene –pocos- besitos y arrumacos, y estos más bien castos (¡Mira que son los años cincuenta!). Los chavales van en automóviles convertibles. Y no falta el célebre lugar apartado de la ciudad (casi siempre situado en lo alto de una colina, desde la que se pueden ver las casas, abajo) al cual llevar a la novia. Y carreras de autos. Y problemas con la autoridad. Incluso auto referencias al cine como dador de espectáculos “pop” -en la escena de “cine dentro de cine”-, al cual invade la mancha, mientras los chicos asisten -tan sólo puede verse un adulto, ya mayor, en esa sala repleta de adolescentes, y se presenta como un pesado que les pide que guarden silencio- a un pase de “Daughter of Horror", película de 1955, la versión reditada de “Dementia”, dirigida por John Parker, en el auténtico Colonial Theatre de Phoenixville, Pennsylvania, que ahora celebra un “Blobfest” en recuerdo de la película que lo hiciera famoso. Y una entrañable, y muy fuerte, solidaridad entre los jóvenes. ¡Ah! Tampoco olvidemos la proclividad a la sumisión y la histeria de Jane, tan de la época y que, como sucederá en otras cintas (mejor hechas que esta), la acción que transcurre en una población pequeña. Así no sólo nos ahorramos el tener que destruir una ciudad como, digamos Nueva York, sino que podemos manejar con mayor facilidad un número más limitado de actores y extras.

Esta cinta resume las inquietudes, costumbres y temores de toda la década en sus poco más de ochenta minutos de metraje, retomando los elementos oscuros (la delincuencia juvenil, tan novedosa aquellos años) del clásico “Rebelde sin causa” (Rebel Without a Cause, 1955) de Nicholas Ray, e impregnándolas de candor (los amigos de Steve están prestos a ayudar, incluso salvan al perro del viejo y, según afirma el padre de Steve, su hijo no miente jamás). Se trata tan sólo de un divertido peligro para, al final, sobrevivir desde la butaca. ¿No es así como “debe” ser la juventud? Se vale soñar, después de todo, que para eso se ha pagado la entrada. Para pasar un buen rato de escapismo puro, y no para lidiar con la realidad. ¡Apártate James Dean! La comedia por la tragedia. Pero, seamos sinceros. “La mancha voraz” no sería nada sin “Rebelde sin causa”, incluyendo el uso del color para una cinta que no es sino un título de Serie B. “Rebelde sin causa” apelaba a la comprensión de los adultos para el mundo (el drama) de la juventud. “La mancha voraz”, por el contrario, formaba parte de ese mundo o, mejor dicho, era ese mundo, lo recreaba, lo pintaba y, a la vez, lo reflejaba. Un cosmos de aventuras, sin preocupaciones, al cual entrar para después, tras una hora y veintitantos minutos, salir, cuando se encendieran otra vez las luces y a andar por el mundo...  

Estados Unidos. Los años cincuenta. Sí, el legendario autocinema. La época dorada de los vestidos con faldas largas y calcetas, los autos convertibles, el Rock and Roll y las malteadas (¡con los emblemáticos –y hoy tan denostados- popotes!). El “American Way of Life” se sostuvo, desde sus inicios, sobre la juventud. La adolescencia se encumbró y la Serie B se multiplicó como los hongos después de la lluvia. ¿Por qué no, si se trataba, después de todo, de un cine económico, apto para los estrechos bolsillos de los jóvenes? 80 centavos de dólar, como recuerdan los amigos a la entrada del cine en “La mancha voraz”. 

Al poco tiempo la música ocupó su lugar. La década siguiente “Un beso para Birdie” (Bye Bye Birdie; George Sidney, 1963), no sólo se vuelve el filme que parodia todas las películas musicales en las que aparecían estrellas del rock, sino que las reafirma. El Conrad Birdie (Jesse Pearson) del título es un Rock Star llamado a filas (en clara alusión a Elvis Presley). De esta forma, ante el peligro de quedarse sin empleo, al autor de las canciones del ídolo juvenil, Albert (Dick van Dyke), no se le ocurre otra cosa más brillante que convocar a un concurso para que alguna afortunada “groupie” le plante un beso de despedida a Birdie en “El Show de Ed Sullivan”: “Ya no brilla más el sol, se ha ido contigo, lloraré Birdie, hasta que vuelvas para quedarte”, dice parte de la canción de despedida. Comenzaba el largo sueño húmedo de las colegialas, arrobadas ante las, muchas veces, prefabricadas “Super Stars”. El sistema estaba ya tragándose, y digiriendo, la rebeldía juvenil, y la devolvía en forma de productos: discos, playeras, jeans, pósters, muñecos… 

De música boba, y de arena, se forma otro bloque en el largo asalto a la juventud desde la trinchera de la gran pantalla. Las “Beach Party Movies” de la década constituyen, por sí mismas, todo un sub género que, tanto abarcan el cine musical como al de terror más barato. Chicas en bikini, torsos masculinos desnudos, mucha música, escarceos amorosos asexuados (demasiada ingenuidad, mucho calor en el ambiente –entendemos-, pero ninguno que sea físico), y algunos monstruos marinos de hule, herederos de aquel de la laguna negra, raptando a las chicas, y llevándolas en brazos. Muchas risas, pocos sustos. La juventud domada. Estas cintas (sin los monstruos de hule) tienen como protagonistas a dos figuras: Frankie Avalon, cantante, y Annette Funicello, co protagonista, también cantante (de hecho, proveniente del original Mickey Mouse Club) y a un director, William Asher, a quien se debe la producción y dirección de la serie “Hechizada”  (Bewitched, emitida entre 1964 a 1972). Acaso la más importante de estas películas sea “La fiesta de los bikinis” (Bikini Beach, 1964), que iba de un tipo que deseaba probar (jamás una reseña ha sido tan reveladora) que “su chimpancé es tan inteligente como los chavales que deambulan por la playa”. Lo que ya dice mucho de la trama. Confesémoslo, se trata de películas inocuas, para –una vez más- evadirse un rato y ver hermosos cuerpos adolescentes de poca sesera. De las “Beach Party Movies” que incluyen monstruos marinos citemos “The Horror of Party Beach” (Del Tenney, 1964), con sus bichos ictiformes producto de las filtraciones de un contenedor de residuos radiactivos y “The Beach Girls and the Monster” (aka Monster from the Surf, Jon Hall, 1965), que incluye escenas rodadas por Dale Davis, el mejor director de material de surf de su época y las bailarinas de “The Watusi Dancing Girls” del legendario club “Whiski a Go Go” del oeste de Hollywood, con música escrita exclusivamente por Frank Sinatra Jr. para “The Illusions”, grupo creado para la película con miembros de la banda “The Hustlers”. Productos como el chicle, para masticar y tirar.

De la nostalgia por aquellos musicales años resultarán dos cintas bastante relevantes, “Vaselina” (Grease) el arrollador éxito de Randal Kleiser del año 1978, y una de las mejores películas de George Lucas, antes de crear una pseudo religión (claro, para nerds) con su saga de la “Guerra de las galaxias”, y que no es otra que “American Graffiti” (1973), producida por su maestro Francis Ford Coppola y… como adaptación de una novela corta de Stephen King (El cuerpo, publicada en 1982), la nostalgia por la infancia que, irremediablemente, se ha ido, en “Cuenta conmigo” (Stand by Me, 1986) de Rob Reiner. En cambio, la amargura por “el paso” a la adultez, se transparentaba ya en “La última película” (The Last Picture Show, 1971), de Peter Bogdanovich, el más conservador de los integrantes de lo que se conocería como “Nuevo Hollywood”. Otra nostalgia, esta vez por el fin del corto sueño que sólo el amor –y el despertar sexual-, en la pubertad puede otorgar, acontece una noche caliente en “Verano del ´42” (Summer of '42, 1971) de Robert Mulligan, en la que el sexo se descubre como un trauma dulce amargo, al comienzo de la participación norteamericana en la Segunda Guerra Mundial. Esa noche, al ritmo de una melodía escrita por Michel Legrand, dos seres se quedaron a la deriva, naufragando en brazos del otro, una viuda desconsolada y un chico que conquistaba, eso sí, como con una herida, la hombría, en una película inolvidable.

“A la mexicana”, el país azteca daba la respuesta con varias películas protagonizadas, principalmente, por Angélica María, César Costa y Enrique Guzmán: “Twist, locura de juventud” (Miguel Delgado, 1962), “La juventud se impone” (Julián Soler, 1964) y “Cinco de chocolate y uno de fresa” (Carlos Velo, 1968), con su argumento que incluía la ingesta de hongos alucinógenos, por parte de una novicia (Angélica María), sólo para “destramparse”, y en la que no faltan las canciones y la psicodelia. La música como embajadora de la juventud “rebelde”. No será sino hasta que Juan Ibáñez dirija, en 1967, “Los caifanes”, que la juventud “madure” en el cine mexicano. Esta es la película que corre en paralelo a las carreteras italianas de “La vida fácil”, de Dino Risi, en una noche chilanga transfigurada, de contrastes sociales y decepciones. Obra maestra sobre la noche capitalina, con sus escapes en busca de algo que no se sabe, y sus más profundas caídas.  

Los años setenta llegaron a estamparle la Contracultura (droga, sexo, Rock and Roll, la guerra de Vietnam y mucha desilusión) al público en la gran pantalla. “Easy Rider” (1969), de Dennis Hopper, se erigió en la representante de esa sub cultura de la motocicleta, de una –aparente- libertad, con sus afanes destruidos, pero, ante todo, del movimiento del “Nuevo Hollywood”, al que pertenecieron un grupo de cineastas –todos muy jóvenes-, dispuestos a romper con el Hollywood clásico y sus culebrones sentimentaloides, tomando las producciones en sus manos y reconociéndose como “auteurs”, en el sentido que los franceses de los “Cahiers du Cinema” le habían dado al término. Fue la –breve- etapa del director como “dictador” de sus propias producciones. Y los grandes –y decadentes- estudios les dejaron hacer.

“Easy Rider”, joya de la “Era hippie”, no podía haber existido sin la influencia de las películas de motociclistas de la década de los cincuenta (sí, había otras películas dedicadas a la juventud, aparte del cine de Serie B, pero en el extremo, muy lejos del arco iris de la diversión y los duendecillos verdes mutados en marcianitos o enanitos verdes) y que tiene en “El salvaje” (The Wild One) de László Benedek, su más destacado representante. Es la historia de Johnny Strabler (Marlon Brando) y su banda de motociclistas (a horcajadas en las Triumph Thunderbird, cuya fabricante inglesa, reacia al principio, terminaría por enorgullecerse de su uso en la película), opositora de la banda de Chino (Lee Marvin) que asolan un pueblo. Pero Johnny se enamora de Kathie, hija del jefe de policía local Harry Bleeker, y la historia ofrece un resquicio de redención para Johnny. Muy imitada (es la cinta que presentó la estética de lo que terminaría conociéndose como Sub cultura “leather”), sus motocicletas, las chamarras de cuero, las gorras y cascos, pasarían a infinidad de títulos posteriores de los cuales “Los ángeles del infierno” (The Wild Angels, 1966) de Roger Corman, es la más importante, al grado que comenzó un sub género propio, dentro del cine de explotación o “exploitation”, el “Biker”.

Corman, “rey de la Serie B” y del cine de explotación, había sido el padrino de todos esos directores que conformarían el “Nuevo Hollywood”. Empezaron como ayudantes de director o como actores sin, apenas, paga. Coppola, Scorsese, Hopper, Nicholson, Fonda, Bogdanovich. Le darían la espalda a su maestro, pero dejarían la puerta abierta (la de una casa en Malibú, en donde se reunían) al Caballo de Troya, encarnado en dos nerds vírgenes (literalmente, porque de chicas nada sabían) apellidados Spielberg y Lucas, que llevarían y recogerían los argumentos de Corman, y de todos los seriales de Ciencia ficción de los años ´30s, a un nuevo nivel: el de la Serie B con presupuestos inflados, hiper millonarios. ¿Notan la ironía de todo eso? El infantilismo –que no ya la juventud- del cine, comenzó en 1975, con una película sobre cierto tiburón que aterroriza la playa de Amity. Fue el comienzo de las películas “de verano”, que arrastraron, principalmente, a los adolescentes en masa a los cines, recuperando la taquilla que los autocinemas le habían arrebatado. Como se ve, después de todo, el viejo Corman había ganado.    

La otra culpa la tuvieron los italianos. Y un solo nombre: Mario Bava, si no creador del “Giallo” (este proviene de la literatura “pulp”, que en Italia se publicaba en libritos con tapas amarillas, de ahí su nombre), sí el Gran Maestro que lo definió. Y con todos esos elementos ya dados, los americanos crearon otros géneros, perfectamente bien definidos, el “Slasher” y el “Splatter”. Todos los años setenta, y parte de los ochenta, la adolescencia norteamericana fue manipulada, tomada, cosificada. O se la trasladaba al espacio, de manera por demás irresponsable, o se la destrozaba, mutilaba, atravesaba y destripaba en las innumerables e infames producciones de los filmes “Slasher”, tan violentos como hipócritas, por aquello de su mensaje moralino subyacente, muy conservador y de derechas, con su “Final Girl” virginal, que siempre sobrevivía al contrario que sus compañeras “libertinas”, juerguistas y, descaradamente sexuadas. Hasta que, un día de castigo escolar, de esos que muchos desearían poder olvidar, marcó las pantallas.

Se trata de “El club de los cinco” (The Breakfast Club, 1984) de John Hughes. La adolescencia ochentera se reconoció claramente en esta película tan significativa. Estaban ahí, reafirmándose, a la vez que compitiendo entre sí y, al final, acoplándose y reconociéndose como un grupo unido –otra vez- ajeno al devenir adulto, pero, sobre todo eso, comportándose como verdaderos adolescentes, el rebelde (Judd Nelson), la chica presumida, toda una princesa (Molly Ringwald), el nerd (Anthony Michael Hall), el deportista (Emilio Estevez) y la darkie (Ally Sheedy). Como dijera alguien: “Los años ochenta terminaron demasiado pronto”. “El club de los cinco” apelaba no sólo al corazón de los adolescentes que la vimos cómodamente instalados en la butaca de una sala a oscuras, con la novia al lado, sino a la inteligencia, a la identificación más real, por estar –eso siempre lo hemos sabido- plasmada en la pantalla del cine.

Pero había otro cine. Y otras juventudes. En España, con el franquismo apartándose de escena y preparando lo que se llamaría “la Movida”, dos títulos: “Perros callejeros” (1977), de  José Antonio de la Loma y “Arrebato” (1979), de Iván Zulueta, iniciarían el fenómeno del “Cine quinqui”, que no sólo narraba la historia de jóvenes delincuentes sino que ¡los volvía actores que se interpretaban a sí mismos! Característica propia del Cine quinqui, estos filmes tienen mucho de antropología social como de valor histórico.

En Italia “La vida fácil” (aka. La escapada; Il sorpasso, 1962), de Dino Risi, ponía a dos protagonistas, Bruno Cortona (Vittorio Gassman), despreocupado, extrovertido y rico, y Roberto Mariani (Jean-Louis Trintignant), estudiante, introvertido y sin dinero, a bordo de un Lancia Aurelia convertible, y oyendo jazz de Riz Ortolani, para recorrer Roma, durante los calurosos días (escape a la playa mediante) de Ferragosto (¡ah, la Dolce Vita!), para darnos una de las más bellas “Road Movies” con su juventud (ojo, treintañera en la película) que termina desperdiciada al desbocarse por una lateral de la carretera. Tan lejos y tan cerca de ese viaje por la Italia de la psique que es “Te querré siempre” (aka. Viaje a Italia; Viaggio in Italia, 1954), de Roberto Rossellini, ese estrujante filme que, presumiblemente, “funda la modernidad en el cine”, según los Cahieristas y que sería pionera de las “comedias del segundo matrimonio”, en las cuales las parejas protagonistas se tiran de los pelos, sólo para confirmar que no pueden separarse al final.

En Suecia, después que Ingmar Bergman rodara una de sus películas menos pesadas –y más hermosas-, “Un verano con Mónica” (Sommaren med Monika, 1953), con su amor adolescente que no mide las consecuencias y sus controvertidos desnudos (a esta furiosa distancia tan pudorosos), las pantallas serían colmadas por protagonistas adolescentes, ahogadas en la marea de su propia sexualidad, atrapadas en las redes de la prostitución y el infierno de las drogas, de las cuales “Anita: Swedish Nymphet” (Torgny Wickman, 1972) y “Desenlace mortal” (Thriller, a Cruel Picture, Bo Arne Vibenius, 1973) serían estelarizadas por la bellísima Christina Lindberg (la segunda con escenas reales de penetraciones, añadidas posteriormente), y “Soy curiosa (amarillo)” del año 1967 y su continuación, “Soy curiosa (azul)”, del año siguiente, dirigidas por Vilgot Sjöman y protagonizadas por Lena Nyman.

Hollywood se relajó y, por un instante, se dedicó a producir películas pícaras, en las que, más protagonistas adolescentes, pero en cueros y en dificultades, se entregaban a la sexualidad, desde un punto de vista trágico o cómico, hasta conformar otro sub género, la “comedia sexual adolescente”, que comienza con la producción israelí “Barquillo de limón” (aka. Chicle caliente/Polo de limón; Eskimo Limon, Lemon Popsicle, Boaz Davidson, 1978), pasa por “Porky” (Porky´s, Bob Clark, 1981), “Picardías estudiantiles” (aka. Aquél excitante curso; Fast Times at Ridgemont High, Amy Heckerling, 1982), el remake americano de “Barquillo de limón”, “El ultimo americano virgen” (The Last American Virgin, Boaz Davidson, 1982) y termina con la descarada “American Pie” de Paul y Chris Weitz en 1999. Los chicos abarrotaron las salas y se descubrió el nuevo filón de oro.          

En serio, la Juventud (podemos escribirla ahora sí, con mayúsculas) es un producto moderno. Al principio estaba aquél versículo del Eclesiastés, pero la juventud, en aquellos tiempos, más bien duraba poco. Como la niñez. Dura y corta. Brutal. Y entonces llegó Hollywood que –la infantilización de una gran cantidad de géneros así lo prueba (es el sector del público al que, principalmente, van dirigidos sus productos), desde la ubicua animación al cine de Súper héroes-, no sólo llevó la juventud a la pantalla, sino que, en el proceso, la inventó, la ayudó a evadirse de la realidad, se aprovechó de esta –por razones de dinero, obvio- y ha venido configurando su devenir.  

Con esto, es muy válido recordar las palabras que escribiera Marguerite Duras a propósito de los tipos de espectador:

“Habría que intentar hablar del espectador, del primer espectador. El que llaman infantil, el que acude al cine para divertirse a pasarlo bien. Y no va más allá. Éste es el espectador que hace el cine antiguo. Es el más educado de todos los espectadores. Fue a él, por cierto, a quien en su juventud le enseñaron que la función del cine era distraer, que se iba a ver una película para olvidarse de otras cosas. Cuando este espectador entra en una sala, es para huir del exterior, de la calle, de la muchedumbre, escapar de sí mismo, sumergirse en otro mundo, el del filme, perder el yo que se dedica al trabajo, los estudios, la pareja, las relaciones, el de la repetición cotidiana. No pasó de ahí desde la infancia, y ahí permanece, en la infancia cinematográfica. Quizá sea en ese lugar, en la sala de proyección, donde este espectador encuentra su verdadera soledad, la cual consiste en apartarse de sí mismo. Cuando se entrega al cine, la película cuida de él, dispone de él, hace de él lo que quiere. En ese momento, el espectador vuelve a encontrarse descargado de responsabilidad, como un niño durante el sueño y el juego. Este espectador es a la vez el más numeroso, el más joven y el más irreductible, en todos los países del mundo. Tiene la inmutabilidad de la niñez. Eso, en todas partes. Quiere conservar su viejo juguete, su viejo cine, su fortaleza vacía. Lo conserva. Este espectador es el del montón, él es esa mayoría incambiada e incambiable desde siempre, la de las guerras y de los votos de derechas, la que atraviesa la historia de la que es objeto, que no sabe nada. Actúa igual con el cine. Mudo, neutro, no comenta, no juzga la obra que ve. Simplemente va a verla o no va”.

“Los Ojos Verdes” por Marguerite Duras (Cahiers du Cinéma; Junio de 1980). 

Para saber más:

“La comedia sexual adolescente, un viaje a sus orígenes” por Pedro Paunero:
http://www.correcamara.com.mx/inicio/int.php?mod=noticias_detalle&id_noticia=6588
“Auge y caída del Nuevo Hollywood” por Pedro Paunero:
https://profundidaddecampodotblog.wordpress.com/2019/10/05/auge-y-caida-del-nuevo-hollywood-publicado-originalmente-en-la-digna-metafora-numero-10-ano-1-agosto-de-2019/
“El viaje oscuro del corazón: «Te querré siempre» y su influencia en el cine” por Pedro Paunero:
http://correcamara.com/inicio/int.php?mod=noticias_detalle&id_noticia=7348