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2020-06-11 00:00:00

«Lo que el viento se llevó»: Corrección política y censura cinematográfica

 

 

Por Pedro Paunero

No soy monedita de oro,
Pa´caerle bien a todos…

Cuco Sánchez

La corrección política está tratando al público —al espectador—, como idiota: “cuidado con lo que miras, no vayas a ofenderse, ya que no sabes distinguir entre lo bueno de lo malo", ignorando —por conveniencia o, por eso mismo, por desconocimiento— que existe un contexto histórico para toda creación humana.

¿Quién se atreve —porque se atreven— a erigirse en juez de la “nueva moralidad”, en esta “era de cristal”? Pues aquellos, que, al mismo tiempo, denuncian los atroces actos de la Santa Inquisición y el Macartismo. La retirada de obras de arte de museos —pinturas o esculturas, de las que, en Italia ya existía un "Museo secreto", con piezas ocultas, como la de un sátiro penetrando a una cabra, y que los romanos miraban como lo que era: una broma, es decir, una “sátira” (las obras de teatro en la Atenas clásica iban seguidas de obras burlescas, en las que los sátiros eran elemento indispensable), una obra que movía a la risa, pero también a la reflexión sobre la naturaleza de los dioses a quienes adoraban—, es avasalladora, y la última "gran idea" es retirar "Lo que el viento se llevó" ("Gone with the Wind", Victor Fleming, 1939), de la plataforma de HBO Max, de manera temporal, alegan, y ponerle, dicen otros, una advertencia de "racismo histórico", ya que “idealiza la esclavitud” y etcétera, etcétera.

Debo decir que, desde que vi por primera vez la película (en un pase televisivo, por su 50 aniversario y, después, ya de manera más crítica), jamás he visto la película como una glorificación del Sur confederado, sino como lo que es, el retrato de una guerra fratricida, en la que los estados unidos del norte lucharon contra ese sur esclavista, precisamente, que era bastante elitista y dado al "dolce far niente", como bien aparece en la cinta, y en la que ganara la Unión, al final, y todo con un solo hilo conductor, la historia de amor entre la Scarlett O´Hara (Vivien Leigh en el papel de su vida) y Rhett Buttler (Clark Gable), en el papel de pícaro seductor. Retirar la película —censurarla, prohibirla, acaso—, es un acto contradictorio, al que no falta ironía e, incluso, parece cínico, al faltar a la memoria de Hattie McDaniel, actriz negra que ganara el primer Óscar por su papel de Mammy, la esclava de la odiosamente encantadora Scarlett. ¡Ah, claro que sí! A Hattie McDaniel se le encasilló en ese tipo de papeles, de esclava y de sirvienta, como a tantas actrices indígenas o mestizas mexicanas, del cine y de la T.V. que, por su color de piel, y rasgos étnicos, eran relegadas a ese tipo de papeles.

Pero el logro de Hattie —a quien, jamás debemos dejar de señalar, tras su muerte por el cáncer, le fue negado el derecho a ser sepultada en el cementerio de Woodland Hills, de Los Ángeles, por ser negra, en plena era de la Segregación racial en el “país de las libertades y de la democracia”, aunque después rectificaran y le levantaran un monumento de honor, ahí mismo—, abrió el camino para que un actor como el grandioso Sidney Poitier, diera una de sus mejores interpretaciones en la prototípica “Al calor de la noche” (In the Heat of the Night, Norman Jewison, 1967), en cuya historia hay el asesinato de un blanco, y él, que sólo anda de paso en el poblacho racista aquél (el de Sparta, Misisipi), por ser negro y extraño, es detenido por principal sospechoso, sin que las autoridades reparen, en un principio, que se trata de uno de los mejores agentes del FBI, que terminará ayudando en la resolución del crimen al duro, como básico, policía (Warren Oates). El tema, que ya había sido tratado por Luis Buñuel en la, hasta hace poco, invisible, conmovedora e inteligente “La joven” (The One Young, 1960), con un guion escrito por Hugo Butler (autor proscrito por comunista, por cierto), seguirá dándose, una y otra vez, hasta culminar en la poderosa “Milagros inesperados” (Frank Darabont, 1999), basada en la novela del indefectible Stephen King. Podemos leer en “Mi último suspiro”, la biografía de Buñuel, que este no tenía ese título, hoy justamente rescatado del olvido, entre sus preferidos.  

¿No es, acaso, "El maquinista de la General" (The General, 1926), de Buster Keaton, la mejor comedia de la historia? Y, miren que la película se inclina -con bastante ironía, eso sí-, geográfica y empáticamente hacia el lado confederado. Porque, a ver, si a esas vamos, debemos recordar que, cuando se exhibió "Días sin huella" (The Lost Weekend, Billy Wilder, 1945), uno de los mejores retratos de los estragos que causa el alcoholismo, con esas escenas perturbadoras en las que Ray Millan sufre alucinaciones por el “delirium tremens”, hubo grupos anti alcoholismo que lo entendieron todo al revés y alegaron que la película ¡exaltaba la ingesta de bebidas alcohólicas! Es decir, apelando a un dicho popular: todo está en el ojo de quien lo mira.

Otro ejemplo es el estigma que hoy pesa sobre "Matar un ruiseñor" que, tanto la novela, escrita por Harper Lee, como la película, dirigida por Robert Mulligan (To Kill a Mockingbird, 1962), el público de su época comprendió —y muy bien—, que se trataban de un par de obras esenciales como alegatos anti racistas, dos obras de arte que señalaban con un dedo de fuego los prejuicios raciales americanos. ¡Pero que la mentalidad ofensiva de hoy ha “re entendido” por el contrario! ¿A dónde vamos con esta ola de censura —porque eso es, ni más ni menos—, en lo que todo ofende sin pararse a pensar un poco en el porqué de ello, y que despierta enconados debates que, muchas en muchas ocasiones, derivan en violencia, de una y otra facción? Debe haber tantos motivos como gente que protesta. ¿Son válidas las protestas contra la muerte de George Floyd? ¡Claro que sí! ¿Lo son, en paralelo, los saqueos? ¡Por supuesto que no! Pero aquí, detrás de esa gota que derramó el vaso —y en cuyo contexto se da la censura de “Lo que le viento se llevó”—, detrás de ese abuso policiaco, tan nefasto como visible, no sólo existe el hartazgo de la gente del poder mal ejercido (la “ley”), sino una transparente hartura por el “Gran confinamiento”, que produjera la pandemia del COVID-19. La gente ha llegado al límite. Y, después de todo, se da en un país mercantilista, más que capitalista (en una nación con 40 millones de desempleados, a los que se les mete por los ojos, que deben consumir y consumir, y consumir, no le será fácil inclinarse a no saquear), en el que la falta de liderazgo, por parte de aquel presidente —enemigo de los mexicanos—, que prometió “Make America Great Aganin”, sin resultado alguno, es patente. Y el declive del Imperio, que durará años, ya no se puede ocultar. 

¿No podríamos decir lo mismo, los mexicanos, de ese cine que construyó muros, antes de que Trump lo hiciera? Levantar banderas y ondear pendones patriotas o, más bien patrioteros, sobre un altísimo porcentaje de los Westerns, en los que nuestros compatriotas (¿o debo decir “com-matriotas” para no ofender y evitar la palabra “patria”, derivada de “pater”, es decir “padre”, concepto tan venido a menos hoy en día?) aparecen como bandidos, ¿ayudará en algo al problema de la migración? Me temo que el asunto es mucho más complejo que limitarnos a una o a varias películas. Y, sí, concuerdo que el cine es poderoso y sus mensajes tienen un alcance extenso. Pero, el cine es —o debería de ser—, arte y, como tal, un medio artístico (valga la redundancia) para exponer y denunciar (sin caer en el panfleto  barato), un hecho que existe. Los artistas somos eso, artistas, y no legisladores. ¿O el problema ha sido, ese, el dejar a los políticos todo, sin que intervengamos en nada o en poco?

Un breve recorrido por el Western —que reconozco como el único género cinematográfico, con el cine de zombis, creado por los estadounidenses, en una especie de continuación y, por ello, de sustitución, de la épica griega—, esclarece que, no todo el Western pinta a los mexicanos de forma tan desfavorable. Honrosas excepciones —aunque, igual de cuestionables—, son “El jardín del diablo” (Garden of Evil, Henry Hathaway, 1954), en la que el maduro vaquero Hooker (Gary Cooper), al lado de Richard Widmark, y Cameron Mitchell, se meten en la aventura de rescatar al marido de Leah Fuller (Susan Hayward), de territorio apache. Los acompaña un mexicano, Vicente Madariaga (Víctor Manuel Mendoza), todo un caballero (¿o quizá sólo un “machote”?), en ser el primero en decidirse en entrar a dicha locura. Vicente es alto, fornido, y es retratado como eso, una fuerza de la naturaleza, todo buenas intenciones, pero un bruto, que no duda en sostener el techo de piedra de una mina, para que escapen los otros. Su dignidad, su heroicidad, se tiñe de animalidad. ¿Qué trata de demostrar Vicente, si es que trata de demostrar algo? Otro ejemplo es “Héroes de barro” (aka. “Llegaron a Cordura”, Robert Rossen, 1959), situada en los tiempos de la Expedición Punitiva contra Pancho Villa. Gary Cooper, con un puñado de muchachos del ejército, intentan dar con Villa y matarlo. Pero el mayor Thomas Thorn, el personaje que interpreta Cooper (ya afectado por el cáncer), había sido, previamente, acusado de cobarde y con esta acción se pretende enmendarle y, a los muchachos, se busca convertirlos en héroes, otorgarles la Medalla de Honor del Congreso, para que sirvan de ejemplos aleccionadores para el resto de la milicia, que se apronta a entrar a una guerra más grande, la Primera Guerra Mundial. No cabe duda que “la Punitiva”, fue un ejercicio bélico para los estadounidenses, que les salió mal, porque jamás dieron con Villa. El mayor se percata que una mujer, Adelaide Geary (Rita Hayworth, acusada de recitar sus diálogos ebria, cuando, en realidad, ya daba muestras de estar aquejada por el Mal de Alzheimer), ha dado asilo a los villistas, y que desde su rancho le presentan batalla. Adelaide es acusada de traidora, pero el mayor expresa que los mexicanos son valientes y buenos tiradores, pero sus armas son defectuosas y, por esto, mueren tan fácilmente. La cinta enfureció al vaquero John Wayne, que dijo que ofendía a los héroes americanos.

Un mexicano representado por Tomás Millán en "La Resa dei conti", 1967.

 

Quizá la mejor muestra de dignidad cinematográfica, otorgada a un mexicano en el Western, no venga de Hollywood, sino de Italia, del Spagueti Western, en concreto, con “Ajuste de cuentas” (La Resa dei conti, 1967), de Sergio Sollima, que en España se conoce con un título que le hace justicia, “El halcón y la presa”. En esta película magistral, que no oculta su influencia de “El bueno, el malo y el feo” de Sergio Leone, Manuel “Cuchillo” Sánchez (interpretado por el infravalorado actor cubano-americano, Tomas Millian), es acusado, injustamente, de lo mismo que los personajes negros de las películas “Al calor de la noche”, “La joven” y “Milagros inesperados”. “Cuchillo” se ve implacablemente perseguido por Jonathan Corbett (el estoico Lee Van Cleef), de quien se escapa una y otra vez, y usa un cuchillo, como los americanos el revólver, con mortales resultados. En la historia, los americanos son corruptos, mentirosos, traidores, pero también algún político mexicano quien, por intereses particulares —el dinero—, traiciona a Cuchillo, es decir, a su pueblo, a los más desfavorecidos. El honor corre a cargo, en esta maravilla, que se inscribe entre los mejores Spaguetis Westerns, no sólo de parte de Cuchillo, sino de Corbett, que se descubre que el mexicano es inocente, y un digno opositor.                 

En literatura, ¿no apunta el glorioso Jorge Luis Borges —que a mí, en lo particular me cae como patada de mula por pesado y catedralicio, pero que no por eso dejo de reconocerlo como un grande en el devenir de su obra— en un cuento "El asesino desinteresado Bill Harrigan", aquellas frases como "demolición de un mexicano", y que el matón debía a la justicia 21 muertes "sin contar mexicanos" (no valía la pena anotarlos, para el asesino, pues sus vidas eran insignificantes). ¿Acaso Borges, amigo donde los haya de un mexicano universal como Alfonso Reyes, no lo escribe, y pone, en su contexto? Borges se sumerge en la psique del mexicano, incluso, que pronto va a ser "demolido", pero que piensa que los "gringos" (un término despectivo, de odio, que usamos mucho por acá, por otro lado), son unos "hijos de perra". ¿Deben los estadounidenses enojarse de que en México se los tilde “gringos”, o el cúmulo de sus “pecados” —todo ese filibusterismo ejercido por su soldadesca, alrededor del mundo— los obliga a acepar que deben permanecer callados? ¿No es “Old Gringo” (la película de Luis Puenzo del año 1989 y, primero, la novela de Carlos fuentes), una visión conmovedora y decididamente empática con la figura y el destino de Ambrose Bierce, el venerado autor (por mí mismo, al grado que le he dedicado una novela) y periodista desparecido en México, en medio de la Revolución Mexicana? La palabra “gringo”, en estas dos obras se nos presenta como un mote desdeñoso que se resuelve en uno cariñoso, en un adjetivo de identificación del “otro”, en el “yo” mismo, perdido en un país ajeno. Bierce buscaba suicidarse en manos de los mexicanos. Él mismo lo señaló en una carta: “Ser gringo en México, es eutanasia”. Pero el término “gringo” (del que nadie está seguro qué diablos significa, en realidad) en el contexto de la novela y la película, se convierten en un alias no sólo de empatía, sino de simpatía y solidaridad por el viejo narrador, que entretenía a la tropa, entre batalla y batalla.

Citaré dos cuentos, que vienen a “cuento”, valga el juego de palabras, sobre el tema, y de los que me ocuparé en algún momento, con más detalle. En “La ciudad del sol”, un cuento escrito por Lisa Tuttle, autora feminista que se atrevió a rechazar el prestigiado Premio Nébula de 1982, por inconformidad por los otros candidatos, presenta un personaje femenino, hospedado en un pueblo de la frontera, que piensa que los mexicanos “eran unos indeseados, que trataban de pasar de manera ilegal, a los Estados Unidos”. La protagonista se encuentra con una extraña visión, la de un mexicano, de aspecto principesco, y hasta divino, un “azteca” (en realidad el dios Xipe Tótec, el “desollado”, que personifica la manera en que la naturaleza se “quita la piel” invernal, para renovarse, a través de las flores primaverales), que se opone a la figura “de los mestizos”, degradados. ¿Debemos suponer que la señora Tuttle es racista por esto? No lo creo. Su personaje, imbuido de prejuicios, sí que lo es y la autora, dueña de su poder narrativo –el cuento es aterrador, en verdad-, sólo pinta un carácter.

Otro ejemplo es “No es nuestro hermano”, de Robert Silverberg, en el que un coleccionista de máscaras, se interna en el México profundo. Con terroríficos resultados. En el cuento se cita un “Cucaracha Hilton”, para describir un hotel de mala muerte, y a una serie de demonios, concretos a través de las máscaras, incluyendo a una hermosa chica americana, que no es lo que parece. ¿Es, por esto Silverberg, un racista, o debería, “tan sólo”, de cuidar su lenguaje y ser menos “ofensivo”? Ni lo uno ni lo otro. Los personajes lo son. No los autores, que sólo sirven, una vez más, a su destreza para describir, mejor o peor, a un grupo de caracteres.

¿Debemos censurar, o peor, quemar todas las copias del primer retratista de caracteres, a Teofrasto, por su libro “Caracteres”, del Siglo IV a. C., entonces?

Ver la paja en el ojo ajeno, y no ver la viga en el nuestro. Tal cual. Eso es. ¿Sabían que, cuando se filmó “El capitán de Castilla” (Captain from Castile, 1947), de Henry King, con un gran reparto de actores, y extras mexicanos, varios de ellos indígenas, los primeros en demostrar un comportamiento racista fueron los mexicanos? La cinta se rodó en las faldas del volcán Popocatépetl, en un clima que helaba los huesos, y los extras indígenas sufrieron por ello. Y, mientras Henry King y Tyrone Power, se ocupaban de repartirles cobijas y bebidas calientes, los actores mexicanos aducían que no lo hicieran porque “se trata de indios, están acostumbrados al frío”. La actriz Stella Inda denunció el hecho, y que fue la gente de Hollywood la que se desvivió en amabilidades, y nos los paisanos.

Robin Lane Fox, un autor que sigo desde hace tiempo, como helenista que soy, escribió un artículo sobre la película “Alejandro Magno” (Alexander, 2004) de Oliver Stone, para la cual fue asesor histórico, y que ya había escrito un libro sobre el mesiánico conquistador macedónico que, la película, enfureció a los gays porque Stone —y Lane Fox—, hacían de Alejandro un ser bisexual, cuando, según ellos, era por completo homosexual. Robin Lane, erudito en historia, y con él tantos especialistas, saben que el mayor de los Alejandros, era, en efecto, bisexual. ¿O tenemos que ignorar —y enterrar históricamente—, que se casó con Roxana, una princesa montañesa, para establecer una enigmática alianza estratégica, bastante dudosa, sólo porque —es posible—, Alejandro realmente amó a esta mujer? Del otro lado, el público griego puso el grito en el cielo porque ¡Alejandro les parecía “demasiado” gay!

No sólo eso, la guerra con Irán estaba todavía presente, y George W. Bush era la figura denostada del momento, por lo que la opinión pública, erigida en juez, acusó a la película de propaganda intervencionista. Cito unas frases del artículo de Lane Fox:

“Efectivamente, Alejandro invadió el viejo imperio persa, destruyó a los ejércitos que le hicieron frente y saqueó las ciudades que no quisieron rendirse. Eso es lo que hacían los generales de la Antigüedad. La conquista era una forma de obtener la gloria y Alejandro fue alabado en vida como un dios por algunos de sus contemporáneos”.

A Stone, una frase del libro de Lane Fox le caló al grado que decidió incluirla en la película: Alejandro sólo fue derrotado una vez en su vida, por los muslos de Hefestión, su gran amor homosexual. Ya estaba servida la controversia, y el alegato en pro y en contra y en medio.

Cuidado: no existe la censura buena, como tampoco la “discriminación positiva”. Toda forma de discriminación es perjudicial. La corrección política es eso, política. Hipocresía electorera. El “quedar bien” por beneficios, la mayoría económicos. En un momento dado -de seguir así las cosas-, cualquier cosa que digamos o hagamos, cualquier obra que creemos, incluso parpadear, ofenderá o se mal entenderá por otros y, mucho me temo, detrás de ello sólo habrá unos deseos de afectar al prójimo —como hicieran con los acusados de brujería en Salem, en donde la histeria y la envidia mataron a tanta gente—, y eso, señores, socavará —ya lo está haciendo— a la sociedad desde dentro, como la carcoma.