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2020-06-23 00:00:00

«Malombra»: Obra maestra de la Cinecittá Mussoliniana

Por Pedro Paunero

La escena de apertura de “Malombra” (Mario Soldati, 1942), advierte claramente sobre el conflicto que se desarrollará después: a bordo de una barca, el viejo Conde Cesare d' Ormengo (Gualtiero Tumiati), replica, ante la queja de su sobrina, Marina di Malombra (Isa Miranda), que ha dicho que el palacio que se abre ante ellos es “el castillo del innombrable” que, si desea volver atrás, sólo tiene que pedirlo. El prólogo establece el tono: Marina, huérfana y sin dinero –pero que ha conocido una vida disipada anteriormente-, acompañada de su doncella Fanny (Doretta Sestan), es acogida por su tío en el palacio de su propiedad, a orillas de un lago. El tío, un rígido conde, le impone como condición que sólo saldrá del palacio una vez casada. Ya en la propiedad, Marina se queja de la habitación que le ha sido asignada, que no tiene vistas al lago. El tío, refunfuñando, acepta que la muden a la zona más fría del palacio, a una habitación a la que los criados consideran “encantada”. Ahí encuentra, en el interior de una antigua espineta, un manuscrito, escrito por Cecilia Varrega, primera esposa de su abuelo y, como ella, “reclusa” en la casa, que sólo encontraba consuelo tocando la espineta y cantando, siempre, la misma canción. Marina lee el manuscrito (en el que se encuentran, envueltos, un rizo rubio, un par de guantes y un prendedor con forma de salamandra, de pedrería fina), cuyo mensaje puede interpretarse tanto como con una coincidencia, como con una voz sobrenatural que clama venganza desde el pasado:

“Yo, Cecilia, como recordatorio. ¡Recuerda, en el nombre de Dios! De lo contrario, ¿para qué renacer? Tú, que me has encontrado y lees estas palabras, reconoce en ti misma mi desgraciada alma. ¡Recuerda! ¡Tú eres yo misma! Antes de nacer, tú eras Cecilia Varrega, la mujer infeliz del Conde Emmanuele de Ormengo. Recuerda la noche del 10 de enero de 1797 en Casa Brignole. Recuerda el nombre de Renato, su pálida tez, sus cabellos negros y sus ojos ardientes. Esta espineta perteneció a mi madre, nadie la tocará antes que tú. Te entrego este broche de plata, único recuerdo de mi Renato. Lo llevaré siempre conmigo para recordar el amor y la venganza. Os dejo mis cabellos, que no conocéis. Piensa qué extraño es hablarte como si tú no fueses yo misma. ¡Qué hermosos y finos son mis cabellos! Terminarán bajo tierra sin un beso de amor, mis cabellos, sin una caricia. ¡Qué rubios son! Terminarán bajo tierra. ¡El Conde de Ormengo es mi asesino! Retornará la pena: nuevamente seré recluida entre estos muros. Recuerda cuando escuchabas tras la puertecita y oíste pronunciar tu condena. ¡Recuerda el lago aquella noche, las barcas iluminadas, los cantos lejanos! En tu nueva vida volverás a encontrar a Renato. Lo reconocerás porque al huir te llamará por tu verdadero nombre: Cecilia. ¡Entonces habrá llegado el momento de la venganza! Acuérdate, la consumaras sobre cualquier descendiente del conde de Ormengo. ¡Aquí esperarás la venganza! ¡Aquí!”

Marina comienza a leer un libro, “Fantasmas del pasado” (juego intencional, del autor, entre el título del libro y el peso que, el ayer, somete a los protagonistas), escrito por Corrado Silla (Andrea Checchi, en uno de sus papeles icónicos como víctima de las circunstancias), con quien establece una relación epistolar bajo el seudónimo de “Cecilia”, y comienza a actuar como la mujer del manuscrito, siempre en defensiva contra su tío, tocando la espineta a todas horas, en actitud rebelde y desafiante. Un día, Corrado llega a servir como secretario al palacio, y descubre un retrato de su madre en la biblioteca del conde. La servidumbre, y él mismo, supondrán que se trata de un “hijo natural” del noble, aunque este lo desmienta. Será inevitable el enamoramiento entre Corrado y Marina, pero para esta, el tío tiene otros planes, como son el casarla con Nepo Salvador (Nino Crisman), cuya madre, Fosca (Ada Dondini), pone la nota del personaje pesado —literalmente, ya que es una mujer bastante pasada de peso—, y excéntrico, chismoso e intrigante, mientras la parte cómica y, a la vez, conmovedora, corre a cargo de Andrea Steinegge (Giacinto Molteni), antiguo húsar de Hungría, venido a menos, que espera paciente una carta —que nunca llega— de su hija, Edith.   

Si la atmósfera —y algunos de los elementos— de “Malombra”, se parecen a los de “Rebeca” (Rebecca, 1940), la magistral adaptación que Alfred Hitchcock hiciera de la novela de Daphne du Maurier, es que son tópicos, constantes, en la novela gótica. Y, “Malombra” es, en realidad, anterior a la obra de Du Maurier, quien bebiera de la fuente que aquella representa.

“Malombra” es una de las cumbres del “Cine —o movimiento— caligráfico”. El cine italiano del período fascista se caracterizó por la huida de la realidad: las comedias de teléfono blanco (en las que, siempre, aparecían teléfonos de ese color en algunas escenas), las épicas precursoras del péplum (herederas del viejo, pero visionario, género “Colosal”, que nos dio joyas como la “Cabiria” (1914) de Giovanni Pastroni, en la que debuta “Maciste” (Bartolomeo Pagano) el primer hombre atlético del cine), el nacionalismo de propaganda, y el “Cine caligráfico”, que se evadía —y evadía al público—, a través de un sicologismo hallado en la literatura, que pretendía revalorar al cine como a un arte, apartándolo del género de teléfonos blancos, al que sus principales representantes (Soldati, Alberto Lattuada, Renato Castellani y Luigi Chiarini), consideraban degradante e impostado. Un teléfono blanco era más caro que uno negro, por lo tanto, “mostraba” en pantalla el supuesto auge económico del país. Así, la literatura que servía perfectamente para los fines de este tipo de cine (con puestas en escena tan hermosas como una bella escritura), era la gótica. Antonio Fogazzaro, el autor de la novela, fue un lector apasionado de Darwin, que trató, inútilmente, de conciliar el evolucionismo con sus creencias católicas. Sus libros, irremediablemente, fueron indexados en el Índice de libros prohibidos del Vaticano. 

“Malombra” se filmó en la Villa Pliniana, una de las residencias de la nobleza italiana que se levantan sobre el lago de Como en Vasolda, mandada construir por el conde Giovanni Anguissola, gobernador de Como en 1573, y por donde han paseado personajes de la talla de un Shelley, un Byron, un Stendhal, un Foscolo o un Napoleón. Soldati ya había filmado, un año antes, “Piccolo Mondo Antico”, la primera adaptación de otra novela de Fogazzaro, en la Villa Fogazzaro Roi, propiedad del escritor, levantada, igualmente, en ese paisaje italiano de ensueño, perfecto para sus tramas. La producción de “Malombra” corrió a cargo de un nombre que se volvería inefable en el cine: Dino de Laurentiis. Como dijera Martin Scorsese en el documental “Mi viaje a Italia” (My Voyage to Italy, 1999), por mucho que Hollywood se empeñe en mostrar un pasado romano —o griego—, realista y heroico en sus súper producciones, son los italianos los dueños, y herederos auténticos, de ese pasado glorioso y no tienen empacho en mostrarlo.

Antonio Fogazzaro (1842-1911), fue un poeta y escritor decadentista que conoció el éxito en vida. Con “Malombra” (1881), de la que se vendieron sesenta mil copias, enamoró al público, pero se hizo detestar por la crítica. Con Piccolo Mondo Antico, de la que se vendieron ochenta mil ejemplares en su tiempo, volvía a esos paisajes oníricos, ahora en una trama decididamente espiritista. Primera de la llamada “Tetralogía de la familia Maironi”, fue esta la novela que lo encumbró. Los hilos argumentales de “Malombra” se repiten, hasta cierto punto: un matrimonio aquejado por problemas económicos, la tragedia (la hija que se ahoga en el lago, y la desesperación de la madre por comunicarse con su espíritu), la carga del pasado pero, sobre todo, el trasfondo bélico y las pasiones, atenuadas por la moral católica, que la convierten en su obra maestra.  

Carmine Gallone había llevado al cine la versión muda, en 1917, de “Malombra”, por primera vez. En aquella ocasión Lyda Borelli, la primera diva de la historia del cine (se la ha conocido como a la “Casta Diva”), interpretó a Marina di “Malombra”. Con Soldati fue Isa Miranda, que actuó en “Scipione l'Africano” (1937), también de Gallone, y que representase el primer éxito de los estudios de Cineccitá, la actriz que, deseada por los productores de Hollywood, hubiera significado la respuesta italiana a la alemana Marlene Dietrich, y a la “divina sueca”, Greta Garbo, algo que no se realizó jamás.

Lo más sorprendente de este filme dorado, de esta gema del cofre de tesoros cinematográficos de Italia es que, como en el caso de la hermosísima “Los niños del paraíso” (Les Enfants du paradis, 1945), rodado por Marcel Carné en plena Francia ocupada, por lo cual su historia —no sólo su diégesis, sino aquella de detrás de cámaras—, se recubre de verdadera épica, de un corte realmente heroico, es que Soldati prescinde de todo elemento propagandístico fascista, para contar una historia de pasiones desbordadas y de atmósfera fantasmal, en la Italia de Mussolini. No solamente en este aspecto espacio-temporal, e histórico, se parece “Malombra” a “Los niños del paraíso”, sino que su parentesco se localiza, a la vez, en sus intenciones estéticas: el Cine caligráfico tomaba como una referencia al “Realismo poético” francés, a cuyo movimiento se adscribe la película de Carné, director de lo sublime donde los haya.

Y sería, precisamente, su vocación como cine evasivo, que prefería que el público se abstrajera en otro mundo, olvidando todo “compromiso” social, lo que terminaría condenando al Cine caligráfico, en Italia, a favor del Neorrealismo y, al Realismo poético, en Francia, a favor de las teorías de los “Cahieristas”.

Con todo lo anterior, resisto la tentación de denominar a “Malombra” como a la “Rebeca italiana”, ya que la película de Soldati gana donde la de Hitchcock pierde. La sombra del tiránico productor David O. Selznick pesa tanto sobre la cinta del maestro británico, que este prescinde de sus habituales dosis de humor negro en pro del melodrama, eso sí, grandioso, pero ceñido a un guion sumamente respetuoso de la novela, es decir, que Hitchcock rodara bajo presiones constantes (en un país que todavía no entraba en la guerra), mientras que el filme de Soldati se vale de una libertad extraña, más bien ominosa (en un país en guerra y, provocador, de la misma guerra) —he ahí la ironía que rodea a ambas obras, si se las compara—, que, aunque también respete la historia literaria, es notoria en el gozoso tratamiento de los escenarios.

Debemos recuperar, entonces, a “Malombra” como lo que es, en estos tiempos de revisionismo histórico y destrucción: Una obra maestra de la Cinecittá mussoliniana; una obra de arte del cine de todos los tiempos.