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2020-11-16 00:00:00

Hombres blancos en peligro (III): «Más peligrosas que los hombres»

Por Pedro Paunero

H. C. McNeile (seudónimo del militar y escritor británico Herman Cyril McNeile, veterano de la batalla del Somme, en la Primera Guerra Mundial), creó un personaje duro, incluso para los estándares del naciente Género Negro, en los años 20´s del siglo pasado. Lo bautizó como Hugh “Bulldog” Drummond, y le otorgó muchas de sus cualidades, basándose en sus experiencias propias de la guerra, así como sus peores defectos. Durante sus años de servicio en el ejército no tuvo más remedio que aceptar un seudónimo anterior, el de “Sapper”, sugerido por su editor, Lord Northcliffe, propietario del Daily Mail, el tabloide donde publicaba, debido a que a los militares se les prohibía publicar con su nombre real. “Sapper” alude a la profesión militar que McNeile desempeñara, es decir, la de “zapador”.

Por su parte, su personaje, apodado “Bulldog” (esta raza canina es un emblema nacional de Inglaterra) es caballeresco pero, así mismo, denota ese tufillo conservador, que muchas veces se ocultaba detrás de las buenas maneras, expresado en una xenofobia patente (Drummond habría de defender Inglaterra, a ultranza, de los enemigos extranjeros, bajo una especie de “destino manifiesto” que se remonta al Ciclo Artúrico mismo, cuando el “Rey que fue y será”, anunciara que, aun cuando partiera a Avalon, la mítica tierra de los bienaventurados, regresaría durante las horas más oscuras de Gran Bretaña, a defenderla de los invasores), un antisemitismo transparente y una idea seminal de fascismo, atemperados por una comprensión hacia el personaje, que ha sido forjado en las más duras pruebas de la guerra. A la muerte de McNeile, debida a los efectos cancerígenos tardíos de un ataque por gas (al que se había expuesto en esa “tierra de nadie”, que eran las trincheras de la Primera Guerra Mundial), sería su amigo Gerard Fairlie, periodista y guionista, y el otro modelo real para “Bulldog”, quien continuaría la serie de novelas. 

Ian Fleming, espía él mismo, tuvo bien presente al personaje de Bulldog Drummond al crear al agente 007, cuando expresó que James Bond era “zapador de la cintura para arriba, y Mickey Spillane para abajo”. Si recordamos que las historias, eso sí, bastante buenas, de Mickey Spillane sobre su célebre personaje Mike Hammer, se caracterizan por un sexismo indisimulado, y una sexualidad más o menos abierta, y comenzara sus andanzas como antihéroe de cómic, podemos entender un poco más al propio James Bond.

Desde la era del cine mudo Bulldog Drummond fue llevado a la pantalla. La primera película dedicada al personaje data de 1922, se tituló simplemente “Bulldog Drummond”, y fue dirigida por Oscar Apfel. Carlyle Blackwell interpretó a “Bulldog”, pero de la película no se sabe nada –queda, en todo caso, material como pósteres y lobby cards-, y acaso se encuentre alguna vez, en las estanterías de alguna cineteca. Cuando, en la década de los ´60 se resucitó al personaje, en el cine, se hizo, irónicamente, bajo la sombra de uno de sus avatares, la de James Bond, por supuesto, de la que se aprovechó el impulso y notoriedad. Al tocarle en suerte a Richard Johnson interpretar a Drummond –actor que, en primera instancia, Terence Young, el director de las primeras cintas de la franquicia Bond, quería para protagonizar al espía, y no a Sean Connery- en la película “Muñecas que matan” (Deadlier Than the Male, 1967), dirigida por Ralph Thomas, expresó que cambiaría al personaje pues este “era intolerante y brutal, un nazi. No intenté convertirme en “ese” personaje”. Johnson ya había tenido participación en una película anterior sobre Drummond, “Londres a medianoche” (Calling Bulldog Drummond, 1951), dirigida por Victor Saville, con Walter Pidgeon como el héroe y un guion de uno de sus padres literarios, Gerard Fairlie.

El título original de esta segunda adaptación sesentera, “Deadlier Than the Male”, que se traduce como “Más mortales que el macho”, aunque algunas veces, suavizando un tanto sus implicaciones como “Más peligrosas que los hombres”, por lo menos en las copias que circulan en la Internet, tiene su origen en un verso de Rudyard Kipling, tomado del poema “La hembra de la especie” (“The Female of the Species”, publicado en 1911), que hace hincapié en que dicha mortalidad ha sido desarrollada en interés biológico de las crías, es decir, en su defensa ante cualquier depredador, por parte de las hembras. Esta condición evolutiva alcanzaría a la mujer, según Kipling, que la haría menos apta para comprometerse o para su desempeño en asuntos públicos, en pos de darlo todo por los hijos. Estamos, pues, ante aquella “abnegación” que impregnó al cine mexicano en el que se representaba tan sólo “buenas” –excelentes- madres, pero no mujeres profesionales que ganaran dinero por y para sí mismas, es decir, emancipadas, a favor de quedarse en casa, en la cocina, y cuidar a los hijos.

En la película fetichista “Satán en tacones altos” (Satan in High Heels, 1962), de Jerald Intrator, la modelo pin-up Meg Myles, en su papel de Stacey Kane, canta, en un bar “fetisch”, una canción que dice:

“Soy yo quien chasquea el látigo,
y tiene la ventaja.
Te venceré, te maltrataré,
hasta que te estremezcas y tiembles.
La hembra de la especie, es más mortal que el macho”.

Se puede leer sobre “Satán en tacones altos”, en el ensayo que se publicó en Correcamara, “Blanco, negro y mugriento. Las películas perdidas (y restauradas) por Nicolas Winding Refn (IV)”, por Pedro Paunero, para más detalle sobre esta pequeña joya del cine fetichista, y sus implicaciones en toda una subcultura.

Pero, en “Muñecas que matan”, no es el caso. El verso aquí ha sido retomado para presentarnos a un par de asesinas frías, calculadoras, que van en bikini –tenía que ser, como sucede en esta clase de fantasías sesenteras y masculinas, paródicas de Mr. Bond, con un toque de feminismo domado o, mejor dicho, de seudo feminismo-, llamadas Irma Eckman (Elke Sommer) y Penélope (Sylva Koscina), que asesinan al magnate petrolero Henry Keller (Dervis Ward) con un habano explosivo, para luego hacer estallar su jet privado en mil pedazos, brotar del mar para asesinar, con un arpón, a  David Wyngarde (John Stone), a quien su sirviente encuentra muerto y con una tarjeta de Drummond –en la película se ha prescindido por completo del apodo “”Bulldog”, aunque Boxer (Lee Montague), otro veterano de la guerra de Corea, le llama una sola vez “perro”- apretada en el puño.

Esa escena icónica -casi arquetípica-, la de las mujeres emergiendo del mar, tiene su origen años antes, en que lo hiciera Honey Rider (Ursula Andress), la primera chica Bond, en “El satánico Dr. No”, al surgir del mar como la diosa Venus Afrodita, y que se repetiría en “La espía que cayó del cielo”, en la cual un sirviente resulta ser tan fiel como para volver a un barco a punto de estallar, porque su empleador le ha pedido ir por el whisky, sólo para reaparecer empapado, pero ileso, en la playa, con todo y traje, y una copa y botella que le ofrece a su “amo”.

En 1966 se había estrenado “Modesty Blaise, súper agente, súper espía” (aka. Modesty Blaise, súper agente femenino/Modesty Blaise ¡Súper agente, súper mujer!), de Joseph Losey, adaptación bastante libre del cómic de Peter O'Donnell, que jugara con el travestismo literario al escribir algunas novelas góticas bajo el seudónimo femenino de Madeleine Brent. Modesty (Monica Vitti, fuera de su habitual italiano, con vestuario, pelucas, y color de cabello que cambia caprichosamente a lo largo del filme) no es la contraparte de James Bond, sino su más estrambótico –y fallido- paralelo, y tendrían que pasar poco más de veinte años para que “Bond, James Bond”, tuviera una súper villana como antagonista en una de sus peores cintas, “007: En la mira de los asesinos” (aka. Panorama para matar, A View to a Kill), de John Glen, con May Day (Grace Jones), amante de Max Zorin (Christopher Walken), asesina implacable, capaz de hazañas sobrehumanas.

Irma y Penélope, en “Muñecas que matan”, comparten rasgos con otras villanas del espionaje, sobre todo, el desdén a lo masculino: “he visto caer a muchos hombres a mis pies, pero nunca desde tan alto”, comenta Irma cuando drogan y arrojan por el balcón a Henry Bridgenorth (Leonard Rossiter), el principal oponente a que la compañía petrolera “Phoenecian” se fusione con una enigmática como sospechosa empresa. De modo que las tres muertes tendrían que ver con el asunto, incluyendo asesinar al Rey Fedra (Zia Mohyeddin) de Akmata, para conseguir una concesión. Drummond investigará, mientras las asesinas van dejando detrás de sí un reguero de sangre, incluyendo a Carloggio (George Pastell), el sirviente de Wyngarde, y quien encontrara la tarjeta de Drummond en la mano de su empleador, así como la falta de una cinta magnetofónica que aquél había estado grabando para nuestro héroe, y que las asesinas robaron. “Este hombrecillo, hizo un viaje hasta aquí”, expresa condescendientemente Penélope, ante el cadáver del pobre sirviente, “lo averiguaremos –la razón por la cual había viajado hasta Drummond-, ¿verdad que sí, chiquitín?”.

A pesar de esto, “Muñecas que matan” cumple los requisitos para ser una de las mejores fantasías masculinas brotadas de la tierra fértil del agente 007. No faltan las emociones, ni las peleas a puño limpio, las torturas, el matón oriental (llamado Chang e interpretado por Milton Reid, a quien Drummond llama “ese Fu Manchú de vía estrecha”, que luego se trasmutaría en el “Sandor” de “007: La espía que me amó”), los acostones (o sus intentos), los artilugios de ciencia ficción (ese ajedrez gigante, robotizado), las locaciones exóticas (la costa de Liguria, Italia), ni la mente criminal secreta detrás de todo el asunto, Carl Petersen (Nigel Green). Veamos una escena: el sobrino de Drummond se entretiene jugueteando con Brenda (Virginia North, quien interpretara a Vulnavia, la ayudante del “Satánico Dr. Phibes”), su sensual chica, que no cederá tan fácilmente a los escarceos de Robert (Steve Carlson) –y que, en cambio, intentará seducir a Drummond-, cuando tocan el timbre. Brenda abre, y se topa con Irma, que le entrega una caja para “el señor Drummond”. Brenda se la entrega a Robert, “es para ti”, le dice. El espectador puede sentir el peligro. ¿Se trata de una bomba? No. Robert desenvuelve la caja, y se percatan que son cigarros puros. “¿Por qué no puede fumar puros una mujer?”, dice ella. “Es poco femenino”, responde Robert, intentando besarle el cuello. “A mí me excitan mucho”, dice Brenda, entonces, en un rápido movimiento, urgente, Robert coge la caja, la abre y le entrega un puro. Sabemos que alguna fatalidad está a punto de ocurrir, pero la escena nos ha sacado una carcajada. Sexismo y conservadurismo, con calentura adolescente dándose la mano, sin pensar en las consecuencias. Y esto es, precisamente, lo que diferencia a “Muñecas que matan” de otras películas de la “ola Bond”, el que se la tomaron en serio, a pesar de las pinceladas de humor. Ágil, divertida, nunca aburrida, la película bien pudo haber sido el inicio de una franquicia, que compitiera –y bien-, con la del agente 007, y salir airosa, pues gana mucho en ese aspecto de entretenimiento pero, en cambio, con todo y haberse estrenado en cines, se la pensó para dar inicio a una serie televisiva que nunca se realizó.

“La espía que cayó del cielo” (aka. Guapa, intrépida y espía; Fathom, 1967), de Leslie H. Martinson (recién llegado de dirigir la película basada en la serie “Batman”, con Adam West), más que al empujón de Bond, le debía el impulso a “Modesty Blaise”. Fue uno de los tres filmes de espías femeninos que la 20th Century Fox produjo –los otros dos son “Caprice” (Caprice), de Frank Tashlin, con Doris Day como Patricia Foster, y “Ven a espiar conmigo” (Come Spy with Me), de Marshall Stone, con Andrea Dromm como Jill Parsons, ambas estruendosos fracasos de taquilla- aprovechando esa moda pasajera de “Modesty”. Raquel Welch (a quien le ofrecieron, con este personaje, su primer protagónico a partir de su inolvidable papel en la cinta de culto “Un millón de años a. C.”, de Don Chaffey) es Fathom Harvill, una paracaidista cuyo nombre, “Fathom” (braza), se debe a su altura.

La película comienza con Fathom, que también es odontóloga (un dato inútil, que no tiene relevancia en la trama, o ha sido totalmente desaprovechado), preparándose para lanzarse en su paracaídas en una competición en Málaga, España (la producción tuvo algunos problemillas con la censura franquista, pero nada que no se pudiera resolver en la sala de montaje y edición), en un paisaje que podría ser mexicano, con nopaleras y una sombrilla de campo que anuncia: Cerveza Victoria, cuando es llevada ante la presencia del Coronel Douglas Campbell (Ronald Fraser), quien, al parecer, trabaja para una organización secreta de la OTAN -la HADES-, y le encarga que dé con la pista de un artefacto –llamado “el dragón de fuego”- capaz de activar bombas de hidrógeno, y que se perdió en el Mediterráneo, durante una prueba. Lo más interesante de este título que he escogido a propósito –que, como las otras dos que componen esta trilogía, fracasó en taquilla-, es que volvemos a encontrarnos con la trama sugerida del “peligro amarillo”, aunque los villanos ya no sean mujeres orientales, sino varones blancos, y el caso tenga que ser resuelto por una mujer como Fathom. Peter Merriwether (Anthony Franciosa), y la Mayor Jo-May Soon (Greta Chi) del Servicio Secreto Chino, podrían andar –como el Servicio Secreto Estadounidense- detrás del paradero del artefacto, que resulta ser, después de todo, una pieza arqueológica. Pero ¿quién es en realidad Campbell, y quién Merriwether, que alegará trabajar para los chinos de Hong Kong, a quienes, se supone, Campbell ha sustraído un tesoro nacional y él tan sólo investiga de acuerdo a las leyes internacionales?

La trama es inverosímil, a Fathom se le encarga saltar sobre la terraza de la residencia de Merriwether para activar un artilugio que lleva en el casco, sólo porque ahí es donde se puede hacer; encuentra a un hombre asesinado por el golpe de una pieza escultórica, y Merriwether y Jo-May Soon aparecen para hacerle fotos comprometedoras, ya que sostiene la pieza en la mano, y en seguida se ponen a discutir, sin mucho acaloro, sobre la razón de que ella se hubiera colado a la casa. Welch, en toda la película, asume la caracterización de un personaje que, a pesar suyo, es reclutado para la misión, y que va asombrada a cada momento. Aquí no hay una espía que asesina impasiblemente, sólo una chica guapa, que prefiere sonreír a matar e ir en bikini para terminar el trabajo que ha asumido. Inverosímil, sí, pero sus lineamientos venían ya trazados desde la primera cinta de James Bond, “El satánico Dr. No” –como bien ha señalado el crítico Kim Newman-, con sus aires de Fu Manchú reapropiados para la era de la Guerra Fría, y “007 contra Goldfinger”, cuando Bond se despoja del traje de buzo y revela que debajo lleva un esmoquin sin una sola arruga, con sus primeras máquinas cienciaficcionistas, los chinos haciendo de las suyas y toda esa infantilización típica de los cómics, no obstante la sexualidad que las tiñe. “Goldfinger” señalaría el nacimiento de un género propio, y es a esa estética a la que muchos otros directores no supieron darle continuidad.

Los títulos son varios y parece sintomático el hecho de que, a la muerte de Sean Connery, el primero y el mejor de todos los 007, el intercambio de roles en la saga marque la decadencia de la misma. Las súper villanas y las súper agentes de la época gloriosa de James Bond podían existir, solamente, en el terreno de la parodia. No complementaban al personaje masculino, sino que lo reafirmaban divirtiendo, señalando sus faltas, exagerando sus defectos, sus profundas contradicciones, sus aires ridículos. La serie de películas dedicadas a Mat Helm, “agente muy especial”, adaptaciones cómicas de las novelas serias de Donald Hamilton, o las de Derek Flint (un avatar del Doc Savage de las revistas pulp de los años 30´s), lo prueban. No podían competir en el terreno de Bond, pero sí podían minarlo humorísticamente. Se trata de la década psicodélica, en la que villanos de historieta regresan a campear a sus anchas en el celuloide: “Fantômas” (1964), de André Hunebelle, “Sadik” (1965), aparecido en el segundo segmento –dirigido por Gian Luigi Polidoro- de la película “Thrilling”, “Kriminal” (1966), de Umberto Lenzi, “Mister-X” (1967), de Piero Vivarelli, “Diabolik” (1968), de Mario Bava, “Satanik” (1968), también de Piero Vivarelli, varios de los cuales fueron trasladados –con las pérdidas habituales, en cuanto a originalidad- del “Fummeti neri” a la pantalla. Incluso, el Dr. Mabuse, había regresado de la mano de Fritz Lang –por última vez- en 1960, en “Los crímenes del Dr. Mabuse” y seguiría apareciendo, por otros realizadores, a lo largo de la década y la siguiente; y el arquetípico Fu Manchú tendría su más aventajada encarnación en tres películas, al ser interpretado por el gran Christopher Lee, en “El regreso de Fu Manchú” (The face of Fu Manchu, 1965), “Fu Manchú y el beso de la muerte” (The blood of Fu Manchu, 1968) y “El castillo de Fu Manchú” (1969).

La moda femenina de espías –psicodelia incluida-, alcanzaría a México con varios títulos, pero es en un par de películas, dedicadas a “las Tigresas”, en las que los elementos psicotrónicos, inherentes a muchas producciones mexicanas de la época, nunca se resuelve en amenaza a la masculinidad. Las aventuras de estas agentes mortales –que no logran la emancipación jamás, pues desean casarse, al fin y al cabo, con algún buen hombre y, por culpa de los amoríos de otra casi dan al traste con la misión- comienzan con “Muñecas peligrosas”, y continúan en “Con licencia para matar”, ambas dirigidas por Rafael Baledón, en 1969, antes que alcanzara el más absoluto delirio con “Cazadores de espías” (1969), en la que aparecen robots, científicos locos, luchadores y bailarinas a gogó. ¿Y qué decir de “Alex Dínamo” (Julio Alemán), el “Bond mexicano”, que resuelve sus casos rodeado de chicas con poca ropa en “S.O.S. Conspiración bikini” (1967) y en “¡Peligro…! Mujeres en acción” (1969), de René Cardona Jr. que, incluso, tuvo un cómic dedicado a sus andanzas, para desaparecer casi de inmediato?

En “La espía que cayó del cielo”, Raquel Welch, mala actriz donde las haya, se las ingenia para atraer las miradas pues, como dijera Peter Medak en una entrevista para “The Guardian”, en ese entonces director de la segunda unidad, a la actriz la veían y venir y se preguntaban quién era la “tonta” esa, pero tenía “un cuerpo hermoso que siempre ayuda”. Tal cual. Para la película –como en cientos de títulos destinados al consumo masivo-, sólo importaba la presencia física de Miss Welch. Aunque, en taquilla, no sería suficiente, como señalé antes.

“Me llamo Fathom Harvill” “¿Fathom? ¿Cómo le pusieron ese nombre?” Fathom, aburrida de que siempre se le cuestiones por su nombre, responde: “Es la abreviatura de Elizabeth”.

Quien no comprenda que estas películas se hicieron como mero divertimento –para el cual las mismas actrices se preparaban, y se divertían-, está más perdido que Fathom, al ir de aquí para allá, sin saber a ciencia cierta quién es el bueno, y quién es el malo, en su breve aventura cinematográfica.