Por Pedro Paunero
“Pobres criaturas” (2023), no pertenece al Yorgos Lanthimos al que estamos acostumbrados -de ideas brillantes pero de exposición cansina-, sino a alguien hecho todo de textura y superficie; tampoco es original -la historia ya se contó hace dos siglos en el “Frankenstein”, de Mary Shelley y hace uno en “La isla del Dr. Moreau”, de H. G. Wells- pero, en cambio, ofrece un marco de puro goce estético visual, goticista y erótico.
En la historia del Dr. Godwin Baxter (Willem Dafoe), cuyo rostro está cruceteado por profundas cicatrices, a la manera del monstruo anónimo de la Shelley -y cuyo nombre es un homenaje a Samuel Godwin, padre de la misma Mary-, que regresa a la vida, por gracia de su ciencia amoral, a la suicida Victoria, ahora con el nombre de Bella (Emma Stone), a quien le agrega un cerebro infantil, cuenta todo aquello que Shelley se dejó en el tintero sobre su engarrotada criatura. Bella -Stone en un papel por momentos exagerado, por momentos lúcido y que, entendemos, es el mejor de su carrera-, en su indagación del ser recientemente despierto-, inocente y caprichosa como niña, rebelde y berrinchuda, se entrega al placer de la auto exploración sexual que, Max McCandles (Ramy Youssef), el reprimido ayudante de Godwin, y después su prometido, no se atreve a satisfacer. Cuando Duncan Wedderbum (Mark Ruffalo), un abogado sin ataduras carnales, la convence de dejar de ser tan sólo una prisionera en la mansión -repleta de quimeras, construidas con la mitad de un animal y con la mitad de otro- de su “padre”, a quien también llama “dios”, este no se niega, sino que le permite ir a recorrer el mundo con Wedderbum, a quien se entrega en un frenesí sexual -al grado de agotarlo físicamente, primero, y mentalmente después-, mientras, en paralelo, su pensamiento se amplía al conocer las realidades, a veces duras del mundo, de los roles de género y las clases sociales. Así, las escenas de la “liberación” de Bella, ya suelta por el mundo -van a Lisboa, pasan por Alejandría, llegan a París, donde se prostituye y, por fin, regresa a Londres, para asistir a la muerte de su creador-, cambian de un blanco y negro barroco a un colorido expresionista. Un mundo, empero, que sólo puede existir en su diégesis, y que recuerda los escenarios artificiosos donde transcurre la aventura fantástica del barón de Munchausen, en la película de Terry Gilliam (The Adventures of Baron Munchausen, 1988) con pinceladas surrealistas en la arquitectura de estilo Gaudí de la casa de Baxter.
La película mantiene algunas obsesiones del cine de Lanthimos, como la mencionada indagación en la sexualidad de sus personajes, que rompen las paredes de un mundo cerrado, y los aportes técnicos que ya le conocemos (como las lentes de ojo de pez que distorsionan una, de por sí, realidad distorsionada, en consonancia con los acordes de la música de Jerskin Fendrix), pero el material literario original -una novela meta literaria y de compleja estructura narrativa, del fallecido autor escocés Alasdair Gray, a través de un guion de Tony McNamara-, es arrebatado para un ambiente de puro estilo Steampunk -Baxter, por ejemplo, posee un carruaje que se mueve con un motor a vapor, y que lleva adosado un busto de caballo de madera enfrente-, lo que le permite una mayor agilidad -sin abandonar la crítica de todo lo establecido y aceptado- y sostiene una historia atrapante, divertida y espeluznante, cuyo erotismo, en cambio, llega a ser frío y distante.
“Pobres criaturas” -cuyo título en inglés, “Poor Things” (pobres cosas), se hace eco del reclamo a su creador de las “cosas, no humanas, ni animales, sino cosas”, que sus creaciones le espetan al Dr. Moreau en “La isla de las almas perdidas” (Island of Lost Souls, Erle C. Kenton, 1932)-, recuerda al mejor Tim Burton, pero supera su pacatez inherente, a la vez que iguala la imaginería de “El gran hotel Budapest” (The Grand Budapest Hotel, 2014), de Wes Anderson y el feísmo gore y sexoso de “Carne para Frankenstein” (Andy Warhol’s Flesh for Frankenstein, 1973), la película de culto que dirigiera Paul Morrisey para la fábrica de banalidades de Andy Warhol.
Acaso sea la mejor película de Lanthimos -cineasta cuya obra se sitúa entre una genialidad amorfa y la tomadura de pelo-, y el hecho de que este no haya intervenido en el guion, nos habla de esa afortunada soltura que atraviesa la película.