Por Pedro Paunero
El siguiente es un listado de recomendaciones cinematográficas, con el pretexto de San Valentín, necesariamente parcial, necesariamente personal. Y, como el amor siempre se debe quedar a medias, para añorarlo desde la nostalgia, no son catorce sino cinco los títulos abordados, desde la memoria, el recuerdo melancólico y los amores idos y jamás recuperados.
Melody (Warris Hussein, 1971)
Un amor de infancia. No recuerdo la edad que tenía cuando vi por primera vez esta película. Lo que sí recuerdo es el ansia de aventura que me provocó, así como un incipiente deseo y la confusión entre saber y no saber que algo estaba despertando en la carne. “Melody” está teñida de incorrección política, muy difícil de encontrar hoy en día, sustentada sobre la rebeldía que inunda la brecha generacional y la escena en la que los niños hacen estallar un auto para que sus jóvenes y amantes amigos puedan escapar, todavía causa asombro. Y ellos huirán, por supuesto, por las vías de un tren, hacia lo incierto. Esta fantasía infantil, arropada por las canciones de los Bee Gees, trata de dos niños, mejor dicho de tres niños y sus amigos del colegio, que se enamoran y quieren casarse y escaparse juntos, mientras los profesores y los padres y medio mundo tratan de impedirlo. Daniel Latimer (Mark Lester) tiene amistad con Ornshaw (Jack Wilde), pero llega Melody Parker (Tracy Hide) a interponerse. Daniel y Melody se enamoran. Al principio, por celos de amigo, Ornshaw, como los adultos, tratan de separarlos, pero acabará uniéndoseles con el resto de sus compañeros para celebrar una boda en un cementerio y ayudarles a cumplir sus fantasías.
Cabría preguntarse, a más de cuarenta y tantos años de haberse estrenado ¿Qué pasó con sus infantiles protagonistas? Me refiero a los personajes de la historia, no los actores, pues sabemos que Mark Lester hizo el musical basado en la novela Oliver Twist de Dickens, que a los 16 años rodó una escena de sexo, que dejó el cine a los 19, que estudió medicina y trabó gran amistad con Michael Jackson y que podría ser el verdadero padre de Paris Katherine Jackson (lo que es mucho decir). Sobre la hermosa niña modelo Tracy Hide sabemos que también dejó el cine (había sido la afortunada elegida entre más de 100 niñas para el papel de Melody antes que se la propusieran para el papel al productor Alan Parker), pasó de ser secretaria a casarse dos veces, a aparecer mucho (demasiado) en T.V. y a convertirse en actriz de culto en Japón y que posee una guardería canina en Londres. ¿Quién, siendo niño, no se enamoró de ella, quién, siendo niño, no envidió a Daniel y sus heroicos malabares para escapar con su chica? A Jack Wild (Ornshaw, el amigo celoso y después cómplice de los niños) no le fue mejor en su carrera y murió a los 53 años en 2006. No, me refiero al destino de Daniel y Melody “dentro” del “filmuniverso”, en la pantalla. ¿Acaso terminarían casados y divorciados poco después, como todo par de decepcionados, mandando al diablo sus locuras infantiloides, convirtiéndose en testigos maduros de la Era Trump y el advenimiento de los Millenials que ignoran por completo que antes de ellos y sus amoríos con los teléfonos celulares fue Melody, esta tibia fantasía erótica sobre el despertar sexual despojada de toda intención pedofílica?
Verano del ´42 (Summer of ´42, Robert Mulligan, 1971)
Un amor de adolescencia. Con “Verano del ´42” me pasa como con Melody, no recuerdo exactamente qué edad tenía cuando la vi por primera vez. Supongo que apenas unos cuántos más que los que tienen sus personajes. Hubo varias chicas entonces pero todas entraron y salieron de mi vida casi enseguida.
Estaban, en cambio, los que realmente importaban, los amigos de la preparatoria, que fueron para mí inseparables como el trío masculino de este film. También hubo una muerte, un compañero que murió de leucemia y marcó el necesario punto dramático en la historia. Y es que de todo eso trata “Verano del ´42”.
“Cuando yo tenía quince años y vine a esta isla a pasar el verano, no había ni tantas casas ni tanta gente como ahora, entonces se podía apreciar mejor la geografía de la isla y la belleza del mar. Y para que el niño no se muriera de aburrimiento, su familia había convencido a otras familias de su vecindario para que vinieran también con sus hijos a la isla. Pasaron conmigo aquel verano del 42 Oscy, mi mejor amigo y Benjie, mi segundo mejor amigo. Nos llamábamos “el terrible trío”. Aquella casa de allá arriba era la casa de ella y nunca, desde el primer día en que la vi, me ha sucedido nada tan sobrecogedor ni tan desconcertante, porque nunca he conocido a otra persona que me haya hecho sentirme más seguro y más inseguro, más importante y más insignificante…”
En el marco de la Segunda Guerra Mundial, Hermie (Gary Grimes), Oscy (Jerry Houser) y Benjie (Oliver Conant), jugarán, flirtearán, verán películas, intentarán comprar preservativos, tendrán amor ocasional y alguno sufrirá (Hermie, el narrador, cuya voz en off pertenece a Robert Mulligan), al mismo tiempo y a través de la iniciación sexual con una mujer mayor, Dorothy (Jeniffer O´Neill), el primer atisbo dulce amargo de desamor. Porque en la que fuera la iniciación sexual arrobada de Hermie, está la tristeza y un precipitado acto de olvido y de intento de superar el amor que se ha quedado a medias, por parte de Dorothy, al saber que su esposo ha muerto en cumplimiento de su deber. La película se basa en las memorias de Herman Raucher y sus propias vivencias. Sobre la música, el hermoso tema que los amantes hacen sonar en la noche turbada y ardorosa ¿cómo olvidar el tema de Michel Legrand? La película no carece de humor y está atravesada por la nostalgia de las amistades idas. Todos hemos vivido amores así, iniciáticos y ocultos. Todos hemos tenido nuestro propio Verano del 42: perturbador y secreto.
The Summer Knows
The summer smiles,
Tthe summer knows, and unashamed,
She sheds her clothes.
The summer smoothes the restless sky,
And lovingly she warms the sand on which you lie.
The summer knows,
The summer’s wise,
She sees the doubts within your eyes,
Nuestros años felices (aka. Tal cómo éramos; The Way We Are, Sidney Pollack, 1973)
Un amor de juventud. Fue mi primer rompimiento amoroso. Ella vivía en una casa, que también era una tienda, a la vuelta de la esquina. Yo estaba terminando la carrera universitaria y ella iba a media carrera. Apenas egresado de biología me embarqué en una de mis aventuras más ingenuas, pero necesarias, el activismo ecológico. Viajé por la selva y el mar. Y estaba ella. Cada regreso de mis idas al campo, nos veíamos. Estudiaba contaduría y era sensible, inteligente y muy hermosa. Pero, como en el caso de Katie y Hubbell, era inevitable nuestra separación. Los intereses eran distintos y distintas las intensidades amorosas. Idealismo contra pragmatismo, para ganar la tristeza ya madura, sobrepasada.
La historia de Katie Morosky (Barbra Streisand) y Hubbell Gardiner (Robert Redford) abarca varias décadas, a través de las cuáles, como suele suceder en la vida como en la pantalla, se encuentran y se separan. Comienza en la universidad, con una escena en la que Katie arenga a la multitud a incorporarse a sus propias inquietudes sociales, a su activismo político. El guion se basa en los recuerdos de Arthur Laurents, cuyos trabajos pasaron por la cámara de un Hitchcock, o cuyos personajes fueron encarnados por una Ingrid Bergman. Lauents, investigado por el Comité de Actividades Anti Americanas, otorgó mucha de su propia personalidad al personaje de Katie.
“Nuestros años felices” trata de eso, de “Tal como éramos” cuando el amor y los ideales lo impregnaban todo. La melancolía, al ver atrás, de que toda lucha significa sólo en su momento y en su lugar y que sólo en ese espacio y en ese tiempo proporciona un sentido a nuestras vidas. Barbra Streisand y Robert Redford forman una de las más inolvidables parejas románticas de la pantalla: eran jóvenes y deseados y envidiados y todos lo creímos y todos los gozamos y todos los sufrimos. Y la canción que ella misma interpreta, como tema de esta historia, nos acompañó a lo largo del declive de nuestros propios años felices, cediendo paso a la realidad dura y cruel. Pero nos quedamos con esos años, con esa música y con esos recuerdos que no queremos jamás soltar, ni olvidar.
Historia de O (Histoire de O, aka. The Story of O; Just Jaeckin, 1975)
Un amor desbocado y diferente. Se trata de la cinta que enmarcó mi matrimonio. Su insignia y piedra de toque. Algún tiempo después de mi divorcio puse a sonar al tema musical y sentí en la sangre el mismo ardor erótico que entonces. La misma necesidad y el mismo deseo.
Basada en la iniciática novela de Dominique Aury, que también fue Anne Desclos, y que se hizo célebre con el seudónimo de Pauline Réage, y cuyo tema es precisamente el juego de máscaras y de nombres, bajo los cuáles se anda por el mundo, esas otras máscaras que no son las del búho, o los antifaces que conforman la parafernalia del movimiento BDSM, sino las de la sociedad. La película tiene el mérito de haber introducido en la práctica del movimiento uno de sus elementos clave: el célebre “Anillo de O”. La historia es conocida: una modelo, que obedece (nunca mejor empleado ese verbo) al enigmático llamado de “O”, es llevada por su amante, un aristócrata refinado, a una mansión donde la esclavitud sexual se reviste de sofisticación y fantasía. El sadismo y la sumisión sexual nunca fueron tan glamorosas como en esta cinta, hasta el advenimiento de la apertura de los ojos que conforman las escenas de la orgía, casi sagrada y dionisíaca, de Stanley Kubrick en “Ojos bien cerrados” (Eyes Wide Shut, 1999). Se trata de una fantasía que trasciende su trasfondo burgués para erigirse en símbolo de la indagación en la propia sexualidad y sus límites.
Nosotros, durante el día, entregados profesionalmente a las corrientes de los hombres, a sus empleos y convencionalismos, podíamos ser el escritor y crítico de cine, que había sido biólogo, acompañado de su sensual esposa; o la elegante administradora de empresas, acompañada de su excéntrico esposo artista. Durante la noche se abría Roissy, con todas sus implicaciones ardientes y transgresoras, mientras el amor licuado crecía en marea y subía hasta alcanzar límites peligrosos.
Refugio para el amor (aka. El cielo protector, The Sheltering Sky, Bernardo Bertolucci, 1990)
Un amor de madurez. A Bertolucci le fascinan los amores imposibles, los quebrantados y quebrantadores, los amores atormentados y alienados. Cuando se topó con la novela de Paul Bowles le preguntó si esta narraba algunos episodios autobiográficos. Bowles contestó que no. Pero todos sabemos que eso no es cierto porque “Lo que tiene nuestro destino de nuestro y de distinto es lo que tiene de parecido con nuestro propio recuerdo”, como dice la cita que toma Bowles de Eduardo Mallea y con la que abre el primer capítulo.
El matrimonio americano formado por Kit (Debra Winger) y Port (John Malkovich), acompañados de un amigo, Tunner (Campbell Scott) que se siente atraído sexualmente por Kit, se internan en el Sahara, tratando de escapar de la devastación de la Segunda Guerra Mundial, a través de un viaje revelador, perturbador, existencial, que sólo puede matar, por tifoidea, a Port y enfrentará a Kit a la sexualidad desbocada de un conductor de caravanas que la convierte en su esclava sexual. Cuando aquello que sostiene a una pareja humana se desmorona y uno de sus integrantes fallece, la tabla de salvación es el sexo, que se parece mucho a un olvido piadoso. Mientras arriba se curva el cielo, que quizá nos proteja de lo que hay detrás, o quizá no.
Es inolvidable el monólogo final, en off, de Paul Bowles (que ha sido el narrador en la cinta), cuando enfrenta a Kit, la criatura literaria de su invención:
Paul Bowles: ¿Se ha perdido?
Kit (sonriendo): Sí.
Paul Bowles (reflexionando): Como no sabemos cuándo vamos a morir llegamos a creer que la vida es un pozo inagotable, sin embargo todo sucede solo un cierto número de veces, y no demasiadas. ¿En cuántas ocasiones te vendrá a la memoria aquella tarde de tu infancia? Una tarde que ha marcado el resto de tu existencia, una tarde tan importante que ni siquiera puedes concebir tu vida sin ella. Quizás cuatro o cinco veces, quizás ni siquiera eso. ¿Y cuántas veces más contemplarás la luna llena? Quizás veinte, y sin embargo todo parece ilimitado…
El amor infantil se recuerda con candor; el de la juventud nos parece ilimitado y se torna salvaje en la marea de su propio impulso; el amor en la madurez es un amor con fecha de caducidad y algunas salidas, a veces improbables, hacia la resignación de la pérdida. Pero todo nuevo amor, a cualquier edad, será siempre, una vez que se ha conocido y experimentado y gozado y sufrido, un recomienzo esperanzado.