Por Pedro Paunero
Era uno de esos domingos de mitad de verano en que todo el mundo repite: «Anoche bebí demasiado». Lo susurraban los feligreses al salir de la iglesia, se oía de labios del mismo párroco mientras se despojaba de la sotana en la sacristía, así como en los campos de golf y en las pistas de tenis, y también en la reserva natural donde el jefe del grupo Audubon sufría los efectos de una terrible resaca.
—Bebí demasiado —decía Donald Westerhazy.
—Todos bebimos demasiado —decía Lucinda Merrill.
—Debió de ser el vino —explicaba Helen Westerhazy—. Bebí demasiado clarete.
En mayo de 2018 se cumplirán 50 años de la primera exhibición de “El nadador” (The Swimmer, 1968) película dirigida por Frank Perry pero terminada por Sidney Pollack. Se trata de una de las producciones más extrañas y significativas de una década prodigiosa (en aconteceres históricos y en hitos cinematográficos), y en un año en particular, que tuvo una gran importancia en cuanto a ruptura y cambio de paradigmas.
El escenario de este último diálogo era el borde de la piscina de los Westerhazy, cuya agua, procedente de un pozo artesiano con un alto porcentaje de hierro, tenía una suave tonalidad verde. El tiempo era espléndido. Hacia el oeste se amontonaban las nubes, tan parecidas a una ciudad vista desde lejos —desde el puente de un barco que se aproximara— que podían haber tenido un nombre. Lisboa. Hackensack. El sol calentaba. Neddy Merrill, sentado en el borde de la piscina, tenía una mano dentro del agua, y sostenía con la otra una copa: ginebra. Neddy era un hombre enjuto que parecía conservar aún la peculiar esbeltez de la juventud, y, aunque los días de su adolescencia quedaban ya muy lejos, aquella mañana se había deslizado por el pasamanos de la escalera, y en su camino hacia el olor a café que salía del comedor, había dado un sonoro beso en la broncínea espalda a la Afrodita del vestíbulo. Podría habérselo comparado con un día de verano, en especial con las últimas horas de uno de ellos, y aunque le faltase una raqueta de tenis o una vela hinchada por el viento, la impresión era, decididamente, de juventud, de vida deportiva y de buen tiempo. Había estado nadando y ahora respiraba hondo, como si fuera capaz de almacenar en sus pulmones los ingredientes de aquel momento, el calor del sol, y la intensidad de su propio placer. Era como si todo le cupiera dentro del pecho. Doce kilómetros hacia el sur, en Bullet Park, estaba su casa, donde sus cuatro hermosas hijas habrían terminado de almorzar y quizá jugasen al tenis en aquel momento. Fue entonces cuando se le ocurrió que si atajaba por el suroeste podría llegar nadando hasta allí.
En la historia de Ned Merrill (interpretada por un maduro Burt Lancaster, lo que le avino perfectamente), podemos encontrar la más rara de las Road Movies y una de las más metáforas más curiosas sobre la decadencia física jamás retratadas en el cine. Que dos hayan sido sus directores -y demasiado distintos como para dejar entreverlo, entre los que estaba el novato Sydney Pollack-, permite comprender el tosco acabado de la película, pero la historia de John Cheever (autor que nació en 1912 y murió en 1982, y a quien apodaban el “Chejov de los barrios residenciales”), sobre el fin de los sueños, el del status, el de una forma de vivir que se acaba así como la vida misma que se escapa, mantuvo intacto su doloroso mensaje en el film como para echarlo a perder. El guion había sido escrito, precisamente, por Eleanor Perry, esposa del director principal y producida por el oscareado Sam Spiegel, que optó por quitar su nombre de la cinta cuando echó del rodaje a Perry y contrató a Pollack.
Alguien que hubiese salido a pasear en coche aquella tarde de domingo podría haberlo visto, casi desnudo, en la cuneta de la autopista 424, esperando una oportunidad para cruzar al otro lado. Podría habérsele creído la víctima de alguna apuesta insensata, o una persona a quien se le ha estropeado el coche, o, simplemente, un chiflado. Junto al asfalto, con los pies descalzos —entre latas de cerveza vacías, trapos sucios y parches para neumáticos desechados—, expuesto al ridículo, resultaba penoso.
Y es que, cuando a Merrill se le ocurre la disparatada idea de atravesar el condado a nado, usando las piscinas de sus amistades, conocidos e incluso de sus enemigos, en lugar de ir caminando o en auto, hasta su casa, también busca conciliarse con su pasado y enfrentarse a la tristeza de las rupturas que conforman a cada ser humano que, desde la madurez, mira atrás y reflexiona pero con angustia y, sobre todo, con un conmisero autoengaño que mucho tiene de fatal.
(…) Ned tuvo que someterse a las molestias de la reglamentación: «Todos los bañistas tienen que ducharse antes de usar la piscina. Todos los bañistas deben utilizar el pediluvio. Todos los bañistas deben llevar la placa de identificación.»
Ned se duchó, se lavó los pies en una oscura y desagradable solución y llegó hasta el borde de la piscina. Apestaba a cloro y le recordó a un fregadero. Sendos monitores, desde sus respectivas torres, hacían sonar sus silbatos a intervalos aparentemente regulares, insultando además a los bañistas mediante un sistema de megafonía. Ned recordó con nostalgia las aguas color zafiro de los Bunker y pensó que podía contaminarse —echar a perder su prosperidad y disminuir su atractivo personal— nadando en aquella ciénaga, pero recordó que era un explorador, un peregrino, y que aquello no pasaba de ser un remanso de aguas estancadas en el río Lucinda. Se tiró al cloro con ceñuda expresión de disgusto y no le quedó más remedio que nadar con la cabeza fuera para evitar colisiones, pero incluso así lo empujaron, lo salpicaron y le dieron codazos. Cuando llegó al lado menos profundo de la piscina, los dos monitores le estaban gritando:
—¡A ver, ése, ese que no lleva placa de identificación, que salga del agua!
Ned lo hizo así, pero los otros no estaban en condiciones de perseguirlo, y, dejando atrás el desagradable olor de las cremas bronceaduras y del cloro, saltó una valla de poca altura y atravesó los frontones.
En la pérdida de su juventud –en la consciencia de ese hecho-, se aferra a un último salvavidas en la figura juvenil de la hermosa Julie (personaje que no está en el cuento), quien “tan sólo” ve una oportunidad de libertad y de aventura, muy acorde a su juventud (y, que subraya y señala al de Merril, como al acto de un desesperado, de un “pobre iluminado”), en la idea de nadar sin parar a través de la geografía del vecindario. Intento tan patético y ridículo como dolorosa es la escena que se desarrolla en las piscinas públicas cuando Merrill quiere atravesarlas sin pagar en la taquilla y es obligado a darse una ducha antes de meterse en el agua, y que ya nos avisa sobre sus fantasmas existenciales y sus devastadoras revelaciones finales.
Le dio la espalda y se reunió con otros invitados. Ned se acercó al bar y pidió un whisky. El barman se lo sirvió, pero de forma descortés. El mundo de Ned era un mundo en el que los camareros estaban al tanto de los matices sociales, y verse desairado por un barman a media jornada significaba haber perdido puntos en la escala social. O quizá aquel hombre era novato y le faltaba información. En seguida oyó cómo Grace decía a su espalda:
—Se arruinaron de la noche a la mañana; no les quedó más que su sueldo, y él apareció borracho un domingo y nos pidió que le prestáramos cinco mil dólares…
“El nadador” parece pequeña si se la compara con otras parábolas y otras metáforas fílmicas de ese mismo año; títulos que reflexionaban sobre la condición humana a través del reflejo y la sustitución de la realidad y apostaban por la fantasía para encubrir la crítica social.
Pero “El nadador” resulta más inmediata que, por ejemplo, el viaje al futuro de la especie humana de “El planeta de los simios”, donde lo humano cede a lo animal o en ese reverso que es la “2001, Odisea del espacio” de Kubrick, en la que lo humano alcanza el status de deificación, o los temores que se desarrollan tanto puertas adentro como puertas afuera (el racismo, las luchas civiles, el temor del fin del mundo y que, aún en la muerte, este no se acabe, así como la desintegración de la familia y el temor a la otredad en la persona del mismísimo vecino “de al lado”) en la inicial “La noche de los muertos vivientes”, e incluso las angustias erótico-religiosas primer mundistas de las meditaciones del cine iluminado de Ingmar Bergman (“La vergüenza”, “La hora del lobo”), y ese anuncio de una edad que se acercaba demasiado pronto, en la cual el monstruo cambiaba su naturaleza sobrenatural por una más carnal y, otra vez, tomaba el rostro de lo urbano, del hombre de la calle, del desconocido nos cruza y que saludamos en el ascensor de “El héroe anda suelto”; o más aún que del emergente poder del cine independiente, en las reflexiones del quehacer de John Cassavetes y hasta de ese angustioso anuncio del final de la familia tradicional, tal como se conocía, en una historia que sólo podía resolverse a través del cuento de terror (“El bebé de Rosemary”), y aludiendo que, detrás de esa ruptura estaba el diablo, ni más ni menos.
—¿Qué quieres? —le preguntó ella.
—Estoy nadando a través del condado.
—¡Santo cielo! ¿Te comportarás alguna vez como una persona adulta?
—¿Se puede saber qué te pasa?
—Si has venido buscando dinero —dijo ella—, no voy a darte ni un centavo.
—Puedes darme algo de beber.
—Puedo, pero no quiero. No estoy sola.
—Bueno, me marcho en seguida.
Más inmediata, sí, pero -por necesidad poética-, igual de fantástica que aquellas. Se sustituye el viaje numinoso (ya no es iniciático, ya no es épico) por el ir de piscina en piscina, una ocurrencia enmarcada en la cotidianidad, que es paralela al hecho de no tener con qué pagar la renta.
Todo estaba a oscuras. ¿Era tan tarde que ya se habían ido a la cama? ¿Se habría quedado su mujer a cenar en casa de los Westerhazy? ¿Habrían ido las chicas a reunirse con ella o se habrían marchado a cualquier otro sitio? ¿No se habían puesto previamente de acuerdo, como solían hacer los domingos, para rechazar las invitaciones y quedarse en casa? Ned intentó abrir las puertas del garaje para ver qué coches había dentro, pero la puerta estaba cerrada con llave y se le mancharon las manos de orín. Al acercarse más a la casa vio que la violencia de la tormenta había separado de la pared una de las tuberías de desagüe para la lluvia. Ahora colgaba por encima de la entrada principal como una varilla de paraguas, pero no costaría arreglarla por la mañana.
Esta aparente falta de profundidad, de trascendencia, del personaje, pone al hombre del Siglo XX en su contexto de anti heroidicidad, de frivolidad urbana diaria, de caída en la materia y lo material y en lo patético de sus lloros, y eso es lo que realmente importa contar.
Gritó, golpeó la puerta, intentó forzarla golpeándola con el hombro; después, al mirar a través de las ventanas, se dio cuenta de que la casa estaba vacía.