Por Pedro Paunero
Al principio de “Héroes de barro” (aka. “Llegaron a Cordura”; They Came to Cordura, Robert Rossen, 1959), vemos a un piquete de soldados americanos estacionado en territorio mexicano. El Mayor Thomas Thorn (un enfermo Gary Cooper, actuando en contra de las indicaciones de su médico) se acerca. Se lo presenta a varios de los periodistas, enviados a cubrir la guerra, como al oficial de concesión de medallas por parte del General Pershing. Uno de los periodistas pregunta si no era él quien estuviera al mando del 28 regimiento de caballería del Coronel Rogers. El recién llegado asiente. Se encontraba con Rogers cuando Villa cruzó la frontera y atacó la columna destacada en Columbus. El periodista no comprende qué hace ahí. Discuten, con los periodistas como testigos, el otorgamiento de medallas a tal o cual militar. Por un cable se han enterado que se ha concedido una Medalla de Honor del Congreso a un tal Sargento Boyce. Thorn revela que Boyce ha muerto en la batalla de Guerrero. Propone a otro soldado, a un joven apellidado Hetherington para recibirla, y que escribirá recomendándolo, por sus hechos de valor en la misma batalla. Desea, así mismo, mantenerlo vivo y lejos de la acción hasta que se apruebe su concesión, llevándolo a la base de Cordura. El Coronel a cargo del piquete le entrega una orden, válida para cualquier hombre a quien Thorn quiera recomendar para la medalla. Uno de los periodistas se muestra extrañado. ¿Por qué tanto hincapié, tan poco frecuente, en las medallas? ¿Cómo es que Thorn, siendo un oficial de campo, ha sido nombrado
Oficial de concesiones y ha retirado a los hombres de la acción? Ahora, les revela el coronel, la información de un cable que dice: “París, 17 de abril de 1916. El bombardeo alemán de Verdún continúa en 43 día consecutivo. A pesar del castigo, el ejército francés se mantuvo firme”. El Coronel opina que los Estados Unidos necesitarán pronto un ejército con un espíritu que los aliente, con todo y héroes vivos, para alentar a los posibles reclutas, se entiende. Está refiriéndose, claramente, a la entrada de los Estados Unidos a la llamada “Gran Guerra”. Los periodistas, que se mostraban desalentados por no poder conseguir sus artículos, ni ver una guerra real, amén de que sólo han encontrado viento, arena y silencio, han hallado ahora el motivo para escribir: Thorn sería una especie de Homero, cabalgando a caballo, buscando a sus héroes. El Coronel se niega a que escriban sobre Thorn. Opina que Pershing pensará lo mismo. “Viento, arena y censura”, opinan, en cambio, los periodistas.
Poco antes se nos ha contado que, la noche del 8 de marzo de 1916, un gran número de rebeldes mexicanos, liderados por Pancho Villa, atravesaron la frontera con los Estados Unidos, atacaron el pueblo de Columbus, Nuevo México, hiriendo y matando a soldados y civiles estadunidenses, por lo que se ha enviado una expedición con instrucciones de capturar a Villa y dispersar sus fuerzas. Los periodistas saben que, de doscientos a trescientos hombres bajo el mando de dos generales de Pancho Villa, tras derrotar a las tropas regulares, se han refugiado en un rancho denominado “Ojos azules”. Su dueña es una mujer americana, Adelaide Geary (Rita Hayworth).
Thorn se enfrentará a dos preguntas esenciales como miembro del ejército americano: ¿Qué es el valor? ¿Qué es la cobardía? Tenemos, por lo tanto, que aquel grupo militar se trata de parte de la célebre “Expedición Punitiva”, tan infructuosa como práctica para el país del norte, que fracasaría en dar con el paradero de Villa, pero que probaría la nueva tecnología y armamento en campo abierto, para posteriormente ser enviado a los campos de batalla de Europa, a la Primera Guerra Mundial. Estamos, pues, ante una historia personal, desarrollada durante la Revolución Mexicana, enmarcada en otra más grande, situada a nivel planetario.
Las mejores películas de Robert Rossen soportan una fuerte carga política sobre sus guiones. Su película “El político” (aka. Todos los hombres del rey; All the King’s Men, 1949), reflexionaba, precisamente, sobre la forma en que un candidato bien intencionado se convierte en un ser corrupto. El titulo original en inglés influyó decisivamente en el libro de Bob Woodward y Carl Bernstein, “Todos los hombres del presidente” (All the President’s Men; publicado en 1974), que Alan J. Pakula adaptara y dirigiera en 1976, con Robert Redford y Dustin Hoffman en los roles principales y se hiciera acreedora de cuatro premios Óscar; la cinta se sumergía en las turbias aguas del escándalo “Watergate”, acaecido en la administración de Richard Nixon. Steven Zaillian dirigió un remake de la película de Rossen en 2006, pero hay que acudir a la fuente para descubrir su poder pues estaba basada en el libro, ganador del Pulitzer en 1946, escrito por Robert Penn Warren. La película fue un éxito rotundo y Rossen obtuvo el Premio de la Academia como Mejor productor.
Entonces sobrevino la catástrofe, tanto para el país, que se vio sometida a la peor de las paranoias, como para el cine, la Caza de brujas del Macartismo. Al mismo tiempo, directamente surgidos de aquel evento, y al margen, llegaron títulos como “La invasión de los usurpadores de cuerpos” (Invasion of the Body Snatchers, 1956) de Don Siegel, que ganaba para la ciencia ficción, a través de un guion ingenioso, una sutileza simbólica a través de su horror de lo cotidiano y de lo familiar. Esta cinta superior formó parte de un torrente de películas consideradas metáforas de una posible invasión comunista, aunque para su director no fuera esta la primera interpretación que hubiese querido dar. El Macartismo cobraba sus víctimas entre algunas de las mejores mentes que trabajaban para Hollywood, a la vez que los obligaba a retirarse a las sombras, donde seguirían escribiendo, a veces mediante seudónimos, algunas obras maestras como “La sal de la Tierra” (The Salt of the Earth, 1954), la historia de la resistencia de un grupo de obreros, que se ven luchando contra los patrones de una mina, a la vez que sus mujeres, marginadas tanto por los propietarios de la empresa, como por sus esposos, se unen con valentía e ingenio, a la lucha. Este filme decididamente provocativo, nacido de la rebeldía, tenía un director de militancia comunista, incluido en la ominosa “Lista negra” (a cuyos integrantes también se ha denominado como “Los diez de Hollywood”), y un reparto total que profesaba la misma ideología, incluyendo a la actriz mexicana Rosaura Revueltas. Rodada en los Estados Unidos, uno de sus productores, Paul Jarrico, expresaría sobre la cinta que, por haber sido expulsados de Hollywood, habían cometido “un crimen para hacerse merecedores del castigo”.
Importantes personalidades del cine fueron requeridas a declarar en el Comité de Actividades Antiestadounidenses. Recordemos, para el caso, al guionista Dalton Trumbo, al director Edward Dmytryk y a Hugo Butler, responsable del guion de una de las menos visibles películas de Luis Buñuel, esa joya imperfecta titulada “La joven” (The Young One, 1960).
En 1951 le tocó el turno a Rossen, siguiendo los pasos de Dmytryk. Irónicamente llevaba a cuestas, como a la piedra de Sísifo, el éxito de “El político”. Rossen soportó el interrogatorio y no delató a sus compañeros del partido. Como resultado, por dos años los estudios no cejaron de boicotear sus películas. En 1953, ya vencido por la presión, admitió haber militado en el Partido Comunista por una década, en los años que iban de 1937 a 1947. Dio, después, varios nombres de compañeros. Sintiéndose derrotado, se mudó a Italia y después a España. Entre dos melodramas intrascendentes (“Mambo” de 1954 y “La isla del sol” de 1957), dirigió una interesante visión de la vida del conquistador macedonio Alejandro Magno. Si hemos de hacer caso a Aristóteles (por cierto, preceptor de Alejandro), el incorregible Rossen tendría muy presente aquella frase suya de que el hombre es un ser político. Y el cine su poderoso medio.
Ya en los Estados Unidos todavía dirigiría, produciría y escribiría dos de sus mejores películas, la imperfecta, y políticamente incorrecta, “Héroes de barro” y la cínica “El buscavidas” (The Hustler, 1961), con Paul Newman en el papel principal, nominada al premio Óscar en varias categorías. La cinta fue sometida a una cruel mutilación por parte de las tijeras del productor, pero lo que queda deja entrever con claridad las metáforas que le interesaban señalar a su director.
“Héroes de barro” no sólo dejaba ver las simpatías que los villistas despertaban en la Señora Geary, habiéndoles dado asilo, y a quien Thorn deberá arrestar como una traidora que bebía tequila, usaba sombrero mexicano y sarape y de quien se insinuaba un amorío con el general villista Arreaga (Carlos Romero); su incorrección iba más allá, pues narraba la homosexualidad implícita, que algunos han querido ver, que se desarrollaba entre Thorn y el Teniente William Fowler (Tab Hunter), un “oficial y caballero” quien, hacia el final y harto por la presión que le supone el viaje, propone asesinar a Thorn, culpando por ello a los mexicanos. Se dice, este fue el motivo por el cual, al año siguiente, el viejo espíritu de Cowboy de John Wayne se vio indignado, cuando expresó, en cierta entrevista, que tal inmoralidad era un veneno que fluía por las venas de Hollywood a lo cual, un tanto incoherentemente, añadió:
“¿Cómo consiguieron a Gary Cooper para hacer esto? Para mí, por lo menos, simplemente degrada la Medalla de Honor. Toda la historia es una burla de la mayor condecoración americana al valor, toda la premisa de la historia es errada, ilógica, no escogen al tipo de hombres que escoge la película para ganar la condecoración, y esto puede demostrarse a través de la verdadera historia de la condecoración”.
En realidad la cinta no era sino un pretexto –como lo era la historia de “Ben Hur”, que tiene como fondo al naciente cristianismo-, enmarcado en el conflicto mayor de la Revolución Mexicana y la Expedición Punitiva, ya que los villistas aparecen en contadas escenas y, como en el caso de los indios en algunas películas de John Ford, más bien bajo la apariencia de fuerzas de la naturaleza, para poner el dedo en la llaga de la humanidad sufriente del soldado. En su imperfección como máquina de guerra y su enfrentamiento con el temor y el manejo del arrojo como un mero arrebato de supervivencia. Temas que Samuel Fuller exploraría de manera más acertada y espectacular en “El escuadrón Gran Rojo” (The Big Red One, 1980).
La película estaba basada en una novela de gran éxito de ventas, escrita por Glendon Swarthout, lo que supuso para el autor convertirse en escritor profesional, aunque alguno de sus cuentos, “A Horse for Mrs. Custer”, ya había sido vendido anteriormente para la Columbia Pictures, y llevado a la pantalla en una cinta con el gran Randolph Scott en el papel principal, “7th Cavalry” (Joseph H. Lewis, 1956). Su propia experiencia en el campo de batalla, donde entrevistó a algunos testigos de hechos heroicos, mientras servía en la 3ª División de infantería en el Sur de Francia, en la Segunda Guerra Mundial, sería plasmada en el libro.
Entre las vicisitudes del rodaje tenemos, como se señaló arriba, que Gary Cooper no sólo estaba enfermo, sino que lo parecía. Y mucho. Esta condición le permitió abordar su personaje hacia “dentro”, como la de un hombre torturado interiormente en la que, sabe, será su última misión. Una misión redentora en la que se mueve con movimientos pausados y calculados. Por otro lado Dick York, que por entonces estaba entregado a su papel de Darrin Stephens en la comedia televisiva “Hechizada” (Bewitched), y que interpreta al Soldado raso Renziehausen, en la película que nos ocupa, sufrió un accidente de espalda, con un carro ferroviario, mismo que lo envió al hospital donde se hizo adicto a los analgésicos. York no tuvo más remedio que renunciar, durante la quinta temporada, al exitoso programa de televisión. Mientras pasaba su convalecencia engordó casi 70 kilos, no volvió a actuar, y pasó sus últimos años en la pobreza.
Tras la escaramuza al rancho, Thorn –que no deja de aludir al arrojo de los mexicanos ya que, comenta a uno de sus hombres, todo ha sido una farsa, que han cargado como Quijotes, y que los villistas sólo pudieron ser derrotados porque no tenían armas de fuego rápidas-, ha permanecido como espectador y testigo, para luego escoger a cinco hombres. Los elegidos para recibir la medalla serían el teniente William Fowler (Tab Hunter), el sargento John Chawk (Van Heflin), que es responsable de un asesinato y se muestra empeñado en matar a Thorn, el capitán Milo Trubee (Richard Conte), conocedor del pasado secreto de Thorn, el soldado raso Andrew Hetherington y el otro soldado, Renziehausen (Dick York), que se alistó en el ejército porque, como vaquero decepcionado, sólo buscaba aventuras. Todos se han desempeñado con valentía ante el ataque o, mejor dicho, la defensa villista. Pero las cosas no se le presentan de manera fácil a Thorn. En el trayecto, empeñado en descifrar la naturaleza del héroe, el Capitán se enfrenta al egoísmo de aquellos a quienes está decidido a hacer cumplir la misión, “sin perder un solo hombre”. Seis hombres y una mujer atraviesan el desierto, tratando de llegar a la base de Cordura. Una “traidora” a su país, hija de un Senador condenado por haber vendido tierras de los indios, que alega que todos sus actos no han sido sino en su propio interés por sobrevivir pero que, al convencer a Thorn de soltar los caballos para que los recuperen los villistas, y los dejen en paz, de inmediato escapa y pide a los mexicanos que la lleven con ellos, mientras grita “¡Maten a los gringos!”. Cinco posibles candidatos a la Medalla de Honor y un hombre deshonrado. Son los últimos de su especie: la caballería estadounidense, de la que, son conscientes, en los conflictos bélicos por venir se prescindirá pronto, ante el advenimiento de las sofisticadas máquinas de guerra; aunque, si apelamos a la historia, esto no sucedería sino hasta 1939, cuando, envuelta en la leyenda, se enfrentaron los temerarios ulanos polacos contra los panzers alemanes.
Thorn se las tiene que ver con uno de sus hombres, que trata de chantajearlo al revelar que, en Columbus, el cobarde capitán ha evitado la Corte Marcial debido a la intercesión de sus amigos de alto rango, no sólo esto, siendo la sensata señora Geary una presa demasiado tentadora, se las ve con un intento de violación a la hermosa ranchera (Trubee, uno de los perpetradores prefiere a la mujer que a la medalla), aparecerán, entonces, los elementos citados en el prólogo, la cacareada valentía y cobardía, como demonios internos, el enojo y la ira, la lujuria y la compasión. Y todo esto a pesar de haberles confesado la atípica misión en la que se ven inmersos, su posibilidad de ascender en el Olimpo de los héroes, y de tener un sitio en el privilegiado nicho de los seres ejemplares, cuestión que, a los hombres, les importa realmente poco. Como vemos, el camino a Sam Peckinpah estaba ya abonado desde antes de que llegara la década de los Setenta con sus Westerns revestidos de revisionismo. Pero, de igual manera, nos recuerda esa otra misión absurda en la que se ven envueltos los ocho hombres que avanzan, en medio del infierno de la Francia ocupada, buscando salvar a un tal soldado Ryan en “Rescatando al soldado Ryan” (1998), del amo y señor del sentimentalismo e infantilismo cinematográfico, Steven Spielberg.
Thorn es un verdadero antihéroe. No puede ser un héroe pero quiere hacer héroes de los otros. Consciente de su pasado (se ocultó en una alcantarilla mientras los villistas atacaban Columbus), sigue adelante, rodeado de la hostilidad de sus subalternos y se empeña en revestirlos de honradez aun cuando la señora Geary exprese, lúcidamente, que “un acto de cobardía no hace que un hombre sea cobarde para siempre, así como un acto de valentía no convierte a un hombre en un héroe para toda la vida”. Interesante por momentos, sobre todo por el trasfondo histórico, los temas que pretende abordar y su decidido revisionismo, esta descafeinada cinta de Rossen no alcanza los rangos épicos a los que aspira. Su final, forzado por manos ajenas al director, engrandece la figura enclenque de Thorn y redime las de sus ambiguos compañeros. El heroísmo o, en todo caso, el arrepentimiento, han triunfado, en una película que pudo ser mucho más, pero cuyo verdadero mérito fue revolver ciertas consciencias anquilosadas. Por lo menos en los Estados Unidos.
Por extraño que parezca, toda esta carga revisionista americana, ya en su pase por el cine mexicano, sirvió para muy poco. Emilio García Riera nos recuerda que, la película, exhibida en el cine Chapultepec de la Ciudad de México en 1960, fue retirada al poco de su estreno por las insistentes protestas del público, que se sintió ofendido por alguna causa que vieron reflejada en la pantalla.
Lo que nos deja percibir la naturaleza equívoca –y hasta abstracta- de aquello que denominamos “ofensa”.