Por Pedro Paunero
Comenzó con aquella frase de Balzac, localizada en su novela “La piel de zapa” (publicada en 1831):
“¿No resulta Cuvier el poeta más grande de su siglo? Lord Byron ha reproducido, en palabras, algunas agitaciones morales; pero el inmortal naturalista ha reconstituido mundos con huesos calcinados; ha reedificado ciudades sobre dientes, cual nuevo Cadmo; ha repoblado millares de selvas de todos los misterios de la zoología, con unos cuantos fragmentos de hulla; ha encontrado poblaciones gigantescas en el casco de un mamut. Estas figuras se alzan, se agrandan y pueblan regiones proporcionadas a sus colosales tamaños. Es un poeta matemático; es sublime agregando un cero al siete. Despierta a la nada, sin pronunciar palabras artificialmente mágicas; escudriña en una partícula de yeso, descubre un vestigio y grita: ¡Mirad! Y a su evocación, los mármoles se animalizan, la muerte se vivifica, el mundo se despliega. Después de innumerables dinastías de seres gigantescos, después de razas de peces y de tribus de moluscos, llega por fin el género humano, producto degenerado de un tipo grandioso, quebrantado quizá por el Creador.”
Frases elogiosas del gran novelista para el padre de la paleontología, que ponía en la conciencia de sus lectores el “descubrimiento” del tiempo geológico, advirtiéndoles que en tiempos remotos habían existido extraños seres, curiosas plantas, variadas especies de tamaños gigantescos y, con estas, hombres primitivos, acaso de una bestialidad inaudita para la mentalidad industrial del Siglo XIX. Balzac, además, lo llama “poeta”, y es que de imaginación va la cosa. Así, el descubrimiento de la prehistoria amaneció en el cine con “Gertie the Dinosaur” (1914) del pionero Winsor McCay, cortometraje en el que aparecía el mismo McCay interactuando con su creación (en trazo limpio de lápiz, sin color), un diplodocus amaestrado que le obedecía en todo. Los dinosaurios comenzaban su larga andadura en la cultura popular. En literatura, la novela de Sir Arthur Conan Doyle, “El mundo perdido” (The Lost World) publicada dos años antes, situaba la expedición del huraño profesor Challenger en una meseta, inspirada en el Monte Roraima de Venezuela, en el que cohabitan dinosaurios, homínidos y hombres prehistóricos y su primera versión en el cine, “El mundo perdido” (The Lost World, 1925) dirigida por Harry O. Hoyt, con efectos de animación dirigidos por Willis H. O’Brien, auxiliado por el mexicano Marcel Delgado (creador del modelo original, unos años después, del gorila King Kong, ni más ni menos) y Ralph Hammeras, con Wallace Beery en el papel del profesor, abrió las posibilidades del imaginario viaje en el tiempo, sin moverse de la butaca. En esta cinta silente, pionera de la técnica del Stop Motion, aparecía el mismo Conan Doyle como presentador. Se dice que el ilustre escritor, creador del racional Sherlock Holmes, pero crédulo en cuanto a la existencia de las hadas, proyectaba a sus amigos un fragmento de la película alegando que era una filmación de dinosaurios reales. Y que su novela narraba aventuras verídicas. El filme tiene, así mismo, la peculiaridad de haber sido el primero en proyectarse en un vuelo comercial, en la ruta Londres-París, de la Imperial Airways el mismo año de su exhibición en cines. Aquellos pasajeros asistieron a un espectáculo de vanguardia.
Willis H. O´Brien (1886-1962), padre del Stop Motion, que alcanzaría la gloria con “King Kong” (Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack, 1933), acaso la más influyente película sobre mundos perdidos, con su historia arquetípica de la Bella y la bestia trasladada a la selva y, posteriormente, a la ciudad, con una subtrama de codicia enmarcada en la Gran depresión económica, sería reconocido con un premio Óscar en 1949, por “El gran gorila” (Mighty Joe Young, Ernest B. Schoedsack), que presentaba una técnica más sofisticada que la usada en “King Kong” (película por la cual había rechazado el premio, aduciendo que cada miembro de su equipo recibiera, igualmente, una estatuilla, y que la Academia no quiso aceptar), cuyo modelo recaería, una vez más, en las manos del artista Marcel Delgado e incluía escenas en las que, el gorila gigante, se enfrentaba con vaqueros, y que serán de suma importancia como veremos más adelante, para otra película. O´Brien, en un principio vaquero, boxeador y caricaturista del San Francisco Daily News, comenzó a construir modelos de animales en arcilla y madera, tendría una exposición de sus creaciones en la Feria Mundial de San Francisco de 1915, y filmaría una serie de cortometrajes (durante los años 1915 a 1918, en los que trabajó para la compañía de Thomas Alva Edison), cuya técnica consistía en ir moviendo los miembros de sus esculturas y filmarlos, fotograma a fotograma, hasta ofrecer la sensación de animación en la pantalla.
“El monstruo de la montaña” (aka. El monstruo de la montaña hueca/La bestia de la montaña; Beast of Hollow Mountain, 1956) contaba la historia de dos rancheros asociados, uno mexicano, Felipe Sánchez (Carlos Rivas) y Jimmy Ryan (Guy Madison), estadounidense, que miran sorprendidos cómo su ganado desaparece diariamente. Su rancho se encuentra situado en las faldas de un volcán apagado y cerca de un pantano. El misterio de la desaparición de las reses podría tener dos posibles soluciones: el robo, por parte de un rival, Enrique Ríos (Eduardo Noriega), o una criatura hambrienta que habita en el interior del volcán. Después del melodramático, y obligatorio, enfrentamiento sentimental, y poco después de una estampida, el enigma se devela. Un depredador de tiempos remotos, un dinosaurio, como causante de la disminución del ganado.
“El monstruo de la montaña” fue el proyecto más insólito en el que participara Ismael Rodríguez (si descontamos “El niño y el muro”, quizá su título más personal, del año 1965, situada a las sombras del Muro de Berlín), afamado por dirigir a legendarias figuras del cine mexicano como Pedro Infante, y que también participara (sin acreditar) en la película de aventuras selváticas “La ciudad sagrada” (The Mighty Jungle, 1964), co-dirigida por Arnold Belgard (unidad africana) y David DaLie (unidad amazónica), cuya trama variaba poco de la consabida expedición a la selva, esta vez en busca de una mítica ciudad “azteca”, por supuesto, que se encuentra perdida en la selva, con sus imaginarios tesoros y los peligros a los que debían enfrentarse los protagonistas. Cuatro años después, la productora de Don Ismael, “Películas Rodríguez”, se involucraría en otro proyecto con figuras internacionales, dos de estas inscritas en el “legendarium” del cine de terror clásico, Basil Rathbone, John Carradine y Cameron Mitchell, “Autopsia a un fantasma” (1968).
Si el “Weird Western” encuadra en un fondo vaquero (estadunidense) elementos “extraños” (Weird), desarrollados en historias de lo sobrenatural (zombis, fantasmas, decapitados, motociclistas infernales), lo terrorífico (vampiros, el monstruo de Frankenstein en el Viejo Oeste) y de ciencia ficción (cowboys contra aliens), bien podríamos catalogar esta película en otro subgénero, emparentado con el primero, el “Weird Rancho”, en el que se sustituyen los paisajes americanos por los mexicanos, en el cual también podríamos incluir la cinta de culto “El vampiro” (Fernando Méndez, 1956), cuyo vampiro húngaro se enseñorea de una hacienda mexicana. Si aceptamos que el primer “Weird Western” en el cine, según la crítica, es el título “El monstruo adolescente” (Jacques Marquette, 1958), película que contaba la metamorfosis en un ser peludo (un hombre lobo o un yeti) ocurrida al hijo de un ranchero, tras exponerse a la caída de un meteorito, se tendría que aceptar que “El vampiro” y “El monstruo de la montaña” (sin proponérselo) son los antecedentes o, mejor dicho, las auténticas pioneras de esta corriente alterna a la americana: el campo mexicano como territorio entregado a la fantasía, pasando por la psicotrónica “La nave de los monstruos” (Rogelio González, 1960), con Piporro, que no evita cantar canciones rancheras, sus curvilíneas mujeres provenientes de Venus, una colección de horrendos especímenes masculinos de diversos planetas y un robot de hojalata, hasta culminar con la chirriante “El extraño hijo del Sheriff” (Fernando Durán, 1982), con su engendro de ojos rojos, poseído por el espíritu de su hermano muerto.
Basándose en las ideas y Storyboards de Willis O’Brien, Robert Hill escribió el guion al que se añadieron diálogos escritos por Jack DeWitt. O´Brien, en un principio, tendría que haberse encargado de los efectos de animación, pero por alguna razón que no se conoce, no tuvo participación en ello, por lo que se encargarían de estos a Jack Rabin y Louis DeWitt (efectos fotográficos), Henry Lyon (maquetas) y Edward Nassour (Stop Motion y sin acreditar), quien también la dirigiría. El equipo mexicano, coordinado por Ismael Rodríguez, rodaría en los Estudios Churubusco, con escenografías a cargo de Francisco Marco Chillet
Edward Nassour tenía ya una carrera muy recorrida, dedicada a los efectos especiales en Stop Motion, cuando se ocupó del proyecto México-Americano de “El monstruo de la montaña”. Habría que mencionar un proyecto fallido de Nassour, en sociedad con Walter Lantz (el padre de “El pájaro loco”), una película que nunca existió, y que se titularía “Lost Atlantis”. Los altos costos de producción les impidieron terminarla, por lo que Nassour, con sus hermanos como socios, construyeron los “Nassour Studios” en el 5746 de Sunset Boulevard en 1946, dedicados al desarrollo de diferentes técnicas de animación, varias de estas patentadas por ellos. De aquellos años data el “Regiscope”, que utilizaría con el dinosaurio mexicano. Cuando los estudios se vendieron, Nassour se entregó a otro proyecto, “Lost Continent”, una película de “Serie B” con un trasfondo muy de los años cincuenta, cuyo argumento narraba el accidente de un cohete atómico y la expedición comisionada para recuperarlo, que es localizado en una meseta perdida, poblada -¡adivinen!- por dinosaurios. La película incluía a Acquanetta, la exótica belleza de la saga de cintas sobre “la mujer mono”, y a César Romero, antes de convertirse en el Guasón de la teleserie de Batman. Se trataba, otra vez, de la misma trama básica de “El mundo perdido”, la novela iniciática de Doyle.
“El monstruo de la montaña” se filmó en Tepoztlán, Cuernavaca, los Estudios Churubusco y los Nassour Studios de Los Ángeles y fue la primera película en combinar animación Stopmotion con pantalla en Cinemascope, anamórfica, y en color.
O´Brien había escrito los rudimentos de una primera historia (“Emilio y Guloso”, un cuento sobre un niño mexicano, su toro y de cómo logran salvar su pueblo del ataque de un dinosaurio, al que el niño llama “Lagarto grande”), misma que originaría dos guiones, primero el de “El monstruo de la montaña” y el guion fallido de “The Valley of the Mists”, película que jamás se filmaría. Aquel guion original de O´Brien, “The Valley of the Mists”, originaría otro más, escrito por William Bast, “El valle de Gwangi”, que vería -¡por fin!- la luz en 1969. Aunque para entonces, lamentablemente, O´Brien ya estaba muerto. En la trama se mezclan gitanos que guardan algún secreto relacionado con un valle escondido, una población ficticia “al sur del Río Grande” (léase un pueblo mexicano, al sur del Río Bravo, filmado en realidad en Cuenca, España), al que llega un circo itinerante, cuya dueña es una vaquera, T. J. Breckenridge (Gila Golan), con su rodeo venido a menos, un vaquero, Tuck Kirby (James Franciscus) cuyo pasado amoroso incluye a T. J., un niño guía mexicano, Lope (Curtis Arden), que parece sacado de una novela picaresca, un viejo paleontólogo, el profesor Bromley (Laurence Naismith), con una disparatada teoría: que los hombres mono (“humanoides”, como los llama en la película), habitaron lado a lado con los dinosaurios. Si reflexionamos sobre este punto, veremos que ha sido el tema de casi todas las películas que mezclan indiscriminadamente hombres prehistóricos con dinosaurios, mismo que aquí se toma como una teoría revolucionaria, argumento que trataba de darle algo de seriedad científica a la película, aún con sus equívocos visos de herejía. Tampoco podía faltar el conflicto. Los gitanos encuentran un Eohippus, el antecesor enano de los actuales caballos, que el paleontólogo desea poseer para estudiar y alcanzar la gloria, el vaquero para exhibirlo en espectáculos de feria y hacerse rico, mientras los supersticiosos gitanos desean devolverlo al “Valle prohibido”, al cual se accede mediante una proverbial grieta en la pared de la montaña, tras la cual se descubre la heterogénea fauna prehistórica (reptiles gigantes mezclados con mamíferos, es decir, un batiburrillo de eras geológicas diferentes con su propia fauna, conviviendo –y suponemos que matándose entre sí-, codo a codo, diente a diente) que lo habita. Y cuando alguien tiene la mala idea de apresar al tiranosaurio (o alosauro o una combinación de ambos, según se vea) para exhibirlo como atracción principal del espectáculo, la aventura está servida. La idea de atrapar al dinosaurio y explotarlo se remonta, obviamente, a la arquetípica “King Kong”. Estamos hablando del primer “Weird Western” en el que aparecen vaqueros a caballo (con todo y reatas para lazar al bicho) y dinosaurios juntos. Tal cual.
Jim O’Connolly, el director de “El valle de Gwangi”, era conocido, sobre todo, por haber producido la serie “The Edgar Wallace Mystery Theatre” (en los años que van de 1959 a 1962) por lo que, para los efectos especiales, se llamó a un especialista cuyo nombre se volvería legendario, Ray Harryhausen, alumno aventajado y protegido de O´Brien de quien ya existían pinturas en vidrio para su inicial proyecto abortado y el modelo de alosauro construido por Marcel Delgado. Harryhausen tomaría escenas completas de películas anteriores, en las que hubo intervenido, para esta misma. Por ejemplo, la de los vaqueros lazando al dinosaurio, ya aparecía en “El gran gorila”, al cual atrapan de la misma manera o la del elefante contra el dinosaurio, tomada de “La bestia de otro planeta” (20 Million Miles From Earth; aka The Beast from Space, Nathan Juran, 1957).
Aun con todos sus defectos (es uno de los peores trabajos de Harryhausen, y su guion no profundiza en el carácter de sus personajes), varias escenas (o ideas) de “El monstruo de la montaña” pasaron a “El mundo perdido: Parque Jurásico” (1997) que recuperaba el título de la novela de Doyle (basada en la novela de Michael Crichton) y que fuera dirigida por Steven Spielberg, constituyendo la segunda parte de la popular franquicia “Parque Jurásico”, como la del dinosaurio destruyendo el techo de una casa y extrayendo entre sus mandíbulas a un hombre, que tiene su paralelo con la escena de la letrina en la película de Spielberg, por lo que puede considerarse que este agradable, como defectuoso, producto, ha servido de inspiración para cintas y novela posteriores, y mucho mejores que aquel original, tan desafortunado, disparatado e imaginativo, de Willis O´Brien, que engendrara una corriente propia, dentro de un subgénero cada vez más valorado (el “Weird Western”), en el que participaría nuestro querido Ismael Rodríguez en una de sus intervenciones más extravagantes. Avatares del cine, no hay duda.
Una última anotación, que nos obliga a reflexionar en la impronta que dejara O´Brien en el cine: en el año 2010, una colección de 13 guiones de su autoría, así como material perteneciente a su arte conceptual, utilizado para “El valle de Gwangi”, se vendió como “una parte increíble de la historia del Stop Motion” por 25, 000 dólares en una subasta en línea.