Por Pedro Paunero
Una locura revolucionaria -nunca mejor dicho-, absoluta, y casi absolutista (por aquello de ser impositiva), sostiene los 580 minutos de la espectacular, y monumental, “Napoleón” (1927), de Abel Gance, director auténticamente visionario -aún en estos tiempos que corren, en los cuales es tan fácil utilizar esa palabra, para adjudicársela a directores que, en comparación, resultan empequeñecidos-, cuyas técnicas resultarían impostoras de no entender, de antemano, que el cine se rinde, la más de las veces, al espectáculo.
Gance crea la polivisión -que tendría influencia sobe el futuro cinerama y otras técnicas efectistas-, al dividir la pantalla en tres, valiéndose de igual número de proyectores simultáneos, que mostraban tres acciones a la vez. Una técnica tan cara que, primero, llamó la atención de los magnates de Hollywood y, después, los escandalizó al encontrarla onerosamente cara, al grado que la Metro Goldwyn-Mayer le compraría la técnica a Gance, sólo para prescindir de esta, de una buena vez, y evitar su competencia.
Los mejores directores enloquecen cuando se trata de contar la vida de Napoleón. El pretexto, el de siempre, es que “el pequeño corso” -mote dado por sus enemigos, por cierto-, exige películas a la medida de sus conquistas.
Así es como Gance, víctima de su propio delirio, mandó atar la cámara a los caballos, la hizo balancear sobre los actores que cantan la Marsellesa, la montó sobre la cuchilla de la guillotina, echó mano de la profundidad de campo, de la cámara en mano, de la subjetiva, de dramáticos primeros planos y sobre exposiciones, con el uso del coloreado a mano para resaltar tanto metáforas, cambios de luz, y producir el efecto de la bandera de Francia impuesta sobre la acción mostrada en pantalla, pasando por el insulso episodio de sus amoríos con Josefina, hasta culminar con las impresionantes secuencias de las Campañas de Italia.
Gance sólo pudo rodar una, de seis cintas, que pretendía dirigir sobre Napoleón, y vio cómo su sueño se derrumbaba cuando los cines, inadecuados para la exigente tecnología de la película, recortaban el metraje, o no comprendían el montaje.
En última instancia, este trabajo de Gance -como mucho del cine de Eisenstein, que filmaba en el régimen soviético, y las películas de Leni Riefenstahl, dirigidas bajo el nazismo-, obedece a un mandato más grande, la propaganda nacionalista que, no obstante, es trascendida por la obra.
Stanley Kubrick llamó, entusiasta, “una obra maestra de invención cinematográfica”, a la película de Gance, antes de caer, él mismo, bajo la locura. Kubrick investigó, leyó, entrevistó a especialistas, o se rodeó de historiadores, que le aportaran los mayores datos sobre Napoleón Bonaparte. Incluso, según testimonio de Malcolm McDowell, llegó a comportarse como él, imitando sus modales y gustos, en la mesa.
Lector de Arthur Schnitzler -ese amigo y divulgador literario de las teorías de Freud, cuya novela, “Relato soñado”, adaptaría en la que fuera su última película, “Ojos bien cerrados” (Eyes Wide Shut, 1999)-, opinaba que la vida de Napoleón era digna de Schnitzler aludiendo, con ello, a que su proyecto -en comparación con las dedicadas por Gance, que resultan ser las menos interesantes- tendría, en la vida íntima del corso, una parte importante de su película.
Si revisamos los borradores del guion no podemos ignorar, como un hecho revelador, que Kubrick deseaba impregnar de una vitalidad dionisíaca, ceremonial, religiosa, las escenas de sexo entre Napoleón y Josefina -que incluía una secuencia con espejos-, e incluso las que mantenía con otras personas, tan orgiásticas como las de “Ojos bien cerrados”, en actos ritualísticos elaborados, preparados con finura renacentista, un detallismo que le serviría para la posterior “Barry Lindon” (1975), esa pieza de cine de arte, y también cine de época, que resulta en una filigrana tan bella como artificial.
“Ballets letales”, llamó Kubrick a las batallas de Napoleón. Emulando a Gance, es decir, al cine mudo, pretendía contratar a cuarenta mil extras y utilizar cinco mil caballos para las escenas de guerra. Pero ningún estado europeo tuvo tiempo de prestarle su ejército para la película, porque los productores (la MGM), como en su tiempo pasara con Gance, desistieron de financiar la cinta, debido al colosal fracaso de taquilla de “Waterloo” (Sergéi Bondarchuk, 1970), que por entonces se proyectaba en salas.
Kubrick volteó hacia otro lado, al dirigir una película más acorde a la era de rebeldía juvenil que lo rodeaba, “La naranja mecánica” (A Clocworck Orange, 1971), cuya adaptación dejaría satisfecho a Anthony Burgess, autor de la novela, que haría gran amistad con el director. Entonces, Kubrick, obsesionado con la película aún no filmada, decidió pedir los consejos del escritor, que recomendó rehacer el guion y situar a un Napoleón, moribundo, al principio de la película, y no comenzar con su infancia -como hiciera Abel Gance-, idea que Kubrick rechazó. Burgess, en un alarde artístico, inspirado, pretendía que la cinta tuviera una estructura similar a la partitura de “La heroica”, la sinfonía que Beethoven compusiera, precisamente, para celebrar a Napoleón, cuyo segundo movimiento, en efecto, es una marcha fúnebre.
Fruto de esta difícil colaboración, es el libro más experimental -algunos lo catalogan de “libro chiflado”- de un escritor genial que era, así mismo, un estudioso de la composición musical. “Sinfonía napoleónica” (publicado en 1974), cuyo elocuente subtitulo, “Una novela en cuatro movimientos”, aclara su fuente primaria, esa Tercera sinfonía de Beethoven que, el músico alemán, desestimaría finalmente, como obra dedicada a su admirado general, una vez que este se auto proclamara -víctima del delirio de grandeza-, emperador.
La muerte le llegó a Kubrick el mismo año que se estrenaría “Ojos bien cerrados”, sin haber completado su montaje final y, por supuesto, sin ver jamás su “Napoleón” en pantalla.
Steven Spielberg, heredero de varios proyectos de Kubrick, entre estos la fallida “A. I. Inteligencia Artificial” (I. A. Artificial Inteligence, 2001), culminará el año 2023, después de una década de preparativos, su propio “Napoleón”, basado en el guion de Kubrick, bajo el formato de serie televisiva para HBO. Un formato herético, que Kubrick ya contemplara en su momento, ante los demasiados escollos que se le presentaron para filmar la biopic y que, por fortuna, tampoco realizó, pero que su heredero no ha dudado en retomar.
“Napoleón”, la película de Ridley Scott a estrenarse en noviembre de este 2023, promete lo mismo. Se trata de una producción acorde al ego de Scott, que sólo puede medirlo con la métrica de los directores que lo precedieron e, igualmente, con la desmesura de la vida del Bonaparte histórico. Scott sobrepone las conquistas de Napoleón (interpretado por el conocido Joaquin Phoenix) sobre la pasión de una Josefina acuciante, fatal, desbordada (Vanessa Kirby), que ya tuvo un apasionado tratamiento en la serie televisiva “Napoleón y Josefina. Una historia de amor” (1987, Richard T. Heffron), con Armand Assante y Jaqueline Bisset, en los roles principales.
El origen de el Napoleón de Scott, aunque independiente del proyecto de Kubrick, sí se relaciona con este, cuando en sus orígenes Jan Harlan, productor y cuñado de Kubrick, apelara a él para dirigir una película que ya parecía maldita.
La película de Scott es importante por otro hito, que promete ser tan renovador como la polivisión de Gance. Después de ser estrenada limitadamente en cines, la película pasará al servicio de streaming, por Apple TV +, cuyos avances han podido ser vistos en una keynote especial de presentación de software, con ayuda de las gafas Apple Vision Pro, un dispositivo de realidad mixta de uso personal y casero, que será puesto a la venta el próximo año.
A pesar de su malditismo inherente, ese “Napoleón” jamás filmado, sería el rasero con el cual Kubrick mediría el resto de su filmografía. La película inexistente que, de alguna manera, impulsaría sus demás trabajos.
Uno de los clichés más socorridos, a la hora de hacer una simplista broma sobre los manicomios, es la del loco que se cree Napoleón, pero hay que ver cómo prescinde, inteligentemente, de este, Samuel Fuller en “Corredor sin retorno” (Shock Corridor, 1963), el inquietante, y salvaje, antecedente directo de “Atrapado sin salida” (One Flew Over the Cuckoo’s Nest, 1975), el clásico contemporáneo dirigido por Milos Forman.
Sin duda, todos los grandes directores, o aquellos que aspiran a serlo, enloquecen cuando ruedan una biopic sobre Napoleón, como reclamando una migaja del Imperio napoleónico, ignorando una advertencia que nos viene del pasado -que el mismo Napoleón olvidó-, y que Cicerón escribiera en “El sueño de Escipión”:
“Las esferas de las estrellas fácilmente aventajaban en magnitud a la Tierra. Y esta misma me pareció tan pequeña que sentí pesar por nuestro imperio, con el cual ocupamos apenas un punto de ella”.