Tres visiones de 'Aura', de Carlos Fuentes

Por Pedro Paunero Alfonso Reyes, el polígrafo mexicano nominado al Premio Nóbel de Literatura y pionero de la crónica cinematográfica, escribió en 1912 uno de los mejores cuentos mexicanos, “La cena”, que inspiraría una más desarrollada y magistral historia de fantasmas y reencarnaciones en “Aura”, la “nouvelle” escrita por Carlos Fuentes (1) en 1962. En 1982 el autor norteamericano Peter Straub, célebre por obras como “Fantasmas” (1979) y “Las casas sin puertas” (1990) y ocasional colaborador de Stephen King escribió “La esposa del General” (The General´s Wife) narración larga dedicada a Carlos Fuentes que no es sino la versión que ofrece el norteamericano de la narración de Fuentes. “La cena”, escrita en primera persona y con técnica cinematográfica, cuenta cómo Alfonso (el mismo autor como protagonista) ha recibido una misteriosa invitación a cenar. Su cita tiene mucho de viaje onírico, de paseo por “otro mundo”, que está aquí mismo, sin embargo:

Tuve que correr a través de calles desconocidas. El término de mi marcha parecía correr delante de mis pasos, y la hora de la cita palpitaba ya en los relojes públicos. Las calles estaban solas. Serpientes de focos eléctricos bailaban delante de mis ojos. A cada instante surgían glorietas circulares, sembrados arriates, cuya verdura, a la luz artificial de la noche, cobraba una elegancia irreal. (…) Por la mañana el correo me había llevado una esquela breve y sugestiva. En el ángulo del papel se leían, manuscritas, las señas de una casa. La fecha era del día anterior. La carta decía solamente: “Doña Magdalena y su hija Amelia esperan a usted a cenar mañana, a las nueve de la noche. ¡Ah, si no faltara!...”  

En “Aura” se narra la historia de Felipe Montero historiador becario de la Sorbona que lee un anuncio de periódico cuando –se entiende-, se encuentra más necesitado de trabajo:

Lees ese anuncio: Una oferta de esa naturaleza no se hace todos los días. Lees y relees el aviso. Parece dirigido a ti, a nadie más. Distraído, dejas que la ceniza del cigarro caiga dentro de la taza de té que has estado bebiendo en este cafetín sucio y barato. Tú releerás. Se solicita historiador joven. Ordenado. Escrupuloso. Conocedor de la lengua francesa. Conocimiento perfecto, coloquial. Capaz de desempeñar labores de secretario. Juventud, conocimiento del francés, preferible si ha vivido en Francia algún tiempo. Tres mil pesos mensuales, comida y recamara cómoda, asoleada, apropiada, estudio. Solo falta tu nombre. Solo falta que las letras más negras y llamativas del aviso informen: Felipe Montero. Se solicita Felipe Montero, antiguo becario en la Sorbona, historiador cargado  de datos inútiles, acostumbrado a exhumar papeles amarillentos, profesor auxiliar en escuelas particulares, novecientos pesos mensuales. Pero si leyeras eso, sospecharías, lo tomarías a broma. Donceles 815. Acuda en persona. No hay teléfono.

“La esposa del General” se desarrolla en Londres y está escrita en tercera persona; Andy Rivers es la esposa de Phil, a quien la empresa para quien trabaja acaba de enviar a esa ciudad:

Andy Rivers tardó un par de meses en comprender que su esposo odiaba Londres. (…) Andy también comprendió que Phil se sentía celoso de Londres, fueran cuales fuesen sus otros sentimientos, del mismo modo que había terminado por comprender que su matrimonio sólo era un cáscara con un poco de polvo en su interior, únicamente el suficiente para marcar la felicidad compartida de otros tiempos. Porque ella se había sentido cada vez más seducida por la ciudad. Desde su casa de Belgravia —perteneciente a la empresa, pero de ellos durante  un año—, podía caminar hasta Mayfair, hasta Kensington, e incluso hasta el West End. Descubrió la National Gallery, el Tate, el South Bank, la Courtauld Gallery. El hecho de que la ciudad fuera tan diferente a Chicago y Nueva York la excitaba. Estaba encantada por el hecho de ser extranjera allí, del mismo modo que Phil se sentía ofendido por ello.

Este párrafo de Straub tiene un paralelismo con el que podemos leer en “Aura”:

Te sorprenderá imaginar que alguien vive en la calle de Donceles. Siempre has creído que en el viejo centro de la ciudad no vive nadie. Caminas con lentitud, tratando de distinguir el número 815 en este conglomerado de viejos palacios coloniales convertidos en talleres de reparación, relojerías, tiendas de zapatos y expendios de aguas frescas. Las nomenclaturas han sido revisadas, superpuestas, confundidas. El 13 junto al 200, el antiguo azulejo numerado «47» encima de la nueva advertencia pintada con tiza: ahora 924. Levantarás la mirada a los segundos pisos: allí nada cambia. Las sinfonolas no perturban, las luces de mercurio no iluminan, las baratijas expuestas no adornan ese segundo rostro de los edificios. Unidad del tezontle, los nichos con sus santos truncos coronados de palomas, la piedra labrada de barroco mexicano, los balcones de celosía, las troneras y los canales de lámina, las gárgolas de arenisca. Las ventanas ensombrecidas por largas cortinas verdosas: esa ventana de la cual se retira alguien en cuanto tú la miras, miras la portada de vides caprichosas, bajas la mirada al zaguán despintado y descubres 815, antes 69.

Para estos personajes los límites con el sueño, con el “otro mundo”, están a la vuelta de la esquina, pero a diferencia del solitario (y romántico) Felipe Montero del cuento mexicano, el matrimonio Rivers del texto norteamericano hace agua (como en cualquier sociedad hipermoderna que se precie de serlo), como se leyó en un párrafo más arriba. Un día Andy expresa:

-Quiero un trabajo –le dijo ella un día a finales de mayo-. Voy a ver si puedo conseguir uno.

En un restaurante lee en una revista:

“Se busca: mujer, preferiblemente norteamericana, con cierta experiencia de vida en el Reino Unido, para ayudar en la preparación de unas memorias militares. Debe poseer conocimientos de lectura en francés. Salario negociable”. Se añadía una dirección situada en los jardines de Kensington Park.

Acude a la dirección y se encuentra con su empleador, un anciano general británico de la Segunda Guerra Mundial:

Al bajar del taxi, Andy comprobó la dirección y se aseguró de que el alto edificio de ladrillo ante el que se encontraba correspondía a la dirección impresa en el anuncio. El edificio poseía una fachada extrañamente insulsa, sin ningún carácter. Dos de las ventanas del segundo piso estaban rotas, aunque detrás de todas las ventanas, incluidas éstas, había cortinas limpias, que colgaban como telarañas. (…) La casa olía a cerrado. (…) En la pared de la derecha, inmediatamente al lado de una puerta alta de color marrón, había una polvorienta imagen de Jesús. (…) -Su nombre –dijo el viejo. Tenía el pelo enmarañado, la piel casi tan grisácea y deslucida como las sábanas. Parecía agotado por el esfuerzo de haberle gritado desde la ventana. Hacía tanto calor que la atmósfera del pequeño dormitorio era el infierno. -Rivers. Andrea Rivers. -Soy el general Anthony August Leck ¿Significa eso algo para usted? La miró desafiante desde su rostro hundido. -Sí –contestó Andy-. Claro que le conozco. (…) El general había supervisado el esfuerzo inglés en Europa mientras Montgomery estaba en África; ¿o había estado él en África mientras Montgomery estaba en Europa? (…) –Empiece esta misma mañana con los papeles –dijo, apenas sin respiración-. Tendrá que leerlos todos primero…, ése es su primer trabajo, muchacha. Leerlos. Leerlos todos. Después tendrá que volverlos a escribir y traducir al inglés los trozos que están en francés…

En “Aura” se describe así el encuentro entre Felipe Montero y la viuda del General Llorente, Consuelo:    

Te apartarás para que la luz combinada de la plata, la cera y el vidrio dibuje esa cofia de seda que debe recoger un pelo muy blanco y enmarcar un rostro casi infantil de tan viejo. (…) —Se trata de los papeles de mi marido, el general Llorente. Deben ser ordenados antes de que muera. Deben ser publicados. Lo he decidido hace poco. —Y el propio general, ¿no se encuentra capacitado para...? —Murió hace sesenta años, señor. Son sus memorias inconclusas. Deben ser completadas. Antes de que yo muera.

Andy conoce a Tony, el nieto del general, con quien mantiene amoríos en secreto del abuelo para olvidar la esterilidad de su propio matrimonio. El contraste entre los pasajes de ambas narraciones es marcado. Con Peter Straub tenemos una prosa directa, a veces cruda, podría decirse “oral”, como cuando relata los recuerdos sexuales que tiene Andy de Tony mientras se acuesta con su esposo, Phil, y se mantiene así a lo largo de todo el cuento. La prosa de Fuentes está escrita decididamente de manera literaria, cargada de simbolismos (los colores de los vestidos de las mujeres, por ejemplo) en una segunda persona que involucra al lector. El encuentro entre Felipe y Aura está impregnado de misterio: asistimos a la irrupción de una realidad que tiene mucho de cualidad especular.  

La señora se moverá por la primera vez desde que tú entraste a su recamara; al extender otra vez su mano tú sientes esa respiración agitada a tu lado y entre la mujer y tú se extiende otra mano que toca los dedos de la anciana. Miras a un lado y la muchacha está allí, esa muchacha que no alcanzas a ver de cuerpo entero porque esta tan cerca de ti y su aparición fue imprevista, sin ningún ruido —ni siquiera los ruidos que no se escuchan pero que son reales porque se recuerdan inmediatamente, porque a pesar de todo son más fuertes que el silencio que los acompañó—. —Le dije que regresaría... —¿Quién? —Aura. Mi compañera. Mi sobrina. —Buenas tardes. La joven inclinará la cabeza y la anciana, al mismo tiempo que ella, remedará el gesto. —Es el señor Montero. Va a vivir con nosotras. Te moverás unos pasos para que la luz de las veladoras no te ciegue. La muchacha mantiene los ojos cerrados, las manos cruzadas sobre un muslo: no te mira. Abre los ojos poco a poco, como si temiera los fulgores de la recamara. Al fin, podrás ver esos ojos de mar que fluyen, se hacen espuma, vuelven a la calma verde, vuelven a inflamarse como una ola: tú los ves y te repites que no es cierto, que son unos hermosos ojos verdes idénticos a todos los hermosos ojos verdes que has conocido o podrás conocer. Sin embargo, no te engañas: esos ojos fluyen, se transforman, como si te ofrecieran un paisaje que solo tú puedes adivinar y desear. —Sí. Voy a vivir con ustedes.

En el cuento de Straub, Tony explica a Andy la presencia de varios gatos en casa de su abuelo debido a la población de ratas en Notting Hill, en la “Aura” de Fuentes se alude varias veces a gatos que parecen estar pero no están:

—Ah, sí ... Es que yo estoy tan acostumbrada a las tinieblas. A mi derecha . . . Camine y tropezará con el arcón… Es que nos amurallaron, señor Montero. Han construido alrededor de nosotras, nos han quitado la luz. Han querido obligarme a vender. Muertas, antes. Esta casa está llena de recuerdos para nosotras. Solo muerta me sacaran de aquí… Eso es. Gracias. Puede usted empezar a leer esta parte. Ya le iré entregando las demás. Buenas noches, señor Montero. Gracias. Mire: su candelabro se ha apagado. Enciéndalo afuera, por favor. No, no, quédese con la llave. Acéptela. Confío en usted. —Señora . . . Hay un nido de ratones en aquel rincón . . . —¿Ratones? Es que yo nunca voy hasta allá… —Debería usted traer a los gatos aquí. —¿Gatos? ¿Cuáles gatos? Buenas noches. Voy a dormir. Estoy fatigada. —Buenas noches.

Entre los papeles del General Leck, Andy Rivers descubre varias páginas de pasión erótica entre el resto de material trivial y una frase para recordar:

El general Leck era el hombre atrapado por la pasión en el buque transoceánico; su esposa era la encantadora muchacha criada en el París de la posguerra. Al final de aquella página, Andy leyó la siguiente frase en el francés del general: “En sus brazos, yo era siempre joven, y lo sería para siempre”.

En su habitación Felipe Montero medita sobre el nulo valor histórico de las memorias del general Llorente:

Te desnudas pensando en el capricho deformado de la anciana, en el falso valor que atribuye a estas memorias. Te acuestas sonriendo, pensando en tus cuatro mil pesos. (…) Sabes, al cerrar de nuevo  el folio, que por eso vive Aura en esta casa: para perpetuar la ilusión de juventud  y belleza de la pobre anciana enloquecida. Aura, encerrada como un espejo, como un icono más de ese muro religioso, cuajado de milagros, corazones preservados, demonios y santos imaginados.

En “La cena” de Reyes encontramos esos hermosos y enigmáticos párrafos que remiten a una botánica oculta, alquímica:

Al fin se entabló, entre Amalia y doña Magdalena, un verdadero coloquio de suspiros. (…) -Vamos al jardín. (…) En la oscuridad de la noche pude adivinar un jardincillo breve y artificial como el de un camposanto. (…) Sus explicaciones botánicas, hoy que las recuerdo, me parecen monstruosas como un delirio: creo haberles oído hablar de flores que muerden y de flores que besan; de tallos que se arrancan a su raíz y os trepan, como serpientes, hasta el cuello.

Más adelante leemos en “Aura” un párrafo que se distancia a la vez que se acerca a la escena del jardín en “La cena”:

—Está bien, señora. ¿Podría visitar el jardín? —¿Cuál jardín, señor Montero? —El que está detrás de mi cuarto. —En esta casa no hay jardín. Perdimos el jardín cuando construyeron alrededor de la casa.      —Pensé que podría trabajar mejor al aire libre. —En esta casa solo hay ese patio oscuro por donde entro usted. Allí mi sobrina cultiva algunas plantas de sombra. Pero eso es todo. (…) Tocas las paredes húmedas, lamosas (…) las hierbas olvidadas que crecen olorosas, adormiladas: las hojas anchas, largas, hendidas, vellosas del beleño: el tallo sarmentado de flores amarillas por fuera, rojas por dentro; las hojas acorazonadas y agudas de la dulcamara; la pelusa cenicienta del gordolobo, sus flores espigadas; el arbusto ramoso del evónimo y las flores blanquecinas; la belladona. Cobran vida a la luz de tu fósforo, se mecen con sus sombras mientras tu recreas los usos de este herbario que dilata las pupilas, adormece el dolor, alivia los partos, consuela, fatiga la voluntad, consuela con una calma voluptuosa.

Luego el amor se torna físico, sexual, y aparece –otra vez-, el quiebre de la realidad. Así en “Aura”:

Alargas tus propias manos para encontrar el otro cuerpo, desnudo, que entonces agitará levemente el llavín que tú reconoces, y con él a la mujer que se recuesta encima de ti, te besa, te recorre el cuerpo entero con besos. No puedes verla en la oscuridad de la noche sin estrellas, pero hueles en su pelo el perfume de las plantas del patio, sientes en sus brazos la piel más suave y ansiosa, tocas en sus senos la flor entrelazada de las venas sensibles, vuelves a besarla y no le pides palabras. Al separarte, agotado, de su abrazo, escuchas su primer murmullo: "Eres mi esposo". Tú asientes: ella te dirá que amanece; se despedirá diciendo que te espera esa noche en su recámara. Tú vuelves a asentir, antes de caer dormido, aliviado, ligero, vaciado de placer, reteniendo en las yemas de los dedos el cuerpo de Aura, su temblor, su entrega: la niña Aura.

Y en “La esposa del General”:

Entonces apareció de nuevo aquella otra imagen mental que le había acosado antes, y cuando su boca cubrió la de él, como si tratara de infundirle vida, se encontró impedida por un espeso borbotón de sangre. Sintió las manos y brazos húmedos, y los huesos rotos del pecho de Tony se le clavaron dolorosamente en su propio pecho… “Perdido…” Su pene se dobló contra el muslo de ella, pequeño y frío; sus brazos la rodeaban inerte, y la sangre había dejado de surgir de su cuerpo… (…) Los brazos que le rodeaban eran débiles, y el delgado cuerpo que la cubría temblaba. El olor de la vejez, no el de la sangre, la rodeó. En el interior de ella murió un debilitado orgasmo. (…) Andy apartó el tembloroso cuerpo del suyo y se encontró mirando el rostro del General. 

Llegamos con esto a la triple revelación sobre la verdadera identidad. Tenemos primero en “La cena”:

Y entonces me arrastraron a la sala, llevándome por los brazos como un inválido. A mis pies se habían enredado las guías vegetales del jardín; había hojas sobre mi cabeza. -Helo aquí –me dijeron mostrándome un retrato. Era un militar. Llevaba casco guerrero, una capa blanca, y los galones plateados en las mangas y en las presillas como tres toques de clarín. Sus hermosos ojos, bajo las alas perfectas de las cejas, tenían un imperio singular. Miré a las señoras: las dos sonreían como en el desahogo de la misión cumplida. Contemplé de nuevo el retrato; me vi yo mismo en el espejo; verifiqué la semejanza: yo era como una caricatura de aquel retrato. (…) Y corrí, a través de calles desconocidas. Bailaban los focos delante de mis ojos. Los relojes de los torreones me espiaban, congestionados de luz… ¡Oh, cielos! Cuando alcancé, jadeante, la tabla familiar de mi puerta, nueve sonoras campanadas estremecían la noche. Sobre mi cabeza había hojas; en mi ojal, una florecilla modesta que yo no corté.

En “Aura”:

Y detrás de la última hoja, los retratos. El retrato de ese caballero anciano, vestido de militar: la vieja fotografía con las letras en una esquina: Moulin Photographe, 35 Boulevard Haussmann y la fecha 1894. Y la fotografía de Aura: de Aura con sus ojos verdes, su pelo negro recogido en bucles, reclinada sobre esa columna dórica, con el paisaje pintado al fondo: el paisaje de Lorelei en el Rin, el traje abotonado hasta el cuello, el pañuelo en una mano, el polisón: Aura y la fecha 1876, escrita con tinta blanca y detrás, sobre el cartón doblado del daguerrotipo, esa letra de araña:” Fait pour notre dixiéme anniversaire de mariage “ y la firma, con la misma letra, Consuelo Llorente. Verás, en la tercera foto, a Aura en compañía del viejo, ahora vestido de paisano, sentados ambos en una banca, en un jardín.  La foto se ha borrado un poco: Aura no se verá tan joven como en la primera fotografía, pero es ella, es él, es . . . eres tú. Pegas esas fotografías a tus ojos, las levantas hacia el tragaluz: tapas con una mano la barba blanca del general Llorente, lo imaginas con el pelo negro y siempre te encuentras, borrado, perdido, olvidado, pero tú, tú, tú.

Y en “La esposa del General”:

Sus dedos lograron coger una pequeña fotografía cuadrada antes de que se cayera por el borde de la mesa. En ella se veía a un joven parecido a Tony, y a una mujer joven que era ella misma. La mujer de la fotografía que era Laurence Leck poco después de su matrimonio, tenía el mismo rostro que Andy.

Es curiosa la inversión que crea Peter Straub sobre los personajes de Carlos Fuentes. En la dualidad Consuelo-Aura encontramos los aspectos más visibles de la diosa: Deméter (diosa madre) y Perséfone (diosa doncella). El simbolismo de Fuentes es deliberado: el vestido verde de Aura tiene paralelismo con las plantas del jardín, a la vez emblema de fertilidad y fatalidad (son especies usadas por las brujas) y en algún momento se citan sacrificios de machos cabríos en los que la sangre envuelve como vapor; Aura sacrifica la cabra mientras su tía repite con las manos en el aire, con ademanes estáticos, los movimientos del cuchillo que hace su sobrina. Felipe Montero se revela, pues, como un nuevo Dionisio: tercero en los “Misterios de Eleusis” en Grecia, es el dios que resucita (reencarna). Dionisio, un rostro más refinado de otro dios, Pan, el alegre y pastoril dios cornudo con patas de cabra y falo en erección a quien los cristianos transformaron en la viva imagen del Satanás de las brujas del aquelarre. Los personajes masculinos de Peter Straub, al contrario, se vinculan más con el vampiro y los poderes de seducción masculinos. Y en el cuento original de Alfonso Reyes serán los fantasmas de las mujeres los que obren el prodigio: a través de flores vampíricas, que embrujan.   

La película.

Sería en 1966 cuando el italiano Damiano Damiani adaptaría la nouvelle de Fuentes para el guión de su autoría y su largometraje, “La Strega in Amore” (aka “La bruja en amor” [sic] ó “Las diabólicas del amor”). La película no obtuvo una favorable respuesta entre el público mexicano y Luis Buñuel expresó que él hubiera realizado un mejor trabajo con el texto al punto que Carlos Fuentes terminó repudiando la versión de Damiani. La película está situada en Roma y el argumento se decanta por un corriente complot erótico –el género que hoy denominaríamos “thriller erótico”-, en la cual la misma solicitud que se hace en el periódico y que se ha venido dando desde la obra de Fuentes y Straub, por parte de una viuda, indica la naturaleza del film: la traducción de unos libros antiguos del género erótico en la versión para el cine. Es decir, se suprimen las memorias militares de los cuentos y se inicia una recta incursión en los enigmas del sexo. Sergio Logan, un bibliotecario (Richard Johnson en el personaje que corresponde al Felipe Montero de “Aura”), se ve envuelto en una intriga amorosa entre la viuda Consuelo (Sarah Ferrati) y su hija Aura (Rosanna Schiaffino) para que asesine a Fabrizio (Gian Maria Volonté), esposo de Aura. El embrujo obrará efecto en Sergio, por parte de Consuelo, para caer en brazos de Aura y de esta manera poder alcanzar el ofrecimiento de una víctima propiciatoria en la persona de Fabrizio, como expresa Consuelo en determinado momento:

-Yo amo al diablo.

La cinta se abre con Sergio mirando por la ventana a una anciana que parece vigilarlo. Pronto nos damos cuenta que en realidad así es. Coge el periódico y encuentra el anuncio. En cuanto arriba a la mansión y descubre que la mujer del anuncio es la misma que ha ejercido un interés inquietante sobre su persona la película se desarrolla casi en su totalidad de “puertas para adentro”. La atmósfera por la cual se decide Damiani es la del gótico: extraños rituales (gatos ahorcados), el cadáver momificado del esposo de la anciana viuda (cual moderna “Barba Azul”), el sospechoso comportamiento de los personajes o los rumores sobre los misterios de la casa por parte de los vecinos.     El filme contiene varios aciertos –desde el estricto punto de vista cinematográfico-, que van desde el uso de luces y sombras, los primeros planos a la anatomía de la seductora Rosanna Schiaffino (denominada “la nueva diosa italiana del sexo” en la década de los años 60´s del Siglo XX) que recuerda las mejores interpretaciones de la hermosa Barbara Steel, la actriz fetiche del cine de horror italiano (en las realizaciones de Mario Bava) y las elegantes locaciones en que se rodó. Su director, Damiano Damiani (fallecido en marzo de 2013), cuyas cintas como “La isla de Arturo” (L´ isola di Arturo, 1962), la extraña historia de un joven que habita una isla para él solo, habían logrado un aura de respetabilidad intelectual y otras en la línea de la ideología de izquierdas con títulos como “Yo soy la revolución” (El Chucho: Quien sabe?, 1966), situada durante el periodo de la Revolución Mexicana, había ya explorado un cierto erotismo con su ópera prima “El lápiz de labios” (Il rosetto, 1960), que a la vez anunciaba sus películas policiacas posteriores como “Confesiones de un comisario” (Confessione di un commissario di polizia al procuratore della repubblica, 1971).         Vemos cómo se nos presenta una línea argumental que comienza con la fantasmal Amalia de “La cena”; la hechicera Aura de la nouvelle del mismo título; Andy, la amada y víctima –encontrada y una vez más perdida-, del vampiro de “La esposa del General” y la vulgar “femme fatale” de “La Strega in Amore” cuya madre, Consuelo, será la verdadera bruja enamorada, experta en herbolaria y satanista para finalizar –hasta ahora-, con una incursión decadente de parte del cine sobre un tema arquetípico que es la mujer como iniciadora. La mujer abre las puertas de la noche. Es conductora. Es lo que nos ha venido diciendo Aura a través de sus varias encarnaciones (fantasma, bruja, amante de vampiros, mujer fatal). Ella es capaz de abrir los ojos al varón dormido (o en franco deterioro en su viaje a través del tiempo en el caso de la Andy de Straub), de mostrarle su identidad, de deificarle. Pero no se trata de cualquier mujer: para iniciar hay que ser un iniciado, sólo entonces se cumplen las palabras del epígrafe de Jules Michelet (2) con que Fuentes abre su proverbial narración:

“El hombre caza y lucha. La mujer intriga y sueña; es la madre de la fantasía, de los dioses.  Posee la segunda visión, las alas que le permiten volar hacia el infinito del deseo y de la imaginación... Los dioses son como los hombres: nacen y mueren sobre el pecho de una mujer...”

Sin embargo hay que leer las palabras anteriores a esta cita que nos da el mismo Michelet al inicio de su obra para entender la naturaleza de la eterna Amelia-Aura-Andy que, sabemos, no demorará en volver a cambiar de rostro:

“Las brujas lo son por naturaleza”. “Es un don peculiar de la mujer y su temperamento. Por nacimiento de un hada, por la periodicidad de su éxtasis, se convierte en sibila. Por amor, se convierte en hechicera. Por sutileza, a menudo para obtener un beneficio, se convierte en una bruja”.

Y esta es la clave.    

Notas:

(1)    Alfonso Reyes y Martín Luis Guzmán usaron el seudónimo conjunto de “Fósforo” para sus prototípicas crónicas del cine mudo, posteriormente, en un claro homenaje, Carlos Fuentes usaría el seudónimo “Fósforo Dos” para el mismo quehacer. (2)    Jules Michelet, La bruja en la Edad Media. Carlos Fuentes, Aura. Versión en PDF online