Por Hugo Lara Chávez

Todavía a
principios de 1993 existía en los Estudios Churubusco (cuando éstos aún
ocupaban completamente el enorme lote de Churubusco y Tlalpan) una bodega donde
se almacenaban numerosos carteles y material gráfico publicitario de una gran
parte de las películas sonoras del cine mexicano. Este acervo pertenecía al
Instituto Mexicano de Cinematografía y servía como material para investigación
y para algunos proyectos de difusión que se planeaban desde su Dirección de
Promoción Cultural Cinematográfica.

 

Como podrá
imaginarse el lugar no era un ejemplo de orden y organización. El olor a polvo
lo envolvía a uno en cuanto ponía un pie dentro de ese almacén. Entonces la
advertencia ya estaba hecha y lo siguiente tenía mucho qué ver con cierto tipo
de experiencias arqueológicas. Revueltos por el piso, o apilados en cajas según
una extraña clasificación que nadie entendía, salvo, claro está, los
acomodadores de toda esa maraña, muchos de los carteles ya estaban en mal
estado, semidestruidos por el tiempo y el olvido, aunque de vez en vez uno
podía llevarse una buena sorpresa hurgando por ahí, al desdoblar alguno de
ellos y encontrar, después de mil intentos desalentadores, un buen cartel de Bugambilia o de El río y la muerte o de otra película más o menos célebre.

 

Entre todo ese
mundo de carteles por el que fisgoneé fue el de Allá en el Rancho Grande uno de mis hallazgos más importantes. Era
un precioso ejemplar, en perfecto estado y asombrosamente conservado si se
toman en cuenta los años que habían pasado desde el estreno de esta cinta. Sin
embargo, mi entusiasmo por este descubrimiento fue rápidamente socavado cuando
un amigo me mostró, con cierta sorna, cientos de carteles como ése. Resulta que
eran parte de una segunda impresión que se había realizado con motivo del
cincuentenario de su rodaje. 

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Después de
este desengaño, mi interés se centró de modo ocioso en explicarme
las razones por las que una película mexicana había merecido que sus carteles
se reimprimieran cincuenta años después de su estreno. El mismo afiche ofrece
información. A simple vista es un cartel muy sencillo. Con grandes letras, el
título de la película y los créditos que habitualmente se incluían en esa
época, rodeaban una enorme fotografía donde aparecen tiernamente abrazados los
protagonistas, Tito Guízar y Esther Fernández. Él mira hacia la derecha, con
unos ojos embelesados que se concilian con su amable y ligera sonrisa y que le
confieren a su rostro un aire de inocente candidez más que de virilidad. Aunque
no lleva sombrero, viste evidentemente de charro -así lo muestra su abultada
corbata y la camisa bordada con motivos campiranos. Su mano derecha descansa
con suavidad sobre el hombro de ella, quien también está ataviada con un
vestido típico del campo mexicano. En ella, su cabellera y sus trenzas negras
cobijan un rostro criollo, de rasgos finos, ojos grandes y nariz afilada. Su
gesto tiene un cariz melancólico y junto a él -es de notarse que ninguno mira
al otro- forma un retrato amoroso que no es el de unos amantes ardientes sino
el de unos castos enamorados.

 

Al pensar en
esta imagen y saber que en ella se encontraron los íconos mexicanos que
encandilaron al gran público del país y del extranjero, no resulta asombroso
entonces entender por qué Allá en el
Rancho Grande
abrió uno de los derroteros más frecuentados por la
cinematografía nacional. Realizada con pericia narrativa, Allá en el Rancho Grande es una apuesta que navega por mares
tradicionalistas, no solo porque el relato está inmerso en un sabroso folclor
mexicano, sino porque el ambiente nostálgico de las haciendas porfiristas y la
moral conservadora que profesan los protagonistas de la cinta, revela una
identidad de lo mexicano -según lo que quería ver el público, como lo demostró
su éxito- más cercano al código de honor decimonónico que al encendido discurso
del cardenismo.

 

Allá en el Rancho Grande se estrenó en
1936 y fue Fernando de Fuentes su realizador. Su importancia radica en que se
convirtió en la punta de lanza de la industria de cine nacional para penetrar
en el mercado hispanohablante. El cine mexicano, para bien y para mal, por fin
encontró una fórmula original rentable, la imagen de lo que se quería ver de
México dentro y fuera del país: la comedia ranchera con sus paisajes
pintorescos, sus charros cantores, sus mujeres tiernas y recatadas y las
alegrías y los pesares que ocurrían en ese escenario rural.

 

El éxito de Rancho Grande coincidió con el momento
en que se incorporaban a la industria aquéllas personalidades que le darían una
forma y una imagen sólida a la cinematografía nacional durante la década
siguiente: realizadores, fotógrafos, argumentistas, camarógrafos, y sobre todo
los que se consagrarían como los actores predilectos del celuloide nacional,
uno de los factores de mayor calibre que le ayudaron a conquistar los mercados
naturales de habla hispana (incluso por encima de Argentina, cuyo cine
europeizante no pudo competir con la garra popular que caracterizó al cine
mexicano). Además, algunos factores externos favorecieron esa pujanza del cine
mexicano: sus competidores más peligrosos del cine en castellano habían perdido
terreno, pues Argentina había bajado notablemente su producción y lo mismo
España, que se desangraba por una guerra civil encarnizada que, a la postre,
obligaría a refurgiarse en México a muchas inteligencias opositoras al
franquismo triunfante, varias de las cuales tendrían durante el exilio una
incursión brillante dentro del cine y del quehacer cultural mexicano en
general.

 

Para 1937 y
los años subsecuentes la fórmula de Rancho
Grande
fue imitada por otros con excesiva frecuencia. Y lo mismo sucedió
con los otros géneros que rindieron fruto a la industria cinematográfica
nacional que floreció en los años 40: el melodrama urbano, las comedias
rancheras y las películas de cómicos.

 

En ese mismo
año, 1937, los senadores Alberto Salinas Carranza y Ernesto Soto Reyes
presentaron ante su cámara un proyecto para constituir lo que sería un Banco
Refaccionario Cinematográfico. Aunque su propuesta no prosperó debido a la
precaria situación económica por la que atravesaba el país (se avecinaba, por
cierto, la expropiación petrolera) años después el asunto sería retomado y
consumado finalmente. “…El simple hecho de que se considerara conveniente
(…) la creación de un banco exclusivo para el cine nacional, da idea de hasta
qué punto se había llegado a ver el cine, en México, como asunto de gran
interés económico y social. En ese orden, también resulta significativo que se
publicara en 1938 el primer número de la revista Cine, dirigida por José Pagés Llergo. En esa revista (…)
aparecieron textos de escritores bien conocidos como Salvador Novo, el propio
Pagés Llergo, Juan M. Durán y Casahonda, René Capistrán Garza y Rubén Salazar
Mallén, entre otros”. [1]

 

En efecto, el
cine era una cuestión que cada vez involucraba a más personalidades de los
distintos ámbitos del país. La participación en el cine, directa o indirecta,
de escritores, compositores, pintores y de otros miembros de la comunidad
cultural del país se tornaba más intensa al tiempo en que el cine en México (a
pesar de sus graves problemas) se definía como una actividad polivalente, donde
convergían fuertes intereses económicos y numerosas variables de índoles
sociales, políticas y culturales, quizá, en su momento, no percibidos en toda
su profundidad. 

http://cinemexicano.mty.itesm.mx/imagenes/alla1.jpg

 

“En la
década de los 30 -escribe al respecto Monsiváis-, entre huelgas y avances de
una conciencia sindical y socialista que afianza la lealtad popular por las
instituciones, convergen el crecimiento de la industria gráfica (…), el
crecimiento de la industria cinematográfica y el auge de la industria
radiofónica. Sin que los intelectuales o los funcionarios lo admitan o
sospechen, una revolución cultural, modesta pero implacable, se aprovecha de la
densidad urbana, desplaza a la literatura como centro de la reverencia masiva,
promueve a la vez y sin contradicción la alfabetización y el analfabetismo
funcional (que lean historietas, pero hasta ahí), y le concede un espacio
mínimo a una nueva sociedad, ya no campesina, ya no dependiente al extremo de
los dictados gubernamentales, proveniente al mismo tiempo de las costumbres
antiguas y de las necesidades de la modernización”.[2]

 

Otro suceso
fue relevante al término del gobierno de Lázaro Cárdenas: en octubre de 1939 un
decreto presidencial impuso a los exhibidores la obligación de proyectar en las
salas del país al menos una película mexicana al mes. Esta disposición buscaba
contrarrestar el desequilibrio entre las cintas extranjeras, que dominaban las
salas de exhibición, y las películas mexicanas, que repetidamente no
encontraban salida inmediata. El problema que esto generaba, era el desaliento
de la industria y el temor de los productores nacionales en invertir en
proyectos cinematográficos que no garantizaban su recuperación económica en un
corto plazo. Sin embargo, esta medida oficial provocaría resquemores entre los
exhibidores, desconfiados de la capacidad taquillera las películas mexicano.
Sin duda, el notable aumento de personal empleado por la industria
cinematográfica, debió de haber sido un factor determinante para la promulgación
de este decreto: la UTECM contaba al formarse en 1934 con 91 afiliados. Para
1938 ya eran 410. Esto implicaba, necesariamente si se deseaba dar empleo
continuo a todos, un considerable aumento en el volumen de producción, es
decir, si en 1934 se hicieron 22 películas, para 1939 debían hacerse cien.

 

Posiblemente
ese decreto pretendió amortiguar la crisis que sobrevino ese mismo año. La
producción se desplomó de 58 películas en 1938 a 39 en 1939. Los productores,
ansiosos por recuperar su dinero y ampliar sus márgenes de ganancia, negociaron
la reducción de salarios de los miembros de la UTECM. Las condiciones
turbulentas del cine mexicano al fin del sexenio cardenista, invadían todas sus
parcelas, desde las de producción y financiamiento, las laborales y sindicales,
hasta las de distribución y exhibición. La competencia argentina aprovechó el
colapso mexicano para lograr colocarse como la principal productora de cintas
en castellano.

 

El gobierno
del general Cárdenas llegaba a su fin, lo mismo que su política populista y de
izquierda. En el horizonte estaba la sucesión presidencial, cuyos candidatos
más fuertes, el del partido oficial, Manuel Ávila Camacho, y el principal
opositor, Juan Andrew Almazán, promovían una política más bien conservadora y de
derecha.

http://2.bp.blogspot.com/_q28jtGYmqDg/TCfncir2YiI/AAAAAAAAGNs/qOBaRdlFECY/s1600/1936-Alla-en-el-Rancho-Grande-Fernando-de-Fuentes-1.jpg



[1] Ibídem, Vol. 2, p. 7

 

[2] MONSIVAIS, Carlos;
BONFIL, Carlos. A TRAVES… Op.Cit. p. 92

 

Por Hugo Lara Chávez

Cineasta e investigador. Licenciado en comunicación por la Universidad Iberoamericana. Director-guionista del largometraje Cuando los hijos regresan (2017). Productor del largometraje Ojos que no ven (2022), entre otros. Director del portal Correcamara.com y autor de los libros “Pancho Villa en el cine” (2023) y “Zapata en el cine” (2019), ambos con Eduardo de la Vega Alfaro; “Dos amantes furtivos. Cine y teatro mexicanos” (coordinador) (2015), “Luces, cámara, acción: cinefotógrafos del cine mexicano 1931-201” (2011) con Elisa Lozano, “Ciudad de cine” (2010) y"Una ciudad inventada por el cine (2006), entre otros.