Por Hugo Lara

Allá en el Rancho Grande se estrenó en 1936 y fue Fernando de Fuentes su realizador. Su importancia radica en que se convirtió en la punta de lanza de la industria de cine nacional para penetrar en el mercado hispanohablante. El cine mexicano, para bien y para mal, por fin encontró una fórmula original rentable, la imagen de lo que se quería ver de México dentro y fuera del país: la comedia ranchera con sus paisajes pintorescos, sus charros cantores, sus mujeres tiernas y recatadas y las alegrías y los pesares que ocurrían en ese escenario rural.

Todavía a principios de 1993 existía en los Estudios Churubusco (cuando éstos aún ocupaban completamente el enorme lote de Churubusco y Tlalpan) una bodega donde se almacenaban numerosos carteles y material gráfico publicitario de una gran parte de las películas sonoras del cine mexicano. Este acervo pertenecía al Instituto Mexicano de Cinematografía y servía como material para investigación y para algunos proyectos de difusión que se planeaban desde su Dirección de Promoción Cultural Cinematográfica. 

Como podrá imaginarse el lugar no era un ejemplo de orden y organización. El olor a polvo lo envolvía a uno en cuanto ponía un pie dentro de ese almacén. Entonces la advertencia ya estaba hecha y lo siguiente tenía mucho qué ver con cierto tipo de experiencias arqueológicas. Revueltos por el piso, o apilados en cajas según una extraña clasificación que nadie entendía, salvo, claro está, los acomodadores de toda esa maraña, muchos de los carteles ya estaban en mal estado, semidestruidos por el tiempo y el olvido, aunque de vez en vez uno podía llevarse una buena sorpresa hurgando por ahí, al desdoblar alguno de ellos y encontrar, después de mil intentos desalentadores, un buen cartel de Bugambilia o de El río y la muerte o de otra película más o menos célebre.

Entre todo ese mundo de carteles por el que fisgoneé fue el de Allá en el Rancho Grande uno de mis hallazgos más importantes. Era un precioso ejemplar, en perfecto estado y asombrosamente conservado si se toman en cuenta los años que habían pasado desde el estreno de esta cinta. Sin embargo, mi entusiasmo por este descubrimiento fue rápidamente socavado cuando un amigo me mostró, con cierta sorna, cientos de carteles como ése. Resulta que eran parte de una segunda impresión que se había realizado con motivo del cincuentenario de su rodaje.

Después de este desengaño arqueológico, mi interés se centró de modo ocioso en explicarme las razones por las que una película mexicana había merecido que sus carteles se reimprimieran cincuenta años después de su estreno. El mismo afiche ofrece información. A simple vista es un cartel muy sencillo. Con grandes letras, el título de la película y los créditos que habitualmente se incluían en esa época, rodeaban una enorme fotografía donde aparecen tiernamente abrazados los protagonistas, Tito Guízar y Esther Fernández. Él mira hacia la derecha, con unos ojos embelesados que se concilian con su amable y ligera sonrisa y que le confieren a su rostro un aire de inocente candidez más que de virilidad. Aunque no lleva sombrero, viste evidentemente de charro -así lo muestra su abultada corbata y la camisa bordada con motivos campiranos. Su mano derecha descansa con suavidad sobre el hombro de ella, quien también está ataviada con un vestido típico del campo mexicano. En ella, su cabellera y sus trenzas negras cobijan un rostro criollo, de rasgos finos, ojos grandes y nariz afilada. Su gesto tiene un cariz melancólico y junto a él -es de notarse que ninguno mira al otro- forma un retrato amoroso que no es el de unos amantes ardientes sino el de unos castos enamorados.

Al pensar en esta imagen y saber que en ella se encontraron los íconos mexicanos que encandilaron al gran público del país y del extranjero, no resulta asombroso entonces entender por qué Allá en el Rancho Grande abrió uno de los derroteros más frecuentados por la cinematografía nacional. Realizada con pericia narrativa, Allá en el Rancho Grande es una apuesta que navega por mares tradicionalistas, no solo porque el relato está inmerso en un sabroso folclor mexicano, sino porque el ambiente nostálgico de las haciendas porfiristas y la moral conservadora que profesan los protagonistas de la cinta, revela una identidad de lo mexicano -según lo que quería ver el público, como lo demostró su éxito- más cercano al código de honor decimonónico que al encendido discurso del cardenismo.

El éxito de Rancho Grande coincidió con el momento en que se incorporaban a la industria aquéllas personalidades que le darían una forma y una imagen sólida a la cinematografía nacional durante la década siguiente: realizadores, fotógrafos, argumentistas, camarógrafos, y sobre todo los que se consagrarían como los actores predilectos del celuloide nacional, uno de los factores de mayor calibre que le ayudaron a conquistar los mercados naturales de habla hispana (incluso por encima de Argentina, cuyo cine europeizante no pudo competir con la garra popular que caracterizó al cine mexicano). Además, algunos factores externos favorecieron esa pujanza del cine mexicano: sus competidores más peligrosos del cine en castellano habían perdido terreno, pues Argentina había bajado notablemente su producción y lo mismo España, que se desangraba por una guerra civil encarnizada que, a la postre, obligaría a refurgiarse en México a muchas inteligencias opositoras al franquismo triunfante, varias de las cuales tendrían durante el exilio una incursión brillante dentro del cine y del quehacer cultural mexicano en general.

Para 1937 y los años subsecuentes la fórmula de Rancho Grande fue imitada por otros con excesiva frecuencia. Y lo mismo sucedió con los otros géneros que rindieron fruto a la industria cinematográfica nacional que floreció en los años 40: el melodrama urbano, las comedias rancheras y las películas de cómicos.

En ese mismo año, 1937, los senadores Alberto Salinas Carranza y Ernesto Soto Reyes presentaron ante su cámara un proyecto para constituir lo que sería un Banco Refaccionario Cinematográfico. Aunque su propuesta no prosperó debido a la precaria situación económica por la que atravesaba el país (se avecinaba, por cierto, la expropiación petrolera) años después el asunto sería retomado y consumado finalmente. "...El simple hecho de que se considerara conveniente (...) la creación de un banco exclusivo para el cine nacional, da idea de hasta qué punto se había llegado a ver el cine, en México, como asunto de gran interés económico y social. En ese orden, también resulta significativo que se publicara en 1938 el primer número de la revista Cine, dirigida por José Pagés Llergo. En esa revista (...) aparecieron textos de escritores bien conocidos como Salvador Novo, el propio Pagés Llergo, Juan M. Durán y Casahonda, René Capistrán Garza y Rubén Salazar Mallén, entre otros". [1]

En efecto, el cine era una cuestión que cada vez involucraba a más personalidades de los distintos ámbitos del país. La participación en el cine, directa o indirecta, de escritores, compositores, pintores y de otros miembros de la comunidad cultural del país se tornaba más intensa al tiempo en que el cine en México (a pesar de sus graves problemas) se definía como una actividad polivalente, donde convergían fuertes intereses económicos y numerosas variables de índoles sociales, políticas y culturales, quizá, en su momento, no percibidos en toda su profundidad.

"En la década de los 30 -escribe al respecto Monsiváis-, entre huelgas y avances de una conciencia sindical y socialista que afianza la lealtad popular por las instituciones, convergen el crecimiento de la industria gráfica (...), el crecimiento de la industria cinematográfica y el auge de la industria radiofónica. Sin que los intelectuales o los funcionarios lo admitan o sospechen, una revolución cultural, modesta pero implacable, se aprovecha de la densidad urbana, desplaza a la literatura como centro de la reverencia masiva, promueve a la vez y sin contradicción la alfabetización y el analfabetismo funcional (que lean historietas, pero hasta ahí), y le concede un espacio mínimo a una nueva sociedad, ya no campesina, ya no dependiente al extremo de los dictados gubernamentales, proveniente al mismo tiempo de las costumbres antiguas y de las necesidades de la modernización".[2]

Otro suceso fue relevante al término del gobierno de Lázaro Cárdenas: en octubre de 1939 un decreto presidencial impuso a los exhibidores la obligación de proyectar en las salas del país al menos una película mexicana al mes. Esta disposición buscaba contrarrestar el desequilibrio entre las cintas extranjeras, que dominaban las salas de exhibición, y las películas mexicanas, que repetidamente no encontraban salida inmediata. El problema que esto generaba, era el desaliento de la industria y el temor de los productores nacionales en invertir en proyectos cinematográficos que no garantizaban su recuperación económica en un corto plazo. Sin embargo, esta medida oficial provocaría resquemores entre los exhibidores, desconfiados de la capacidad taquillera las películas mexicano. Sin duda, el notable aumento de personal empleado por la industria cinematográfica, debió de haber sido un factor determinante para la promulgación de este decreto: la UTECM contaba al formarse en 1934 con 91 afiliados. Para 1938 ya eran 410. Esto implicaba, necesariamente si se deseaba dar empleo continuo a todos, un considerable aumento en el volumen de producción, es decir, si en 1934 se hicieron 22 películas, para 1939 debían hacerse cien.

Posiblemente ese decreto pretendió amortiguar la crisis que sobrevino ese mismo año. La producción se desplomó de 58 películas en 1938 a 39 en 1939. Los productores, ansiosos por recuperar su dinero y ampliar sus márgenes de ganancia, negociaron la reducción de salarios de los miembros de la UTECM. Las condiciones turbulentas del cine mexicano al fin del sexenio cardenista, invadían todas sus parcelas, desde las de producción y financiamiento, las laborales y sindicales, hasta las de distribución y exhibición. La competencia argentina aprovechó el colapso mexicano para lograr colocarse como la principal productora de cintas en castellano.

El gobierno del general Cárdenas llegaba a su fin, lo mismo que su política populista y de izquierda. En el horizonte estaba la sucesión presidencial, cuyos candidatos más fuertes, el del partido oficial, Manuel Ávila Camacho, y el principal opositor, Juan Andrew Almazán, promovían una política más bien conservadora y de derecha.

[1] Ibídem, Vol. 2, p. 7

[2] MONSIVAIS, Carlos; BONFIL, Carlos. A TRAVES... Op.Cit. p. 92